Para Roberto Vega y Toto Míguez

 

 

Cuando mi cuerpo descansa bajo esa larga sombra que proveen los fresnos y ese orgulloso ibirá pitá, cuando recostado en esa reposera que fue de mi padre y que yo usufructo imperioso y sin piedad, cuando el bullicio de los pájaros arremolina plumas solitarias, con las luchas de las calandrias y las pirinchas y los pacíficos horneros que picotean el césped recién cortado por mi hermano, y comen de allí bichitos de la tierra, alguna lombriz sola como indio loco, dicen en mi pueblo, una lombriz solitaria pero no en el sentido de una Taenia saginata, sino de una habitante de la tierra cada vez más sola, perseguida por los pesticidas al uso.

    A veces paso mucho tiempo para visitar mi pueblo, mi barrio de cuatro manzanas, mi parva de recuerdos, mis amigos que ralean cada vez más con sus partidas, con su reunión en el cielo de los pobres, que no debe ser tan intolerable, aunque es definitivo. Tan definitivo como el sol que rueda detrás de las altas casuarinas oscuras, los eucaliptus y los pinos solitarios en el río ancho de ese atardecer que viene pus y sangre encima nuestro.

    Me cuesta mucho trabajo, un esfuerzo cada vez mayor para imaginar esta calle hoy pavimentada y muy concurrida por todo tipo de vehículos, con ese recuerdo de cuando era una cortada que cubría un leve manto de gramilla. Esa gramilla que conocía el peso de nuestros pies descalzos en la levedad furtiva de nuestras espontáneas travesuras.

    Recientemente, en un encuentro con mis amigos de siempre ‑Toto Míguez y Roberto Vega‑ que le debemos a la generosidad de Marcelito Fiordani, repasamos aquella infancia que me parece sueño. Sin embargo, ellos están allí, firmes con sus anécdotas, para dar fe de que no vivo en un ensueño, en una burbuja que tantos años de ciudad me produce. Y hablamos como si todavía estuviera esa hilera de paraísos coposos que alguien había plantado un poco simétricamente, en lo que podríamos decir con recuerdos y sigilo, "la vereda de mi casa".En una siesta yo esperaba a Roberto que había iniciado su venta de helados Balagué, con su carrito que tiraba un caballo macilento, con su toldito blanco, cuando lo veo ingresar a esa cortada donde yo lo esperaba para pedirle un trozo de hielo que llevaba para conservar los helados, y eventualmente un pequeño helado de 50 centavos, con la crema al medio y las tapitas que la protegían. Recordamos la anécdota, yo, descalzo, el mancarrón, nervioso, se espantaba las moscas y de pronto me pone una pata sobre mi pie descalzo y me lastima. Roberto me puso sal, que ayudaba a mantener el hielo, y el hielo mismo para que me refrescara. Curioso, le pregunto por su edad al comprobar que la anécdota era recordada por él. "Yo tenía 9 años", me dice, y yo le contesto: "íY ya trabajabas!Entonces yo tenía 6", le digo, "qué suerte, porque actuaste como un hermano mayor". ╔l vivió unos años frente a mi casa hasta que se mudó de barrio, pero nunca se olvidó de nosotros, y jugamos al fútbol en el mismo equipo, con Toto también, hasta que me vine.

    Roberto siempre jugó de arquero. Más preocupado por lesionar a un rival en el área cuando salía a tapar un centro y que a veces se le escapaba la pelota de la mano. Esta vez me traje una anécdota que no conocía. El equipo del club llegó a una final cuando yo ya no estaba. El partido ‑me dicen‑ se jugó en G¸deken. Y uno de los adversarios le pegó muy mal a Pili Míguez, hermano menor de Toto, produciéndole una larga herida a lo largo de toda la pierna. Roberto, calentón y fiel con los amigos, se cruzó la cancha y lo quería pelear. Cambiaron unas palabras y el árbitro puso orden.

    ‑ ¿Vos sos guapo?‑ le espetó el otro.

    ‑ Muy guapo, te espero en el área.

    Y así fue que, en una pelota de alto, mi amigo Roberto, el arquerito heroico, fue con los dos puños no a la pelota, sino al rostro del delantero y lo noqueó. Lo durmió, y lo sacaron en camilla, olvidándose de la pelota que quedó picando y otro delantero la empujó a la red. No obstante, ganamos dos a uno.

    Lo que no entendían ni Toto ni Roberto al recordarlo era cómo el árbitro no vio el golpe de Roberto, o tal vez lo vio y prefirió enfriar el partido porque era muy áspero hasta allí y se trataba de una final.

    Reflexiono, pienso, no sé si le conté a otro amigo entrañable, el querido Negro Cárdenas que vive en Posadas, por qué ellos están ‑digo, Roberto y Toto‑ en el rincón más primario, más íntimo, son como la certificación hecha acto y figura de que yo tuve una infancia. Era en un pueblo de llanura cruzado por los pájaros, los patos que chillaban en la noche, yendo a dormir a los cañadones llenos de juncos y espartillo, las noches modestas en nuestras casas humildes de toda condición, que recibían nuestros sueños grandes sin saber entonces si alguna vez se cumplirían.