Estamos de acuerdo con David Byrne cuando asegura que los shows de American Utopia –el disco devenido gira, la música que se despliega como pura corporalidad sobre un espacio– son la cosa más excitante que hizo desde Stop Making Sense, aquel disco/concierto filmado por Jonathan Demme en 1984. Cómo olvidarlo. No estábamos habituados a que una cámara lograra sumarse al ritmo de la música tan orgánicamente. Pero eso no era todo. Quienes veníamos de la era del rock sinfónico y, con cierto envanecimiento, habíamos despachado al punk al estante “subculturas juveniles”, no estábamos del todo cómodos con una música que había esmerilado formas y armonías en provecho de una expresión más despojada y al mismo tiempo lúbrica. Talking Heads, como otros grupos y solistas de aquellos días pero con más talento, venía a decirnos que había que tocar menos: ¡con lo que le había costado al rock aprender a tocar más!
Aquella no era exactamente música de baile –no era disco, era new wave–, pero podíamos imaginarla en el hinterland de una pista de boliche. Sus ejecutantes vestían trajes holgados y con hombreras, como si hubieran asaltado el vestidor de un yuppie. Sus letras eran interesantes –describían situaciones de asfixia urbana con ironía–, pero el foco estaba puesto en el pulso musical. Paradójicamente, al decirnos que la música es un fenómeno esencialmente físico, el más moderno de los modernos del mundo pop nos interpelaba intelectualmente.
No fue aquella la última vez, claro. Cuando sintió que su primer estilo estaba agotado, Byrne salió a recorrer el mundo para cazar –aunque desde su perspectiva de corrección política habría que decir liberar– músicas exóticas en proceso de integración. Fundó un sello “étnico”, grabó diez álbumes como solista, escribió un par de libros más o menos interesantes y participó de diversas experiencias estéticas. De músico a ícono, siempre artista. Audaz, innovador, cambiante: los signos de la modernidad tardía en una sola persona.
A los 65 años Byrne peina canas sin aditamentos extraños ni las sinuosidades faciales que a su edad ya tenían los Stones. No grabó como titular durante varios años, pero estuvo metido en diversos lugares, a veces de modo co-protagónico, como en el elogiado Love This Giant junto a St. Vincent. Pues bien, es posible que su regreso al disco solista no esté a la altura de su inmediato precedente de 2004 Grown Backwards. Pero sólo vale decir esto en la medida en que la evaluación la hagamos apoltronados frente al equipo de música a la hora en que el día va cediendo sus imposiciones. Distinta es la impresión si, como la noche del lunes pasado en el Gran Rex, esos mismos temas y varios más van brotando festivamente de la acción de doce músicos que no dejan de moverse mientras tocan su arsenal portátil. Parecen una marching band del siglo XXI. O quizá un Olodum del Primer Mundo.
Es francamente notable cómo se las ingenia Byrne para sintetizar con aparente naturalidad tanta información artística y geográfica –por algo Time supo llamarlo, en tiempos de world music, “Hombre renacentista del rock”– al punto de hacernos creer que ahí mismo (“Here” se titula el cierre del disco, que fue el primero de la noche), en ese recital cautivante como pocos, nos estamos haciendo las grandes preguntas primera vez, mientras somos testigos del origen de todas las culturas. La utopía americana según Byrne no sería tanto la búsqueda de una perfección social como la posibilidad de empezar todo de nuevo. Y en todo comienzo siempre estará el ritmo de la música. “El proyecto utópico de América parece haber fallado completamente”, razonaba Byrne hace poco. “Entonces nos preguntamos si lo que pedimos fue excesivo. ¿Estábamos equivocados sobre lo que los seres humanos podemos llegar a ser? ¿Existe otro camino? ¿Podemos comenzar de nuevo?”
Tambores, redoblantes, bongós y congas, platillos grandes y pequeños, curiosos sets de percusión del tipo “hombre orquesta”, pasos coreografiados por Annie B. Parson y, cómo no, una colección de sampleos de un par de teclados que, en fértil combinación con la guitarra eléctrica de Angie Swan y el bajo de Bobby Wooten, le brindan estructura a una banda. En rigor, esa banda funciona como una batería desagregada dirigida por un cantante dandy al que le gusta perderse en medio de la turba caminante. “Everybody´s Coming To My House” –el bien elegido corte de promoción–, “Dog’s Mind”, “I Dance Like This” –sorprendente balada intensificada con violentos ritmos industriales– y la exquisita “Doing The Right Thing” son las mejores nuevas canciones. Otras son un poco aburridas o incluso naif (“Every Day Is a Miracle”), pero las rescata el ímpetu mercurial de los ejecutantes/danzarines.
Como sucede siempre con artistas de larga data, la gente enloquece con los viejos hits: “Born Under Punches (The Heat Goes On)”, “I Zimbra”, “Like Human Do”, “Slippery People”, “Once in a Lifetime” y el clásico “Burning Down The House”. Finalmente, un tercer grupo de canciones fue el conformado por versiones de otras autorías o de piezas en colaboración. Por caso, “Lazy”, de X-Press 2, o “I Should Watch TV”, del álbum con St. Vincent. Sin embargo, por magia de los arreglos y el concepto escénico, la datación de cada canción se disolvió en el presente absoluto del espectáculo.
Más allá de algunos juegos de iluminación delicados y el comienzo hamletiano de Byrne con cerebro en mano, no hay en American Utopia un gran despliegue en el sentido que hoy tienen las superproducciones. La vestimenta uniforme –trajes grises Kenzo– y la mise en scene de ópera de cámara, con tenues cortinados en juego con la ropa, son elementos que eluden cualquier colorinche. No se ven amplificadores, ni cables: el sino de la tecnología actual es la invisibilidad. Todo está cifrado en cuerpos sincrónicos dotados de una destreza ajustada; ninguno es Michael Jackson pero todos saben bailar lo que están tocando.
En una época fuertemente mediatizada como la nuestra, en la que las grandes comunidades se crean virtualmente y los conciertos en estadio se ven por pantallas, un campeón discográfico como Byrne –-de hecho, el productor de American Utopia fue Brian Eno– nos desafía con el vivo de cercanía. Lo hace de un modo muy consciente y lúcido. Del mismo modo que las instalaciones artísticas del arte contemporáneo exigen que uno vaya efectivamente a verlas, ya que una filmación o reproducción digital atentarían contra su poética espacio/temporal, una función de American Utopia nos advierte que por más hermosa que sea nuestra colección de discos, la gran aventura siempre estará fuera de casa.