La radicalidad del sujeto anarquista tiene como principal brigadista al performer, escritor y dramaturgo Emilio García Wehbi. No importa que esa tradición haya sido políticamente derrotada. El combate –desde las trincheras de lo simbólico– continúa contra la idea de familia, contra el padre y la maternidad. “El padre siempre hace sombra. Mejor dicho: el padre es siempre la sombra muerta del hijo. Es un Doppelgänger viejo, oscuro, e incorpóreo que camina a su lado, que no lo abandona nunca y que lo guía siempre hacia el pasado. Puede ser biológico o putativo (…), pero siempre es representante exclusivo de Tánatos que duerme con el uniforme puesto y caga con la puerta abierta, listo para acudir al entierro de su hijo con lágrimas de cocodrilo y un puñado de tierra en su mano cuando sea necesario”, se lee en Trilogía de la Columna Durruti, publicada en dos tomos por Ediciones DocumentA/Escénicas y la Fundación OSDE, que García Wehbi presentará este miércoles a las 19 junto a su editora Gabriela Halac y la actriz Maricel Álvarez, en Suipacha 658.
El primer tomo de esta trilogía anarquista y antifamiliar está integrado por tres performances: Herodes Reloaded (2015), La Chinoise (2016) y En la Caverna de Platón/ La Cabeza de medusa (2017), más una serie de cartelería e imágenes intervenidas. El segundo tomo despliega un ensayo de Beatriz Sarlo titulado Trilogía furiosa y el registro fotográfico de las performances. García Wehbi cuenta en la entrevista con PáginaI12 por qué sus textos son tan narrativos y no tienen diálogos. “En un período en que buscaba textos teatrales para montar, no encontraba materiales que me satisficieran. Yo siempre fui muy reacio a escribir, pero me di cuenta de que tenía que tomar la posta. Empecé a escribir teatro por una necesidad. Yo destierro el diálogo como forma teatral, para mí está perimida. Si destierro el diálogo, sólo me queda el monólogo o el soliloquio. Mis textos son el fluir del pensamiento, donde se mezcla ideología, percepción, afecto, una mirada del mundo, un sentimiento frente a las cosas”.
–Hay dos palabras que aparecen durante la lectura de la Trilogía de la columna Durruti: pasión y rabia. También se podría pensar una tercera palabra, que hace un poco de ruido por sus resonancias con el presente, que es el odio.
–Quizá reemplazaría odio con la palabra intolerancia, como la entiende (Slavoj) Zizek. Lo que desmonta la idea de intolerancia es esa mirada tolerante políticamente correcta, religiosa o piadosa. La intolerancia zizekiana –no la intolerancia racial– puede provocar esa rabia, que no es odio. Y la pasión, es cierto, pero entendida como un afecto que viene de un concepto que es esencialmente una mirada del mundo. Cuando la denomino la columna Durruti, estoy hablando de la experiencia anarquista. La pasión en el texto es una pasión anarquista, entendiendo un anarquismo solidario, porque hay anarquismos de izquierda, pero también de derecha. Estados Unidos está lleno de anarquistas de derecha. Estoy pensando en un anarquismo solidario en la tradición bakuniniana. El sujeto narrador es un sujeto anarquista que mira el mundo desde ese lugar.
–“Dejen de ser madres y conviértanse en mujeres”, se afirma en una de las obras de la trilogía, que cuestiona profundamente la maternidad. ¿Por qué la maternidad, y la familia también, son huesos duros de roer?
–La familia, esa célula básica del fascismo, no es un hueso tan duro de roer para mí. Aunque todavía la sociedad se estructura en base a la familia, está mucho más desmantelada y es fácil de criticar. La familia es casi una parodia. Yo rechazo la idea de familia; tengo pareja y tengo un hijo y pienso más en sujetos autónomos que no están sometidos a la lógica del mandato familiar. Yo asocio familia y religión de manera intrínseca. No hay posibilidad de pensar la estructura familiar si no es con la religión; por eso los movimientos políticos que rechazan históricamente la religión como pensamiento mágico rechazan la idea de familia, porque la estructura de la religión es una estructura explícita o veladamente familiar.
–“La resistencia no está en la igualdad sino en la diferencia: igualdad sí, pero de derechos, y máxima diferencia de género”, se plantea en la trilogía. ¿Cómo explica la opción por la diferencia en vez de la igualdad?
–En este discurso de recuperación de las potencialidades de la mujer en relación al hombre, la reivindicación de lo femenino tiene que marcar la diferencia y no la igualdad. Igualdad de derechos, pero la diferencia en las operativas, en los deseos, porque la condición femenina tiene una singularidad que no es la masculina. El mundo masculino falló; es lo que tenemos. Lo otro es lo que no tenemos. Hay que reclamar igualdad de derechos, pero no igualdad de derechos para acceder a los modos de consumo del capitalismo, sino para encontrar un discurso, que la mujer lo tiene y lo puede desarrollar, para generar ese lugar de resistencia que pueda mostrar un modo otro de relaciones económicas y sociales.
–¿Cómo fue el trabajo de relectura de Hamlet de Shakespeare que aparece en la trilogía?
–Yo hice varias puestas de Hamlet de Shakespeare, el Máquina Hamlet de (Heiner) Müller, Hamlet de William Shakespeare, de Luis Cano; entonces lo leí de adelante para atrás y de atrás para adelante. Lo que tiene de fabuloso el texto de Shakespeare es que podés leerlo desde distintas perspectivas: como un relato policial, como un relato histórico, como una historia de la filosofía. Lo que domina en Hamlet es la voluntad de las generaciones mayores de matar a los hijos. El fantasma del padre lanza un mandato de venganza que Hamlet no comprende y que es forzado a ejecutar. En esa ejecución, sin poder decidir, muere. También muere Ofelia y Laertes es un hijo que termina muriendo. Todos los hijos en Hamlet mueren de algún modo. Mueren entrecomillas asesinados, inducidos a la muerte por sus padres simbólicos o biológicos. En el núcleo de Hamlet se articula esa violencia filicida: hay que suprimir a las nuevas generaciones porque las nuevas generaciones pueden derrocarlos y proponer lo nuevo.
–Al leer la trilogía aparece una pregunta: ¿hasta qué punto es lector de filosofía y de psicoanálisis?
–Me interesan mucho, pero siempre mis lecturas son en diagonal. No tengo formación ni en filosofía ni en psicoanálisis. Los leo desde la perspectiva de cómo traducir el lenguaje específico de la filosofía o del psicoanálisis a un dispositivo poético. Lo que sería una traducción. Y la traducción es traicionar. En esa traición me hago cargo de esa apropiación. Todos estos textos están hechos por apropiaciones literarias que tienen diferentes raíces. La apropiación no es un cut and paste, sino que es tomar un material y transformarlo como gesto diferenciador para que no sólo lo que diga ese material original siga diciendo, sino que reescribo algo para que también diga otra cosa más.
–¿Cuáles son las apropiaciones más significativos en cada uno de los textos de la trilogía?
–En el primer texto es el Álbum sistemático de la infancia, de René Schérer y Guy Hocquenghem, y La cruzada de los niños, de Marcel Schwob. En el segundo es La Chinoise de (Jean-Luc) Godard, en donde empiezo a tomar la cartelería que hay en la película, que está pervertida, no está trabajada literalmente. Pero también tomo Consideraciones acerca del pecado de (Franz) Kafka; todas las sentencias morales las transformo en consignas que aparecen como cartelería godardiana a lo largo del libro. El tercer texto tiene dos partes: el primero, En la Caverna de Platón, está levantado de cuatro cuadernos de comunicaciones de chicos que tienen dificultades psicomotrices severas. En esas comunicaciones se da cuenta de cómo se comportó el chico, qué necesitó, cuáles fueron sus problemas. Son cuadernos muy especiales que había usado cuando hice la performance con Gabo Ferro, Artaud: lengua ? madre. Pero habían quedado muchos materiales y los fui recabando para explicar el comportamiento de esta mujer sometida por la religión, que al final del texto se revela que fue sometida sexualmente por su padre. La segunda parte, La Cabeza de Medusa, toma el contramodelo de la mujer: Rosa Luxemburgo y Louise Michel, la maestra anarquista como contrafigura. La trilogía está entramada de citas sobre las que pierdo las referencias. Pero queda algún fantasma de aquello que fue, para que pueda resonar en alguien.
–La Trilogía de la columna Durruti está atravesada por lo político. ¿Cómo entiende lo político?
–La política es la forma en que el sujeto se comporta frente a la otredad. La otredad es el mundo, son los otros. Y los otros no es tal partido o tal equipo de fútbol, sino que son los sujetos que viven gregariamente en un mismo espacio. La política es la ética del sujeto frente al mundo; cómo decido comportarme en un espacio donde conviven otras personas. En relación a lo ideológico, mi aproximación siempre estuvo hacia la izquierda, entendiendo los conceptos del sector que ocupaba el ala izquierda en la Revolución Francesa: los principios de igualdad, fraternidad y libertad, que muy vapuleados persisten hoy de modo menos programático porque por la ausencia de una utopía global estamos buscando cuáles son los modelos para reproducir esa idea de manera práctica. Las experiencias sociales han mostrado que ha sido muy difícil producir una experiencia reactiva del capitalismo; por lo tanto me he aislado políticamente y el anarquismo es casi un consuelo ideológico, más que algo práctico. Esta es la gran crítica que se nos puede hacer a los anarquistas. Como no podemos aproximarnos a una experiencia transformadora, optamos por aislarnos porque es a todo o nada la cosa. Para mí la política de una obra de arte no está en el contenido, no está en la ideología, sino en la forma. La forma de la obra de arte es su política. Hay obras que expresan grandilocuentemente su adhesión a la revolución y son conservadoras.
–Hay palabras que fueron tan vapuleadas en el siglo pasado, como revolución, izquierda, anarquía, que quienes las pronuncian hoy inmediatamente son interpelados. ¿Qué significa ser anarquista en el siglo XXI?
–Tengo una casa, hago trabajos rentados, tengo que facturar. ¿Qué tiene este tipo de anarquista? (risas). Pero trato de llevar a la práctica el anarquismo, hasta lo que me permite mantenerme dentro de la sociedad. No creo en el concepto de familia, aunque tengo una pareja fija –que también es una mala palabra para el anarquismo, que prefiere el amor libre–, no adhiero a los dispositivos mayoritarios, no por esnobismo o una mirada aristocrática, sino porque la masa es la articulación de un principio fascista que es manipulable, que también busca un padre que la guíe. Yo rechazo al padre y busco la horizontalidad. Yo trabajo de la forma más horizontal posible, entendiendo que un asistente de dirección es tan importante como un escenógrafo o un actor. Son pequeñas prácticas que tienen que ver con los afectos, con lo sensible. El concepto de otredad es fundamental para mí. El otro es todo, el otro me completa. Yo no soy, si no es con otro.
–¿De dónde viene ese anarquismo? ¿De su historia familiar? ¿De alguna práctica de militancia política?
–Mi padre era socialdemócrata y estaba muy lejos del anarquismo como votante de (Raúl) Alfonsín, pero rescataba los principios de igualdad, fraternidad y libertad de la Revolución Francesa como motores del crecimiento del sujeto y del colectivo. Yo para ser reactivo a mi padre, como buen discutidor de la familia, me puse mucho más a la izquierda. Cuando volvió la democracia, militaba en el Partido Intransigente, que era una mezcla de peronistas, comunistas y radicales disconformes. Era una bolsa de gatos. Rápidamente rechacé la bajada de línea de arriba hacia abajo y me abrí de la militancia. Pero siempre tuve una mirada de izquierda. Para ejemplificar mi postura anarquista, no le di el voto a (Daniel) Scioli. No podía. No podía optar por lo menos malo. Ahí está la postura de la vanguardia: extremar las condiciones para que todo se pudra y aparezca el cambio.
–El “cuanto peor, mejor” es más trotskista que anarquista, ¿no?
–Es verdad, eso es más trosko, pero el anarquismo también trata de generar el caos para que se pueda propiciar determinada experiencia modificadora. Lo digo con orgullo y con culpa el no haber votado a Scioli... No lo hubiese votado nunca, me he peleado con un montón de gente, de manera pública y privada, pero no podía votarlo. Sentía que estaba traicionando mis propios principios. Yo me he construido para poder decir que “no”. Y es un trabajo muy duro el poder decir “no”, porque los modos de producción trabajan de maneras muy seductoras. Y todos tenemos un precio, económico o simbólico, con lo cual hay que empoderarse mucho para poder decir “no”.