Israel Adrián Caetano habla sobre Sandro con esa excitación infantil que el mundo adulto parece haber perdido a medida que pasan los años. Abre los ojos con entusiasmo, gesticula con más vehemencia que de costumbre, reflexiona acelerando el hablar al momento de contar anécdotas o desarrollar aspectos de la personalidad del músico argentino. La devoción del realizador por el ídolo trasciende, incluso, ese uruguayismo campechano y cadencioso que lo caracteriza. “Sandro fue un personaje increíble, único, como no creo que haya habido en la historia musical argentina”, afirma, sin temor a equivocarse, con una convicción más fundamentada en lo emocional que en lo racional. Una admiración forjada al calor de la intensidad con la que encaró Sandro de América, la serie sobre la vida y obra del cantante fallecido el 4 de enero de 2010, que se convirtió en un fenómeno popular que logró lo que parecía imposible en tiempos de consumos digitales: volver a sentar a los televidentes frente a la TV abierta para seguir una ficción, sin posibilidad de verla en forma maratónica. El programa, que Telefe acertó en programar de lunes a jueves, a las 22.30, finalizará este martes, con un especial en vivo y con público desde el Gran Rex, el escenario en el que Sandro ofreció su último show.
Producida desde el amor y el respeto al ídolo popular, pero sin ser condescendiente ni solemne con el hombre/personaje que sedujo a “sus nenas” en toda América, Sandro de América parece haber inaugurado en la industria local el camino hacia la producción de biopic. La popularidad de un músico que hizo del misterio una sello de identidad tan potente como su estilo a la hora de presentarse en público, sumado a actuaciones que estuvieron a la altura del mito y que tuvieron que interpretar en las diferentes etapas de su vida (Agustín Sullivan, Marco Antonio Caponi y Antonio Grimau), convirtieron a la serie en una ficción atrapante. La particular mirada de Caetano, combinando su sello autoral con la popularidad de lo simple, le imprimió al programa una textura que sorprende en cada episodio.
“No me imaginaba tanta repercusión y tan buena recepción, porque meterse con un ídolo no deja de ser un riesgo”, le cuenta Caetano a PáginaI12. “Si bien ahora se la celebra, fue una ficción que tuvo muchas piedras en el camino. La más importante, por ejemplo, tuvo que ver con la desafectación de Pablo Echarri, que iba a interpretar a Sandro en su época adulta, pero que ‘desde arriba’ decidieron correrlo por cuestiones que no eran artísticas, porque supuestamente su pensamiento político dividía la pantalla. Hablé con Pablo después de todo lo que había pasado y él me alentó a que siguiera con el proyecto. Me vino bien porque no sabía qué hacer, cómo resolver esa situación. Ese tema no sólo demoró la grabación sino que modificó el guión. La serie estaba concebida con dos actores haciendo de Sandro, Agustín Sullivan y Echarri. Esa decisión nos llevó a cambiar los guiones y utilizar a tres Sandros, sumando a Grimau”, subraya.
–¿Qué se propuso contar de la historia de Sandro?
–Cuando empecé a investigarlo, me atrajo mucho el concepto de popular que lo rodeaba. En cierta manera, en Sandro la popularidad fue su premio y su castigo. El origen humilde hizo que tuviera una disociación entre Sandro y Roberto Sánchez. Creo que recién hacia el final de su vida pudo resolver ese dilema que enfrentaba al personaje público que construyó y al tipo de barrio que en verdad era. Sandro fue un personaje increíble. Sobreactuado, pomposo, un cantante impresionante, que construyó un personaje durante toda su vida... No era un tipo soberbio en su vida. Sí lo era, por supuesto, como artista. Quería ser el mejor y se creyó ser el mejor. Pero sabiéndose el mejor nunca perdió su humildad, al punto que lo terminó encerrando en Banfield. La humildad de Roberto hizo que Sandro le diera fobia. Incluso, él en algún momento dijo que Sandro no lo había dejado ser Roberto Sánchez. Sandro cargaba la fama con cierta culpa. Fue un tipo que se tuvo que hacer solo y que cuando quiso volver al barrio se dio cuenta que ya no pertenecía más a ese lugar. O que, en realidad, no podía ser aquél que alguna vez fue.
–¿Añoraba aquella vida barrial?
–Es un momento Roberto Sánchez empezó a pertenecer a Sandro, pese a su propio deseo. Sandro se armó su propio imperio y él quedó atrapado en el ídolo popular. Su respuesta fue no alejarse nunca de Banfield, de vivir con su vieja. Sandro es como un tango. Fue un personaje adorable pero muy sufrido. Salvo con Olga (Garaventa), que fue un amor muy puro, siempre le costó formar una pareja. La relación con su madre le implicó muchos quilombos con sus parejas. El gran amor de Sandro fue su madre. Recién cuando su madre muere, Sandro conoce a Olga, puede entablar una relación hermosa y se casa. Nunca nadie entendió tanto a la mujer como Sandro lo expresó a través de sus canciones. Sandro puso a la mujer en un lugar hermoso. Todas sus letras son de un amor y una poesía increíbles.
–La serie muestra a un Sandro en varias dimensiones, donde convivían el rockero, el meloso, el grasa, el adelantado, el kitsch, el familiero...
–Sandro fue todo eso, al mismo tiempo y durante casi toda su vida. Creo que los argentinos no tenían dimensión de lo que fue Sandro. Tampoco la tenemos con Maradona ni con Messi. Son dioses o lacras, sin término medio. Y lo popular es siempre contradictorio. Para mí, lo popular es contradictorio y desprolijo. Es como si yo hubiera tenido que aprender cine para filmar. No hubiera filmado nunca. No se puede esperar la perfección de algo popular. Lo popular siempre es imperfecto. No me identifico con la perfección. La perfección técnica-artística en series yankis me aburre.
–¿Conocía la vida y obra de Sandro antes de que le propusieran hacer al serie?
–Poco. Cuando me puse a investigarlo, me di cuenta de que no sabíamos nada. Al principio lo abordé desde el prejuicio de mi entorno. La gente del cine no lo tiene en cuenta. Pensé que la vida de Sandro era un embole, porque nunca había tenido un enemigo, ningún quilombo. Lo primero que salió a flote era el prejuicio sobre lo popular.
–¿Y cómo combatió ese prejuicio?
–Mostrando a Sandro tal como fue, con todas sus características y contradicciones. La serie es así: por momentos parece una telenovela, a veces una película argentina, en ocasiones el registro tiende al drama, en otros hacia la biografía... No nos burlamos del costado kitsch y grasa. Lo mostramos. La serie es bien grasa, bien groncha, pero de calidad. La serie tiene mucho de lúdico y dosis oníricas, incluso. Los Monty Python fueron tan transgresores como populares en Gran Bretaña. Ser popular no es necesariamente ser guarango u ordinario. (Alberto) Olmedo es el ejemplo. Los mejores momentos de Olmedo, para mí, no son los que sus personajes “acosaba” a las minas o cuando hacía los chistes más chabacanos. El mejor Olmedo es el de Chiquito Reyes, que era un empleado explotado. Había una mirada social sobre el trabajo. Era una época mucho más retrógrada que la actual, sobre todo en el lugar de la mujer objeto.
–No reniega de lo popular.
–Para nada, yo vengo de lo popular, me formé en ese lugar. Me crié con El Chavo, con Los Simpson, El increíble Hulk, Combate, leía (Julio) Verne, Salgari...
–A lo largo de su obra, principalmente en televisión con programas como Disputas, Tumberos y ahora con Sandro..., pareciera que supo resolver el problema de hacer ciclos populares sin perder una mirada propia. ¿Cómo fue el proceso?
–Es una pelea constante. Siempre fui cabrón. ¡Me peleé hasta en mi primer corto! No es que conforme fue avanzando mi carrera me fui envalentonando. No siento que haya cambiado. Siempre peleé por lo que quería contar. Tuve la suerte de que siempre hice lo que quise y funcionó. Entonces, cuando te llaman para un proyecto, ya saben lo que puedo dar y cómo resulta trabajar conmigo. Yo juego de 8, me podés retrasar o adelantar un poco, tirarme al medio incluso. Pero nunca hacerme jugar por la izquierda. Después de Birra, pizza, faso, la primera película, que hice junto a Bruno Stagnaro, tenía que hacer Bolivia. Necesitaba hacer esa película, que no tuvo una productora detrás, la hice como quise y tardé como 5 años. Había algo ingenuo. Hasta mi tercera película, pensaba que había que filmar y listo, que no había que conseguir productores. Entonces, cuando me llegaron proyectos como Tumberos o Un oso rojo, ya tenía esa “falla” naturalizada y un estilo conocido. ¡Ya no podía ir para atrás! No concibo el trabajo sin que me de satisfacciones. Tampoco es que soy un peleador porque sí.
–¿No es caprichoso a la hora de filmar?
–No hago cosas por capricho. Cada decisión que tomo tiene un fundamento en función de cómo me pegan a mí las historias. En Sandro, por ejemplo, me encolumné detrás del personaje. Trasladé el imaginario a una imagen. la serie corre detrás de él, de su filosofía y de su popularidad. No quise hacer Sandro, by Caetano. Hacer que la serie fuera detrás detrás de Sandro fue la mejor decisión. Lo más popular de la serie es el mismo Sandro. No busqué ser popular. Pensar una serie de nicho, para ganar premios y que te aplaudan de pie un puñado de cronistas, era ir en contra a lo que Sandro fue. Quise hacer una serie popular desde el lenguaje, que se pueda entender, no popular desde la masividad. Es una serie que convoca desde la música, desde lo visual, desde el mismo Sandro.
–Una de las rarezas de la serie es, sin dudas, la interpretación de Sandro por tres actores diferentes y con registros propios. ¿Cómo hizo para que esa particularidad no se transformara en un elemento distractivo?
–La serie fue cambiando de protagonistas, porque debía haberse entendido como si fueran tres temporadas. La primera temporada con la etapa Sullivan, la segunda con Caponi como protagonista y la tercera con Antonio Grimau. Caponi no fue la continuidad de Sullivan, sino otra mirada de otro momento en la vida del gitano. Una vez terminada la etapa de su juventud, donde conquistó América, le vino otra en la que la pérdida de su representante y de su madre lo llevaron a un momento instrospectivo, de cierto viaje místico incluso. El Indio Solari dijo alguna vez que no había nada mejor que “mutar dogmas”. Y Sandro hacía realidad esa idea. Era flaco, cool y melódico, pero después se dejaba estar, engordaba y asumía un estilo más rockero. Por eso había preparado para la segunda etapa de su vida otra gráfica, como para remarcar el cambio de época y de búsquedas en su vida. Pero el canal quiso mantener todo igual porque venía funcionando bien. Les dije que no estaba de acuerdo, que aunque empujes un tren no va a ir más rápido. Fue una pena, porque decididamente hubo un quiebre en el registro, en el tono, en el actor que lo interpreta, que podía ser confuso.
–¿Y acepta esas decisiones porque tiene que seguir trabajando?
–Tendría que ponerme a especular sobre lo que debo hacer y no lo hago. No me sale especular con las cosas que hago. Me da pavor pensar en especular con lo que hago. Me sentiría un caradura si pensara una obra en función de la conveniencia.
–¿En qué cosas sentiría que estaría especulando?
–Si me sentara a pensar cuál sería la mejor opción en función del espectador, o qué sería lo más conveniente hacer ahora por determinada circunstancia...
–¿Nunca tomó una decisión pensando más allá de lo que quisiera contar?
–Yo agarro un laburo en la tele y ya me quiero ir. O a hacer una película o a tocar el piano. Quiero que las decisiones de lo que hago las tome yo y no el mercado. Por ejemplo, había muchos cineastas que venían haciendo películas que hoy no pueden hacer pero no por su propia decisión, ni siquiera por una decisión del mercado... Uno sabe que el mercado es una cagada, porque tiene sus propias reglas y objetivos, que hace que uno se quede afuera porque vuela demasiado o va muy lento... Pero lo que sucedió en los últimos años es que muchos cineastas se quedaron afuera de la producción porque hubo una decisión estatal de no apoyar más al cine argentino. Estamos todos un poco a la deriva, librados exclusivamente al mercado. Y las leyes del mercado no son necesariamente y siempre la búsqueda de ganancia. El mercado también necesita gente que se porte bien. El mercado no evalúa sólo el talento. También cómo te portás.
–¿Usted siente que, para el mercado, “se porta mal”?
–No, no, pero tampoco soy el mejor alumno. Alguna vez alguien me ha dicho “che, vos siempre hablando de más...” ¿Qué querés que haga? ¿Yo siempre hablo de más o vos siempre hablás de menos? El problema no soy yo, que digo lo que pienso, sino el otro que se calla la boca. Muchas veces me dijeron que fuera más cuidadoso, pero creo que hay que decir lo que uno piensa. Y en ese punto yo no negocio. Lamentablemente hay mucha gente que no dice lo que piensa tratando de conseguir laburo. Es una cagada.
–Es muy sintomático de la argentinidad.
–Una vez un productor alemán, en un festival, me hizo un comentario que me quedó grabado por lo certero. “Es increíble que en la Argentina la variable para todo sea el trabajo”, me dijo. Y hay algo de eso, porque no sólo el trabajo es una variable de ajuste en función del andar económico, sino porque si te portás mal, te echan; si te portás bien, te toman; si tenés trabajo, sos digno; si estás desocupado sos un vago. La variable argentina es el trabajo. El premio y el castigo recaen en el trabajo. La meritocracia nos invadió. Más allá de las políticas sociales, la meritocracia es una cagada. Ahora critican que la gente se compra celulares. ¡Que cada uno haga con su plata lo que quiere! ¿O tenemos que preguntarle al poder qué podemos adquirir, qué podemos soñar? Además, es una meritocracia trucha, porque no se basa en los méritos que competen al trabajo sino a la conducta o la clase.