En este país colapsado al que llegamos al menos en parte gracias (o desgracias) al peso que las imágenes tienen en desmedro de las ideas, probablemente la imagen que fue tapa de este diario y que se viralizó instantáneamente en las redes, coronará el carácter del gobierno provincial que mantiene presa a Milagro Sala –un gobierno que comparten la UCR y el FR–, y del gobierno nacional que lo ampara y lo defiende. La imagen de la joven diputada Mayra Mendoza agarrada brutalmente del cuello por un brazo de gladiador devaluado a caza-mujeres. Mientras con un brazo la acogotaba, con el otro la sujetaba con la violencia que revela el espasmo muscular de Mayra, que luego cayó al piso y comenzó a patear al aire como librándose de ese instante de asfixia y abuso de fuerza.
Todavía en shock, cuando le pusieron los micrófonos delante, lo primero que dijo fue “¿Dónde está Martín?”, refiriéndose a Martín Rodríguez, el concejal de Hurlingham que estaba con ella cuando comenzó la represión y que ese mismo gobierno mantuvo varias horas retenido en una comisaría. No es casual esa reacción en alguien que ya desde los dieciséis años, promediando el colegio secundario y en una época en absoluto propicia para ello, comenzó a militar políticamente. Se puede teorizar mucho sobre el sujeto colectivo, pero hay situaciones puntuales, límites, de extrema presión, que lo dejan visible y no hay mucho más que explicar. Mayra Mendoza no lloró cuando la estaban atacando ni cuando pudo liberarse de esos brazos policíacos y comenzó a defenderse en el piso. La voz recién se le quebró cuando pidió a los medios ayuda para dar con el paradero de su compañero. En ese mundo vive Mayra.
Casi la mitad de su vida, aunque es tan joven y parece tan frágil, la pasó trabajando a un ritmo frenético para organizar a los que estaban a su alrededor. Cuando era alumna en el Polimodal de la Escuela Normal de Quilmes, colisionaban en ella las tensiones políticas hogareñas, con una madre radical y un padre que simpatizaba con el peronismo. Pero esas tensiones se amalgamaron en un activismo prematuro, que sin embargo, como les pasó a los militantes de su generación en un primer choque con la realidad, concluyó en desilusión. Había militado por la Alianza y después vio los resultados. Egresó del secundario en 2001.
Mayra, generacionalmente, pertenece a los que todavía son jóvenes pero ya probaron el gusto amargo del falso bipartidismo, porque la militancia por la Alianza era además para impedir la continuidad del menemismo. Pero con un falso bipartidismo, ninguna alternativa fue real. Cavallo fue el ministro de Economía de ambos gobiernos. El modelo neoliberal, que jamás se llama a sí mismo por su nombre, se había asegurado el apoyo de los poderes fácticos.
Unos años después, aquella decepción tuvo un segundo capítulo que Mayra abrazó con toda la energía que se la ve desplegar. Néstor Kirchner llamaba a la transversalidad, y Mayra es uno de los cuadros más jóvenes y al mismo tiempo más curtidos en ese llamado. Cuando ya se había recuperado la ex Esma, cuando estaba en marcha el desendeudamiento y la Argentina giraba geopolíticamente para integrarse como miembro eje de la América latina que se miraba a sí misma, Mayra ya era kirchnerista. Una de las primeras cosas que hizo, cuando todavía no existía La Cámpora ni siquiera embrionariamente, fue plantarse en el Comité Radical de Quilmes e interpelar a la juventud. “¿No les hubiese gustado que De la Rúa hubiese hecho lo que hoy hace Néstor Kirchner?”, le preguntaba a un auditorio perplejo. Terminaron primero echándola y luego prohibiéndole la entrada. Cuando hicimos las entrevistas para el libro Fuerza Propia y me contó esa anécdota, me divirtió su remate: “Que poca capacidad para contener a una joven, ¿no?”
Por esa época de las entrevistas, Mayra comenzaba su trabajo como diputada. Pero al mismo tiempo, se negaba terminantemente a abandonar ni un milímetro su trabajo en la Unidad Básica Cristina Corazón, de la ribera quilmeña. Tenía un ajetreo en su vida que era difícil de asimilar mirándolo de afuera. Tenía días que empezaban muy temprano y terminaban siempre muy tarde, a lo largo de los cuales cada cosa era relevante. Estudiar un proyecto de ley, ver el estado de la vacunación en el barrio, controlar que un trámite especial girado a la Ansés para algún beneficiario con problemas siguiera su curso, cumplir su parte en la organización de cada marcha, y finalmente, cumplir con su rol de miembro de la Mesa Nacional de La Cámpora.
Uno diría que si hay soldados de Cristina, Mayra es una. Pero el lenguaje nos tiende una nueva trampa y la palabra “soldada” significa otra cosa. Mayra es mujer, como Milagro. Y no es casual ni está desprendido de la injusticia feroz que tiene lugar en Jujuy con la prisión de la líder de la Tupac Amaru, que el día de la lectura de los alegatos la imagen que detonó en este país haya sido la de Mayra acogotada por un policía que, entre otras cosas, si tenía orden de reprimir hubiese podido elegir a alguien de su tamaño, pero se inclinó por inmovilizar a una chica que pesa un tercio de lo que pesa él.
Se superponen prácticas autoritarias generales con la misoginia en bruto que presenciamos en este último tiempo, cuando los bajos instintos de esta sociedad parecen haberse concentrado al calor del visto bueno del poder. Se desquitan con las mujeres. Los que tienen mucho, poco o una porción de poder. En las mujeres es que ven, esos hombres pertenecientes a fuerzas de seguridad o no, la amenaza a un statu quo mucho más ancestral que el populismo que dicen repeler. El nuevo régimen global apela tanto a la emocionalidad sin texto, a lo brutal reprimido, al racismo, a la arbitrariedad, a la soberbia de su propia naturaleza, que se desmadra hacia el aplastamiento de todo lo que ve débil y presume fuerte. En el uso de la fuerza, muchas veces, lo que se ve es impotencia.