Desde que su padre le enseñó a leer, antes de ir a la escuela, Enrico alternaba la compañía de sus amigos con la lectura en la biblioteca del barrio. Las palabras y las letras de esas palabras resaltadas sobre el blanco le parecían mágicas, porque más allá de lo que significaban en el contexto, buscaba la historia de algunas de ellas que por distintos motivos lo conducían a un entramado maravilloso donde encontraba rasgos inadvertidos que le parecían esenciales. La T lo remitía a la cruz pero también fonéticamente al tañido de una campana y ni que hablar de la A, cuyo significado se graba en la cabeza del toro invertida y que determinó su ideología anarquista donde encontraba un modo de vida muy adecuado a su pasión por la filosofía y la literatura. Por esa pasión, soñaba escribir como Joseph Conrad y siempre llevaba una edición de bolsillo de Lord Jim, como si fuese la última pertenencia de la que quisiera desprenderse. Más allá de ese entramado, fundamento de cualquiera de sus logros posibles, tropezaba con la realidad ante la cual distaba mucho de ceder ya que pensaba que esa palabra referenciaba lo que la mayoría de la gente civilizada hace por su patria, religión o credo, con la conciencia tranquila: mentir, robar, matar y morir y como rechazaba adscribirse a semejante trazo, buscó otros medios de existencia, para lo cual, dicho sea el caso, no estaba muy preparado. Para colmo, su ideología no aventaba la precariedad que suele someter a quien no se ajusta debidamente al orden del sistema imperante, por consiguiente, Enrico rozaba el límite de una consistente precariedad. Por solidaridad, un amigo que ocupaba un cargo en el gobierno de la ciudad le consiguió un puesto de bibliotecario en una humilde biblioteca olvidada, en los suburbios. La tarea de acomodar los libros según el orden alfabético no lo incomodaba pero, dada su natural tendencia a leer los que pasaban por sus manos, perdía muchísimo tiempo en realizarla. La biblioteca raramente era visitada por alguien, salvo por las noches, en que alguno de los chicos de la calle solicitaban pernoctar en el lugar. Enrico les hizo un lugar entre los libros y muy pronto la biblioteca se transformó en un pequeño mundo con un acuerdo de reglas que favorecían la convivencia solidaria, rechazando las acechantes hostilidades del mundo exterior. Los chicos lo ayudaban a clasificar los libros y rápidamente la lectura se convirtió en una actividad predominante, con la cual mitigaban parcialmente las carencias del día, que no eran pocas. Una noche, cuando Pedro repartía la exigua ración de carne y unos trozos de pan anterior, Jaibo celebró con ironía: ¿No sería esta la famosa multiplicación de los panes? La risa, insuficiente para paliar el apetito no saciado, declinó ante el influjo de un tiempo incompatible con los autómatas de la época y cada noche leían en voz alta la Apología de Sócrates, el Martín Fierro o El Quijote, según la preferencia predominante en el momento. Al tiempo, casi todos habían adquirido el gusto por un tipo de lectura o por un autor preferido, y Enrico ahora los instaba a que ansiaran más. Incluso, para dar el ejemplo, al par que obtenía más recursos, tomó una cátedra en una escuela técnica de los alrededores. La lógica era una materia en la que no confiaba demasiado pero, al tomarla en serio, le promovió una suerte de fascinación e interrogación constante y trató de enseñarla con eficacia. Al finalizar el año había logrado su aceptación en un medio indócil y una suerte de modesta felicidad alentó un sentimiento de esperanza que Enrico había ignorado. Pensó en los años más difíciles de su propia vida, en los años de dictadura y en cómo se habían desvanecido tras una mayoritaria conciencia colectiva que reclamaba por un orden racional y más justo. Al fin de cuentas, se dijo, la educación y el privilegio de lo mental es una pauta fundamental de nuestro pensamiento anarquista. "No somos solo yo, nosotros", pensó, y con esta consigna volvió alegremente a la biblioteca. Charango, sumamente agitado, le salió al encuentro y le borró la sonrisa: "El Laucha y el Hippie se mandaron a mudar con la plata de la caja... Con el Zurdo y el Peque salimos a buscarlos y los encontramos chamuyando con la "cana" y decidimos volvernos". "No cedamos a esto", dijo Enrico. "No entremos en confrontaciones que no ayudan en nada". Cuando la exaltación se apaciguó, Enrico se extendió en las consideraciones de siempre, "No permitamos la violencia, los cambios deben lograrse por la persuasión, por el diálogo, y todavía más". Esa madrugada repensó en lo que había dicho. "Y todavía...", un adverbio de índole temporal que enlaza el pasado con el presente, pero ante el cual sentía una persistente decepción. "Lo único cierto acerca del pasado, pensó, es que nunca vuelve... es el tiempo muerto y de los que han muerto y los que mueren son siempre los mismos... son los Bello, los Kosteki y Santillan, los Papillon, los Maldonado, y tantos otros, sin siquiera nombres, residentes en una memoria que el tiempo se encarga de borrar aunque los inscriba sobre piedras o en la hoja que se transforma en hojarasca... El tiempo es siempre futuro, es lo que vendrá... una libertad posible de la que es difícil hacerse cargo".  Después de leer a la luz de la vela unas hojas de su libro, se durmió y soñó con Lord Jim a bordo del Patna.

A la mañana siguiente, cuando retomó las tareas habituales, sorpresivamente el Hippie llegó nervioso y agitado. Enrico tuvo que esforzarse para detener la agresión que se cernía sobre él. "Perdónenme, dijo: hasta el perro más limpio tiene sarna... la droga no me deja pensar...".

Vergonzosamente cabizbajo, agregó: esta noche viene la cana. Enrico se esforzó para desestimar la resistencia que querían oponer. Se habían encaramado sobre la violencia que insubordina a los desheredados de la tierra y contrariando su propio sentimiento, dijo: "Decimos que no hay nada mejor que las emociones, pero estas muchas veces nos aniquilan... Váyanse, busquen distintos refugios y dentro de una semana, a las siete de la tarde, nos reunimos en el anfiteatro: lleven la Apología...por si acaso". Todos rieron y aceptaron la orden... Enrico se sentó mirando el mágico progreso del crepúsculo cuya luz difuminada atenuaba los colores de las cosas de siempre. Se quedó un largo rato hasta que la noche se hizo más noche y abrió la puerta que golpeaban unos cuantos hombres de civil.

Uno de ellos lo inquirió: "¿Dónde escondiste a esos negros de mierda?" Enrico lo miró con un resto de asombro. El que lo dijo era más negro que el Charango o el Zurdo. Iba a decirle algo cuando un golpe lo tiró al piso. "Hablá, pelotudo, que si no la vas a pasar mal". Hizo un gesto y con temor balbuceó: "No sé, no sé".

Uno comenzó los destrozos. Otros lo siguieron, destrozando los ficheros, arrancando los anaqueles y despedazando los libros. Enrico estaba dispuesto a tolerar todo, pero uno de ellos tomó el Lord Jim y Enrico lo imprecó con palabras que surgieron más allá de sí mismo: "¡Dejá eso que  no te pertenece... Hijo de puta!" El tipo lo miró y no lo dejó decir más, lo borró de un balazo.

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