Murió Andrés Rivera. En Córdoba, que es donde seguramente hubiera elegido morir porque es el lugar donde dos veces eligió vivir.

La primera, en los fragores de los años 60 y las asambleas de los mecánicos, cuando ya era un escritor reconocido y miembro de pleno derecho de la generación de intelectuales que había abrazado literatura y revolución sin que esto guardara la menor similitud con las pestilencias del realismo socialista (Juan Gelman, Juan Carlos Portantiero, Tito Cossa).

Y en 1995, cuando caídas muchas ilusiones acompañó los bríos de su mujer, la historiadora Susana Fioritto, cuando ella abrió en Bella Vista, un barrio obrero de las afueras del Córdoba,  una biblioteca popular y el centro de documentación de historia de la clase obrera Pedro Milesi.

Rivera nació Marcos Ribak un lejano diciembre de  1928 en el barrio de Villa Crespo, donde crepitaban como si estuvieran a la vuelta de la esquina los fulgores de la Revolución de Octubre. Y se despidió de la vida este 23 diciembre, a las 3 de la mañana, en Córdoba. Se cayó, se rompió la cadera, lo operaron y no salió del quirófano.

Fue el hijo único de dos obreros judíos, militantes sindicales, comunistas. Su madre, Zulema Schatz, una ucraniana de Proskurov, llegó huyendo de los pogrom.  Su padre, Moisés Rybak, ya era comunista en Polonia y fue un austero secretario de la Federación Obrera del Vestido en una época en  que los sindicatos unían a la defensa de las reivindicaciones obreras la organización de escuelas libres o de agrupaciones filodramáticas en las que se reflejara su vida y su lucha. Los avatares de la clase obrera fueron la leche y el pan que nutriría su niñez y sus convicciones de toda la vida. Andrés también fue un obrero textil, tejedor de seda en los talleres de Villa Lynch, que rápidamente se convirtió en escritor y periodista.

En sus primeros textos -El precio, Los que no mueren, y tres libros de cuentos-, aparece ese mundo dominado por la lucha de clases: activistas obreros que son morochos fornidos de provincias o inmigrantes que hablan una mezcla de porteño e idish; los cosacos de los pogrom y los petiteros fascistas de la Liga Patriótica;  la revolución de octubre y el 17 de octubre.  El conventillo, los amores, los abandonos, las traiciones, las primeras disidencias.

En 1964 Rivera fue expulsado del PC y viró hacia el maoísmo: el Cordobazo lo va a encontrar militando en el Smata de René Salamanca. De esa época data la furiosa y dolida descripción de un famoso poeta contemporáneo: “Llenó de semen y lágrimas la cama de sus amigos”.

Después de Ajuste de cuentas (1972), vino la derrota y un largo silencio. Que se rompe estruendosamente diez años después con “Una lectura de la historia” (1982). Rivera ha cambiado su lenguaje, que avanza hacia un laconismo cada vez más preciso, descarnado y contundente. Pero también la historia argentina irá adquiriendo un lugar central en su narrativa. Al tío trotskista Feiguele y a las desdichas de los judíos de Poskurov o los tejedores bonaerenses de Villa Lynch se le sumarán los militares genocidas, Castelli, Rosas, el Manco Paz, el apropiador del cadáver de Evita, los jóvenes desocupados que observa desde la puerta de su casa en Bellavista. En esta dulce tierra, La revolución es un sueño eterno, El amigo de Baudelaire, El farmer son algunas de las muchas novelas en las que examina, denuesta, acuna, se conduele, se las formas de lo argentino. Y alumbra un concepto inolvidable: ser argentino -dice Andrés a través de Cufré, el protagonista de En esta dulce tierra-, es “Pelear contra toda esperanza”.

Andrés Rivera recibió muchos premios y nunca mezquinó sentar posición ante una causa que le pareciera justa.

Además, fue un buen periodista, y maestro de periodistas. Entre otros, de quien firma esta nota.

Probablemente ser argentino sea luchar contra toda esperanza. Ojalá le haya quedado en el rescoldo la ilusión de alguna victoria.

 

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