Existen infinidad de textos que hacen futurología. Algunos son más serios que otros, algunos son tomados como literatura, mientras que otros son considerados parte de especulaciones científicas medianamente fundadas. En todo caso, si hay algo que el ser humano no ha dejado de preguntarse, una y otra vez, es qué es lo que le va a suceder en el día de mañana. Lo extraño es que, generalmente, esa pregunta viene fuertemente vinculada con la idea de las herramientas, los objetos que van a hacer de ese mañana un mundo más placentero. O no tanto. Pensemos en lo que pasa en series como Black Mirror. Se toma un objeto en particular, una herramienta tecnológica que usamos de manera cotidiana, y se busca llevar la lógica impuesta por esa gadget hasta los límites pesadillescos que anidan en el centro de su uso. Decimos siempre que toda nuestra vida se desarrolla en Facebook... ¿Pero qué pasaría realmente en un mundo en donde la cantidad de likes determinan los accesos a bienes, o el trabajo que uno tiene o, inclusive, el modo en el que nos vinculamos con posibles parejas? Toda especulación en torno a lo que va a suceder es una pregunta por la tecnología, por el mundo que abre esa tecnología, y por las cosas buenas o malas que su presencia puede llegar a ofrecernos. Summa Technologiae de Stanislaw Lem, un largo ensayo nunca antes traducido al castellano, aparecido originalmente a mediados de la década del ‘60 (la primera edición es de 1964, la segunda, de 1967), es un intento por realizar conjeturas acerca de las posibilidades de la tecnología hechas por un intelectual que ha trascendido, claramente, como escritor de obras de ciencia ficción antes que como científico. En el libro no se puede decir que haya un tono optimista o pesimista en torno a lo que está por venir: muy por el contrario, es casi un tratado riguroso en torno a las posibles derivas de la tecnología humana y a su profundo vínculo con la naturaleza. Más que escritor de literatura, más que un pensador vinculado al método científico, Summa Technologiae parece el resultado de las dos cosas juntas. O sea, parece funcionar como el trabajo de un filósofo.  

NADA QUE ENVIDIARLE A LA NATURALEZA

La primera pregunta que se hace Lem es en torno a la relación que existe entre la tecnología y su opuesto, la naturaleza. La cuestión es si el desarrollo de tecnología en nuestro planeta, a partir de las rudimentarias herramientas de los primeros homínidos hasta la actualidad, es algo esperable dentro del orden cósmico o, tal como lo dice él, una “aberración”. Para poder llegar a una respuesta, es necesario establecer qué tipo de similitudes pueden llegar a encontrarse en las diferentes líneas evolutivas de cada opuesto. Allí, Lem insiste en encontrar en la naturaleza un patrón para poder entender el funcionamiento del desarrollo tecnológico, apostando por la idea de que la similitud en los órdenes evolutivos de cada extremo pueden dar pistas acerca de las posibilidades de la tecnología humana. ¿No tardó la naturaleza miles, millones de años en lograr que algunos seres aparezcan sobre la faz de la tierra? ¿No es tonto dar por cerrada las posibilidades de determinados descubrimientos porque no lograron resistir en el tiempo, considerando cuántos años le tomó a la evolución natural llegar al hombre, responsable de la tecnología? El tiempo humano palidece frente a las variables cósmicas, para las cuales mil, diez mil o incluso cien mil años son unidades pequeñas. 

La evolución tecnológica y la evolución natural son susceptibles del fenómeno de progreso, en definitiva. Fenómeno que es descripto por Lem como “el incremento de la habilidad homeostática, que se dirige a un equilibrio ultraestable como objetivo directo”. La homeostasis es precisamente el término clave que permite combinar ambas evoluciones, y casi todos los intereses de Lem. Establecido primero en el campo de la medicina, fue luego utilizado en psicología, a partir de la década del ‘30, para tener sus aplicaciones en la cibernética. Por homeostasis debe entenderse la tendencia de todo organismo (o sistema) a lograr un equilibrio interno constante, a partir de una dinámica particular de retroalimentación, que actúa siempre, incluso cuando el equilibrio se ve amenazado buscando, precisamente, restaurarlo. Esa búsqueda de incremento de la homeostasis que vincula a la tecnología con la naturaleza a partir de su fin (de a dónde apunta), borra los límites entre una y otra: las herramientas que el hombre produce son la lógica continuación de la naturaleza. Por eso el hombre es el pico de lo que la naturaleza puede producir: Lem parece entender que es a través de él que su acto creador continúa.  

Claro que hay cosas que la naturaleza no puede y la evolución tecnológica sí. Por ejemplo, el método de creación de la primera se apoya directamente en lo empírico. O sea, aparece algo producido por las combinaciones aleatorias que se dan en los animales o en las plantas. Digamos, un nuevo ser. Ese ser tiene que poder adaptarse al espacio, transformándose para poder sobrevivir la mayor cantidad de tiempo posible, conformando así, a través de las generaciones, una especie. Si la especie sucumbe, la naturaleza va a volver a intentar combinar de manera azarosa nuevos genes para producir un nuevo ser, y así someterse a un ciclo de producción, ensayo y error que parece eterno. La tecnología, no. En la medida en que depende del ser humano, todo implemento tecnológico combina tanto los rasgos de investigación y producción empíricos como teóricos. Y, estrictamente, el ser humano ya agotó todo lo que lo empírico, el saber por la experiencia, podía llegar a darle, una vez que estableció el método científico. Por lo que le queda sólo revisar las posibilidades de los avances teóricos, el verdadero futuro de lo tecnológico.

EXTRATERRESTRES, ROBOTS Y FANTASMAS

Agotadas las posibilidades de lo que se puede aprender de la naturaleza, ¿contra qué puede medirse la capacidad creativa de la humanidad? Lem no va con chiquitas, y pasa pronto a tratar uno de los grandes temas que angustian al ser humano desde que es tal: ¿somos las únicas criaturas conscientes en el Universo? En el capítulo “Civilizaciones cósmicas”, retoma diferentes investigaciones del campo de la astrofísica con el objetivo de poder entender qué pistas tenemos sobre la probable existencia de otras sociedades más allá de los límites de la Tierra. Para eso, establece dos modos posibles de huellas que indicarían la presencia de otras vidas. Por un lado, el envío por parte de los “otros” de señales que muestren un intento por establecer contacto. Por el otro, la existencia de eso que se conoce en astrofísica como “milagros”. O sea, el astrónomo, al descubrir desviaciones de lo esperado en los fenómenos cósmicos, puede deducir de ello la presencia de una inteligencia que está alterando el resultado cantado, lo que tendría que suceder. Por ejemplo, la presencia de tecnecio en los espectros de algunas estrellas raras. El tecnecio no aparece en la naturaleza por sí mismo, sino que es un producto artificial hecho por la mano de una inteligencia, la humana. Si hay tecnecio en esos espectros, eso implicaría que hay otra inteligencia que también los está produciendo, inteligencia distante a la nuestra, pero presente al fin. La necesidad de otra inteligencia en el cosmos le sirve a Lem, más que nada, para establecer un patrón superior sobre el cual medir los avances de la tecnología humana. Esto es: superado el límite de lo que la imitación de la evolución natural podía llegar a dar, las construcciones humanas necesitan un nuevo punto con el que medirse, y establecer contacto con otros seres y con sus artilugios puede llegar a significar la consecución de un nuevo salto evolutivo por mera mímesis. 

Volvamos a nuestro planeta. Una de las cosas que le llaman la atención al autor en términos de lo que el avance científico presenta y promete es la cibernética. Esta “ciencia joven” tiene un objetivo claro: producir una inteligencia artificial que colabore con los homeostatos naturales, como el ser humano, y amplíe sus capacidades, tanto en lo que se refiere a su fuerza como en lo que se refiere, sobre todo, a su inteligencia. Por eso, Lem comienza sus especulaciones en torno a un “potenciador” de la inteligencia humana, que le permita al cerebro manejar un caudal de información mucho más grande, hasta el punto de, incluso, superar los límites corporales dados por la evolución natural y así llegar a ser inmortal como una consciencia que habita diferentes “receptáculos”. Pero también está la posibilidad de armar máquinas con consciencia propia. Esto es, homeostatos dueños de un sistema de autoprogramación que implicaría la posibilidad de cambiar sus objetivos y alterar su constitución en función de ellos. Algo como lo que hace el ser humano. A su vez, esos homeostatos tendrían que tener la capacidad de realizarse preguntas tan complejas y difíciles de responder como las que nos hacemos nosotros, y deberían ser capaces de establecer un sistema de creencias como posible respuesta a estos interrogantes. Lem llega al punto de tratar los problemas morales y las consecuencias de la constitución de esto que llama “máquinas creyentes”, homeostatos capaces de construir sistemas metafísicos propios. Robots con la capacidad de autoprogramarse en función de si creen o no en dios. 

La última de las situaciones que Lem plantea para un futuro posible, una vez agotado el problema del mundo “real”, es la creación de mundos artificiales. Esto es, mundos ilusorios en donde cualquier tipo de inteligencia puede llegar a ser colocada. La rama específica de la ciencia de la cual estaría hablando sería la “fantomática”, y la máquina en cuestión que propone es un “generador fantomático” que sería capaz de darle a cualquier inteligencia la posibilidad de cumplir, en esos mundos artificiales, cualquier tipo de deseo. Pero habría que determinar cuál es la línea “fantomática” que imperará en el futuro: si la periférica o la central. La primera implicaría depositar una consciencia en un entorno falso que sigue las mismas reglas que el mundo real. La segunda es mucho más cercana a nuestra fantasía de lo que la realidad virtual puede ser: una intervención directa sobre las ondas cerebrales. Muy al estilo de Matrix: estamos cómodamente sentados y un cable, o un aparato menos invasivo, afecta directamente nuestras ondas y nos deposita en un mundo fantasmal. Mundo donde las reglas de la naturaleza (la gravedad, la relación causa-consecuencia de algunas fuerzas) pueden darse tanto como no.

Summa Technologiae, de Stanislaw Lem, es un libro arduo, con un tono fuertemente científico, pero que no por eso deja de causar asombro. No por lo que Lem puede llegar a prever como parte de futuros posibles. Sino por las preguntas que se hace en función de esos estados. Por eso, cada introducción de un nuevo avance da espacio a una reflexión moral que muchas veces atraviesa con una fe fuerte en las posibilidades de la tecnología antes que en las reservas frente a ciertos descubrimientos. Y es que las herramientas descubiertas por el hombre y las posibilidades de su evolución hacen ver a ciertos planteos morales como totalmente restringidos a una época determinada: Lem reconoce los límites de la humanidad, pero no para proponer frenos al desarrollo tecnológico, sino para marcar cuáles son los puntos que deberían poder superarse en un estadio tecnológico diferente. Por eso, la desconfianza de ciertos problemas que son meramente semánticos en función de estos saltos impresionantes que la tecnología parece dar. Por eso también la insistencia en una perspectiva cósmica por encima de una estrictamente humana: lo que hoy nos parece aberrante puede llegar a resultar apenas un detalle para momentos posteriores. Y es que hay dos caminos posibles: uno es quedarse con el reflejo positivo de lo que la tecnología nos puede dar, esto es, longevidad, nuevos modos de vincularnos con el entorno, confort y posibilidades que ni siquiera hoy imaginamos. El otro es pensar en sus reflejos oscuros, abordados por Lem, pero muchas veces descartados como problemas temporales que la propia fe en la tecnología va a superar de momento a otro. Quizás habría que contextualizar ese optimismo tecnológico de Lem, un pensador hastiado de los horrores del nazismo y del stalinismo, de la censura y de la estrechez de sistemas de organización social, allá por la década del ´60. Nosotros, ya entrados en el siglo XXI, parece que nos quedamos menos con la parte luminosa que con los espejos oscuros de la tecnología.

Summa Technologiae Stanislaw Lem Ediciones Godot 494 páginas