Ante cada pregunta, Eduardo Wolovelsky frunce el ceño, se acomoda los lentes, respira el aire que tiene a mano y responde concentrado. Discute con dedicación, casi por inercia, con una pasión a prueba de balas. Debate sobre todo, incluso, cuando pareciera no haber nada para debatir; problematiza las diferencias pero también duda de los acuerdos de quienes observan el mundo de la comunicación pública de la ciencia de una manera similar a la de él. Con todo, aunque es un provocador nato, el motivo de tanta revulsividad está a las claras: la única manera que los humanos tienen de construir conocimientos es a partir de la reflexión y no de la celebración. Desde hace tiempo, se opone a las vías hegemónicas para compartir los saberes científicos y apunta contra la ciencia-espectáculo, esa que genera impactos tan fugaces como el interés de los espectadores. Desde su perspectiva, ciencia y entretenimiento no van juntos a la par y aunque sabe que su tono genera polémica, también sabe que sus ideas invitan a un ejercicio tan noble como erosionado: el arte de pensar.
Wolovelsky es biólogo, autor de numerosos libros y coordina el Programa de Comunicación y Reflexión Pública sobre la Ciencia en el Centro Cultural Ricardo Rojas (UBA). Aquí opina sobre el modo en que se comunica ciencia y las estrategias para generar vocaciones en los más jóvenes, al tiempo que desarma el cientificismo y rescata las potencialidades de las preguntas más importantes de todas: las que no tienen respuestas.
–¿Cómo se comunica ciencia en la actualidad? En entrevistas pasadas critica su exacerbación como una práctica divertida y entretenida...
–El desarrollo científico-tecnológico constituye una de las fuerzas culturales más importantes del mundo contemporáneo. En este sentido, requiere de una reflexión profunda porque de lo contrario se vincula a la ciencia con una perspectiva religiosa y celebratoria: nos salvamos con los avances y descubrimientos que este universo propone. A veces pareciera que criticar el divertimento generase una sensación de amargura y de falta de perspectiva sobre el futuro, cuando en verdad no es ese el nudo de la cuestión.
–Se critica la religión en nombre de la ciencia y se reproduce, entonces, una ciencia construida en base a componentes religiosos.
–Exacto. Se construye un espectáculo para sostener a la ciencia como un artículo de fe. Aquí lo interesante es discutir los significados. Por ejemplo, pese a todas las virtudes que caracterizan a la teoría darwiniana de la evolución (que yo mismo enseño y respeto), vale la pena discutir en qué medida puede ser absorbida por la cultura cuando, en rigor de verdad, plantea que el hombre es un accidente de la naturaleza sin sentido alguno. Vivimos con el dolor de saber que no sabemos qué pasará. Pienso que hay que trabajar este tipo de interrogantes y que no se trata de tachar de retrógrado a quien manifiesta esta dificultad, sino a quien la censura y clausura el debate.
–¿En qué medida esta perspectiva celebratoria no incorpora al pensamiento crítico? ¿Por qué no es posible divertirse mientras se comunica ciencia y tecnología?
–El problema es que para lograr el espectáculo exitoso de la ciencia se resigna la posibilidad de construir una relación dialéctica con el público. Se transforma, más bien, en un acto publicitario por intermedio del cual se comparte una ciencia masticada. Por el contrario, hay un mayor compromiso con el conocimiento científico cuando se ponen en juego los aspectos críticos. Me refiero a los fracasos, a esos esfuerzos mentales que agitan los cerebros de los científicos.
–En este sentido, si la ciencia no tiene que ver con divertirse ni entretenerse, ¿cómo deberían concebirse las prácticas científicas desde su perspectiva?
–El camino de la ciencia tiene que ver con elecciones y con descartes, con esfuerzos y fracasos. En principio, cuando un lector elige qué leer sobre divulgación, está seleccionando; lo mismo ocurre con los científicos siempre que privilegian un campo del conocimiento muy específico y abandonan todos los demás. Ese divertimento atrapante de la ciencia-espectáculo muere apenas se apaga la luz del televisor y el interés se desvanece. Lo mismo ocurre con las charlas TED: el público asiste a un evento sin alma, ya que al expositor no es posible preguntarle nada. En verdad, el espectáculo debilita la importancia que tiene la ciencia y la tecnología para nuestro planeta.
–Ahora bien, ¿no cree que son necesarios estos discursos celebratorios para generar más vocaciones científicas?
–El espectáculo no estimula la vocación sino que fabrica espejismos e ilusiones de realidades que no son. La curiosidad científica en los jóvenes se estimula a partir del tratamiento de problemas importantes, cuando se genera un interés en la profesión social que estudiarán en el futuro. Para los docentes de escuela secundaria, se trata de enseñar contenidos para preparar a los adolescentes de cara a un mundo que ni siquiera sabemos cómo será.
–¿Qué entiende por espectáculo? ¿El contenido de lo que se comunica o bien el contexto (la forma) que sirve de marco?
–Es que el contexto televisivo puede estar impreso en la didáctica utilizada para explicar en cualquier sitio, incluso en un aula. No tiene que ver con los instrumentos –las cámaras, las luces y el sonido– sino más bien con entender que explicar un tema importante lleva tiempo; es imposible aprender una teoría en dos o tres minutos. El aprendizaje es un proceso de largo aliento que debe ser sostenido con errores y virtudes; mientras que el espectáculo puede operar como un pequeño empuje pero de ninguna manera debe ser la forma final, aquello a lo que aspiramos cuando divulgamos. La forma no es un detalle menor, sino que hace al contenido.
–Ante la ciencia-espectáculo, ¿cuál es el lugar del espectador?
–El espectador se convierte en alguien que queda impactado con aquello que recibe, ante el poder de un estímulo efímero que no motoriza la reflexión. A contramano de lo que se piensa, leer un buen artículo implica un esfuerzo de deconstrucción. Cuando era adolescente me compré El origen de las especies, lo leí con un esfuerzo enorme y no entendí nada, sin embargo, eso me empujó a querer saber más. Más tarde volví a intentarlo y lo logré, y pronto tuve todo más claro. Creo que aprender se trata de eso, de volver una y otra vez frente a lo desconocido, de no entender, de buscar algo –casi– de manera desesperada.
–¿Qué piensa de aquella premisa que señala: “la ciencia está en todos lados”?
–Como la ciencia forma parte de la cultura parecería que sus ideas pueden identificarse en cualquier rincón del universo social, sin embargo, eso no equivale a afirmar que está en todos lados. Es lo mismo que decir “la ciencia está presente en la vida cotidiana” y lo que ocurre es que no sabemos muy bien qué es la vida cotidiana para los argentinos. Pensarlo de ese modo es aplastar la imaginación humana y como decía William Blake: “la imaginación no es parte de la vida, sino que es la vida”.
–¿A los argentinos les interesa la ciencia?
–A la gente no le interesa nada de forma masiva; ni la ciencia, ni el arte, ni la pintura, ni las novelas, nada. Con la docencia ocurre lo mismo, ¿debo exigir que todos mis alumnos se interesen por mis clases? Creer que podemos interesar a todos produce una gran frustración, por eso, lo importante no es que el acceso al conocimiento sea masivo sino público. Bajo la premisa de intentar seducir al público, en muchos casos, se producen actividades de divulgación casi dramáticas que menosprecian las cualidades del público-masa. Está claro que los lectores no son especialistas y que hay realizar un trabajo de traducción, pero hay que comprender que no es necesario que se entiendan todos los aspectos técnicos sino los significados culturales que ello conlleva. Reducir el problema de la bomba atómica a que unos malos científicos realizaron una aplicación nefasta de sus conocimientos es comprender la mitad de la historia.
–Algunas veces, ciencia y conocimiento se plantean como equivalentes, cuando en verdad la ciencia es una manera muy específica de producir y distribuirlo.
–Es la perspectiva cientificista que mina el sistema, que olvida el contexto, que tiene un problema de desubicación. Además, ese determinismo puede generar lo contrario: una revuelta contra la razón, una perspectiva que deslegitima lo que se produce e, incluso, la expansión de teorías conspirativas que nadie sabe muy bien cómo contener. Tendemos a valorar mucho quien domina cierto saber especializado –y eso es bien merecido– pero también tenemos que rescatar a aquellos que no se concentran en nada específico, aunque tienen la virtud de ofrecer una perspectiva más general acerca de la realidad. El cientificismo se construye como una utopía que debe ser llevada a la realidad y eso puede conducirnos, a contramano de nuestros propósitos, a las peores distopías.
–Por último, ¿por qué es necesario comunicar la ciencia?
–La ciencia nuclea aspectos políticos, económicos y culturales, por eso, imaginar que existe una clase sacerdotal que puede decidir de manera monopólica sobre las políticas en el área constituye un riesgo que nos podemos permitir. La comunicación pública de la ciencia tiene que animarse a sostener preguntas para las cuales no hay respuesta; y la ciencia debe ser eso: una discusión perpetua que nunca se clausura; un diálogo abierto y franco, sin espacio para los salvadores ni dioses de ningún tipo.