“Siempre de joven tuve ideas bastante revolucionarias. Mi marido trabajaba en Vialidad y tenía un tallercito mecánico. Había un muchacho que lo ayudaba a soldar, arreglar. Un día le dije: ¿por qué, en vez de cebarles mate y servirles bizcochitos, no te ayudo yo? La primera respuesta de Humberto, Toto, fue la esperable: “No vas a saber”. Ella tenía 19 años, hacía poco que se habían casado, pero la sumisión ya entonces no era uno de sus rasgos. Hebe de Bonafini aprendió a desarmar carburadores y soldar.
“Soldé todas las chapas del techo de mi casa y mi marido diciéndome: ‘Te vas a quemar viva’. Había que manejar un soldador, pasarlo por una piedra de alumbre, calentarlo con nafta y tapar con prolijidad el agujero porque eran chapas usadas, de primera clavadura se llaman”, explica y sentencia: “Viste que los hombres creen que las mujeres no sabemos, ni podemos”. A sus 89 años, esta mujer recibió a PáginaI12 en la Casa de las Madres, mientras organizaba la marcha por los 42 años del último golpe cívico-militar en la Argentina. La lucha por la búsqueda de sus hijos desaparecidos la transformó en un ícono pero su ímpetu arrasador empezó mucho antes.
Perteneciente a una generación forjada en hábitos conservadores, el feminismo no era un tema. Hebe revisa ese pasado y cuenta: “Cuando salimos todas a la calle, tuvimos la suerte de que nuestros maridos no nos lo prohibieran. Dejamos la casa, muchas dejamos de lavar, planchar... Mi marido primero no dijo nada, yo le dejaba la comida con cartelitos, la nena tenía 10 años, iba a quinto grado. El se iba a trabajar, yo salía muy temprano, llegaba Máxima y la llevaba a la escuela. El la iba a buscar. Hasta que un día me dijo: ‘¿Esto va a seguir así? ¿Cuánto tiempo?’”.
En la respuesta a la pregunta de Toto, ese hombre trabajador que disfrutaba del fútbol y del tango y que creía que así no se metía en política, Hebe puso otro mojón:
–A vos te conocí en la calle, hombres hay a patadas. Hijos son los únicos que tengo y no voy a parar de buscarlos. O te acostumbrás o acá terminó.
El no dijo más nada, se adecuó como pudo a ese torbellino y la acompañó. “Era un tipo más bueno que el pan. Yo le decía ¿por qué no me retás? y él me respondía ‘porque no hacés las cosas mal’. Tenía cosas machistas”, rememora y cuenta con picardía: “Nos habíamos hecho una casita de chapa y madera en el Dique (Tolosa, La Plata). El primer invierno, no teníamos ni calefón, él va a El siglo y se compra un sobretodo, sombrero inglés y zapatos sistema Descalzo. Me agarró un ataque, ¿a dónde se iba a ir a poner eso? Apenas íbamos a Punta Lara en camión. Hablé un mes seguido del tema, la culpa de todo lo que nos faltaba la tenía el sobretodo”.
Al frente
Esa vida de trabajo, sacrificios y reivindicaciones domésticas como mujer fue atravesada por el secuestro de sus dos hijos varones. Como dicen las Madres, ellas fueron paridas por ellos en la lucha. Se hicieron visibles, desafiaron sin miedo. Les habían quitado lo que más querían. “Enfrentamos a los milicos, nos peleábamos. No con los militares de cogote porque esos no aparecían nunca. Nos pegaban, nos llevaban y les seguíamos gritando”, dice la presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo.
El secuestro y desaparición de Azucena Villaflor, Esther Ballestrino de Careaga y María Eugenia Ponce de Bianco en diciembre de 1977 reavivó el terror. Ahora sí muchos maridos se resistían a que siguieran saliendo a la calle. “Las van a llevar a todas”, les repetían. Casa por casa se fueron convenciendo, madre por madre, otra vez empezaron de nuevo. Juntas era la única forma de fortalecerse y protegerse. Paradójicamente muchas sintieron que las empezaban a respetar. El terror no las había paralizado.
En ese derrotero de lucha, Hebe fue conociendo el feminismo. Un camino sinuoso. En el ’90 la invitaron a un acto en España durante la Guerra del Golfo. “Marchaban sólo mujeres, no me parecía bien que no dejaran participar a los hombres. La bandera que encabezaba decía ‘Que lave los platos Manolo’. Una burrada, Manolo no podía lavar los platos porque estaba en la guerra, las mujeres tendrían que haber impedido que fuesen a la guerra”, recuerda y va hilvanando encuentros en los que se fue acercando a la lucha de otras mujeres como las de Las Madres de Acari –la favela de Río de Janeiro donde trabajaba Marielle Franco, la concejal feminista asesinada el 14 de marzo–, a quienes conoció en el ’94 en Francia en unas jornadas organizadas por Danielle Mitterand. “Cuando volvieron mataron a las dos madres. Habían denunciado la masacre de 11 pibes.”
“Hoy el feminismo tomó otro carácter”, concede Hebe y marca diferencias: “Tampoco estoy de acuerdo con mostrar las tetas y echar a los hombres. Sería un mundo muy aburrido sin hombres. Yo disfruté muchísimo de mi marido, disfruté del sexo, fuimos novios siempre. No es un mundo de mujeres solas.”
“Nos criaron sometidas y hemos sido las madres y las maestras las que criamos a los hombres. Me gusta que las mujeres salgan a la calle con las cosas claras. Que defiendan a la mujer como ser humano, como ciudadana. Que las madres, cuando salgan a defender a sus hijos porque los mataron, no digan ‘mi hijo no robó’. Aunque hubiese robado tiene derecho a un juicio. No hay que matar a la gente. En su momento, las madres decían ‘mi hijo no hizo nada’. Yo dije ‘No, se los llevaron porque hacían, eran revolucionarios’”. La síntesis de Hebe de Bonafini tiende puentes en un proceso de concientización en el que distintas generaciones de mujeres avanzan en la construcción de su lugar.