El aire caliente del enero santafesino se sentía en todas partes de la casa. En realidad no era una casa, sino un monoambiente. El único aire que circulaba era por un ventilador de techo. Circulaba, una forma de decir a las vueltas que daba en ese cuadrado llamado departamento. Aire que circulaba, caliente. Y los mosquitos, esos seres despreciables chupasangres dando vueltas.

El ventilador hacía ruido. De esas cosas que andan mal y nunca se arreglan, como la gomita de la canilla de la cocina, o la cadena del inodoro, o cambiar el foquito de la luz. Aún peor es comprar el foco para cambiarlo y equivocarse en la tonalidad: ¿amarillos o blancos?, como si no le diera lo mismo cualquiera. La última vez que decidió cambiarlo -después de meses de estar a oscuras usando unas velas de su último cumpleaños con los números 2 y 9- el living había cambiado de una luz blanca radiante a una mezcla de amarillos y blancos rarísimos. Llamaba "living" a ese espacio de la casa donde estaba el ventilador, aunque en realidad el living era todo su monoambiente, salvo por el baño.

Cuando vivía con J se quedaba un rato largo en el baño, abría la ducha (aunque no se bañara), después se lavaba los dientes, y se quedaba sentada sobre la tapa del inodoro. A veces una hora. El baño era el único lugar donde podía estar sola. También podía ir al kiosco, y elegir otros caminos para tardar un poco más. No era que no quisiera a J, pero ¿vivir dos personas en un monoambiente? no había sido una buena idea. Recordó a su tía V, que respondió con un largo suspiro cuando le contó de la mudanza. De su tía le gustaba su sinceridad pero le molestaba la soberbia que eso implicaba. La tía V suspiró y dijo pausadamente: "Querida, vivís equivocándote". Odiaba tener que darle la razón. Desde hacía un tiempo el monoambiente era para ella sola, pero seguía encerrándose en el baño.

El aire caliente seguía circulando acompañado por el ruido del ventilador. Estaba tirada sobre la cama mirando el techo. Aunque se quedaba inmóvil, seguía transpirando. Su cuerpo no hacía ningún tipo de movimiento, solo respirar, pero las gotas caían por el costado de la cara. Los mosquitos le zumbaban cerca del oído.

Entonces pensó en raparse. Eso era lo que necesitaba, un cambio radical. Para hacerlo necesitaba ser una mujer con actitud, pensó. Y ella no lo era. Pero podría serlo.

Se sintió entusiasmada por ese huracán de rebeldía. Por ese aire de mujer jugada, independiente, de mujer poderosa. Volvió a pensar en el techo. Blanco. Diminuto. Una vez le habían comentado que los techos se pintan de ese color porque amplía el espacio de las habitaciones. Su monoambiente era muy chico para ir en contra de esa teoría. Tal vez algún día se animaría a pintarlo de otro color y se raparía, haría las dos cosas el mismo día. Si.

Qué patética, pensó. Llamar rebeldía a esos actos insignificantes de la vida cotidiana y encima egoístas. ¿A quién carajo le iba a importar si estaba rapada? ¿A quién carajo le importaría el color del techo de ese cuadrado de cemento? Pensar en que había otras mujeres haciendo cosas más interesantes, importantes para la existencia del mundo, hasta del Universo mismo, la angustió.  Se tapó la cara con la almohada y empezó a llorar. Las lágrimas se mezclaron con las gotas de transpiración, que crecían por el calor y la falta de aire. La almohada tenía olor a J. En realidad era a J con una fusión al suavizante. Ese que compraba J porque le gustaba la marca "Comfort". El olor la angustió más. Ahora en el monoambiente estaba sola, pero lo extrañaba. Se durmió llorando.

La despertó una alarma del celular. Era la que sonaba todos los días a las diez de la noche. La de la pastilla. Si hubiera sido un antidepresivo o un rivotril, o alguna pastilla de ese estilo la escena hubiera parecido más dramática. Pero no, la pastilla era la anticonceptiva. ¿Para qué seguía tomándolas? Recordó las discusiones con J.

Siempre estamos evadiendo el tema, pero me cansé, quiero hablarlo. Quiero dejar las pastillas. No, no estoy loca. La ginecóloga me dijo que me está afectando la circulación de la sangre. No, no tenés razón, ella es una médica muy seria, por algo me lo dice. Y además, hace cuánto tiempo estamos juntos, tal vez el próximo paso sea...No me digas más que estoy loca. Calmate. No, no me parece una locura tener un hijo en un monoambiente, supongo que no vamos a vivir eternamente en este sucucho.

Ella sabía que J tenía razón, y los ratos sentada arriba del inodoro esperando que el tiempo pasara toda esa idea del hijo le parecía una locura. Ella no iba a ser más el centro del mundo. Ahora, iba a tener una vida que cuidar. Aún así, ella quería un bebé. Se acordó de su tía V: "Siempre fuiste una caprichosa". Y tenía razón.

Siguió acostada un rato. La manada de mosquitos rodándole el oído la molestaban. Qué ser cargoso, pensó. A J le decía cargoso.

En un ataque de nervios, comenzó a extender los brazos de un lado hacia otro para ahuyentarlos. Logró matar a uno. Se miró la palma de la mano y ahí se encontraba, aplastado y lleno de sangre. Cada vez que mataba a un mosquito y tenía sangre se preguntaba lo mismo, ¿será la suya? Lo miró unos minutos. Respiró profundo, y se llevó el mosquito muerto, aplastado y lleno de sangre a la boca. No tenía sabor a mosquito, más bien a sangre, de ella o de alguien más. Tragó, corrió al baño y vomitó.

Se sentó en la tapa del inodoro a esperar. Tal vez J volvería en algún momento.