“Las orejas de los caballos de pie se recortan sobre el amanecer cerrado. Una chica patina en rollers sobre el parquet de un departamento vacío. En el jardín con color de lluvia, un rosal blanco con rocío”. Así, con una cadencia descriptiva cercana a las ambiciones poéticas, comienza la breve sinopsis de Borrá todo lo que dije del amor porque no sabía bien quién era, la ópera prima de la pampeana Guillermina Pico, que se estrena exclusivamente en la sala Gaumont luego de circular por festivales cinematográficos durante casi dos años. De manera similar comienza también la película: imágenes de caballos enmarcados por el amanecer, seguidos por otras de árboles, plantas y flores, registradas en planos detalle que bien podrían haber sido encuadrados por alguien que, luego de comprar una cámara de video, se esmera en probar las características de su lente y las posibilidades de su foco. Y si la experimentación es aquí el eje formal más evidente, no lo es tanto como en un caso típico de prueba y error audiovisual.
Lo de Pico es más cercano a la idea de búsqueda, como si se tratara de un diario íntimo que reemplazara el collage de recortes, trazos, garabatos y frases anotadas al pasar por fragmentos de videos familiares, clips de viajes y estadías en el extranjero y la observación paciente de aquello que la rodea, lo natural y lo humano. De esa manera, más que una intención transparente o, mucho menos, un relato, lo que parece querer transmitir la realizadora (que viene de dirigir varios cortometrajes, entre ellos El pasito de onda y Yo, Natalia, este último ganador del premio a Mejor Corto en el Bafici 2009) es una serie de impresiones, de sensaciones, de sensibilidades. Que no por personales dejan de tener un alcance universal o, al menos, más amplio que el de la propia subjetividad.
No todas las instancias de la película logran dar en las teclas sensibles que intentan hacer sonar y reverberar y, en más de una ocasión, lo evidente no logra trascender su propia silueta (un travelling es, a veces, sólo un travelling, lejos de cuestiones morales e incluso estéticas). En otros, en cambio, el choque de las imágenes de algunos de los miembros de su familia durante una reunión, tomando el sol de la tarde o bailando al lado de la pileta convocan a ese entramado de instantes y huellas que solemos llamar memoria. Porque lo de Pico es, también, un asunto de familia: en las charlas y en algún que otro juego, en el ensayo de una canción o en la compra de una nueva planta para el jardín, se vislumbran vínculos profundos, en particular con su hermana. “No sabía que tenía que aprender algo del tiempo”, reza una placa, como si se tratara de una entrada importante de ese diario. La mirada de una abuela, recostada sobre la cama, parece reafirmar ese nuevo conocimiento. O quizás iluminación: el tiempo, como el amor, no es un concepto estático y es necesario apre(he)nderlo varias veces en el transcurso de una vida.