En el marco de la reciente reunión de ministros de economía del Grupo de los 20 se levantó el fantasma de una guerra comercial desatada por la decisión de Estados Unidos de imponer aranceles al acero y al aluminio. El presidente Trump cumpliendo la promesa de su campaña en Pittsburgh, cuna del acero americano, aprobó definitivamente la ley que permite imponer aranceles de 20 por ciento a la importación de acero y de 10 por ciento para el aluminio.
Para Donald Trump “las guerras comerciales son buenas, y fáciles de ganar”. El mundo entró en pánico, como si estuviéramos en 1930 frente al surgimiento de Hitler. La directora gerente del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, hizo sonar la alarma e indicó que nadie gana en una disputa comercial. Algunos países se disponen a usar represalias para negociar desde la fuerza, otros a recurrir al sistema de solución de disputas de la Organización de Comercio y otros a cuadrarse y pedir clemencia.
Argentina volvió a pedir a Estados Unidos que se le haga una excepción y lo logró. El ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, insistió ante el secretario del Tesoro, Steven Mnuchin, que Argentina no es un riesgo a la seguridad de Estados Unidos y como corresponde Mnuchin hizo saber que hay buena disposición. ¿Es un tema de “buena disposición”? ¿Es necesaria la buena disposición y la profesión de fe? En realidad, el acero es el emergente de un problema más importante que se debate en el marco del G20 y de la regulación del comercio, lo que Joseph Stiglitz llamara “el malestar en la globalización”. Se trata de comprometer a Estados Unidos a ratificar los términos de la declaración de los presidentes del G-20 del año pasado en Hamburgo, cuando retaceo su compromiso con mantener los mercados abiertos e hizo hincapié en la legitimidad de las medidas de defensa comercial. Al poco tiempo Estados Unidos se alejó del Foro Global de Acero creado en el seno de la OCDE en 2016 y que hoy dirige la Argentina.
De todos modos, de las regulaciones para el acero no pueden extrapolarse tendencias globales que ameriten pánico de guerra. El acero sufre periódicamente crisis de sobreproducción. En los años 80 la entonces Comunidad Económica Europea implementaba el llamado Plan Davignon y no hubo guerra. En los años 90, al implosionar la URSS, se volcaron toneladas y toneladas de acero al mercado internacional y no hubo guerra. Hoy es China, primer exportador mundial por lejos, quien fija el precio. Y es a China quien apunta Estados Unidos, principalmente porque obliga a los inversores extranjeros a transferir tecnología como condición de radicación en su territorio. Más aun, cualquier restricción que sufra China tendrá además efectos internos nocivos en tanto conlleva cierres de acerías y desempleo. El acero emplea casi 5 millones de trabajadores y cerca del 1 por ciento de la fuerza de trabajo. Es claro que el ajuste será costoso socialmente para China y eso también lo que desea Trump. Pero la medida de Trump tiene otro refilón. Con vistas a la renegociación en curso del NAFTA, Trump ha colocado a México y Canadá a la defensiva. Para ellos está dirigido el gran puñetazo de America First.
¿Pero necesitamos nosotros entrar en pánico y repetir el mantra que subsume protección y regulación comercial con el inicio de una guerra a escala global? ¿Necesitamos presidir el G20 para lograr la excepción? Sin duda nuestras exportaciones de acero y aluminio aportan empleo y contribuyen a nuestra balanza comercial. Pero la orden de Trump contiene una cláusula que reconoce excepciones. Con menos del 1 por ciento del mercado de acero y apenas un pocos más del 2 por ciento en aluminio, las exportaciones argentinas están lejos de ser una amenaza ni en términos de seguridad ni comerciales. No hay porqué temer a los fantasmas que dicen habitar en la noche ni salir a combatirlos como Superhéroes. Como tantas veces antes en el acero, frente a la sobreproducción veremos multiplicarse los cupos y compromisos de precio. Ni Iron Man ni libre mercado ni guerra.
* Conicet, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales.