Suponga el lector que es el feliz propietario de una fábrica de tornillos (para no recurrir al ejemplo de la fabricación de alfileres). ¿De qué dependerá su éxito económico? Existen muchas respuestas vinculadas a la eficiencia microeconómica y a los costos de producción, pero antes siempre habrá otra razón: los ingresos dependerán primero de vender tornillos. Si nadie compra tornillos no habrá eficiencia micro ni estructura de costos que contrarresten la falta de ventas. Si se venden muchos tornillos, por ejemplo porque toda la economía está creciendo, hasta se podrán disimular las ineficiencias, aunque seguramente se pagarán luego en la baja del ciclo, quizá hasta con la “destrucción creadora”. Pero el punto principal es que nada reemplaza a la demanda, a vender tornillos. La demanda siempre conduce.

Para el conjunto de la economía esta demanda es la suma del consumo, la inversión, el gasto público y las exportaciones netas. Estos son los motores de la economía. Sobre la base del comportamiento de estas variables o agregados macroeconómicos, en un artículo publicado en este espacio el pasado 3 de enero, escrito en la última semana de 2015, se predijo, contra el consenso de las consultoras y los economistas del establishment, que 2016 sería un año recesivo y que no habría ninguna mejora en el segundo semestre.

La tarea del economista no es la predicción, aunque sea una de las principales demandas hacia la profesión. Sin embargo, como también se dijo aquí, la economía es una ciencia, lo que significa que tiene leyes y, por lo tanto, los procesos que describe están sujetos a relaciones causa-efecto. Si se tiene una buena teoría, es decir; una que describa correctamente el funcionamiento de los fenómenos que se intenta explicar, será entonces posible predecir las tendencias. Mucho más difícil, y seguramente menos importante para la comprensión del funcionamiento social, es ponerle números exactos a las variaciones, pronosticar por ejemplo, que la caída del PIB será del 2,3 o del 2,7 por ciento. Aunque todas las variables son cuantificables, mejor dejarles esa tarea a los gurúes y a los creadores de expectativas.

Para 2017 el nuevo consenso sostiene que el año próximo la economía crecerá entre un 2 y hasta un improbable 5 por ciento. La pregunta inmediata es cuáles serán los motores que tirarán del carro de la demanda para que ello suceda. Hace un año el panorama del porvenir era muchísimo más claro. Después de la devaluación “liberadora” de los controles cambiarios era muy fácil predecir la caída del consumo, más aun cuando el shock tarifario que finalmente se produjo era una decisión tomada. Por aquellos días, nadie en su sano juicio habría previsto que los salarios le ganen a la inflación. Sobre esta base también se pudo adelantar el comportamiento negativo de la inversión y, en un contexto internacional adverso, fue posible decir que la devaluación no impulsaría las exportaciones, como finalmente sucedió. Por último, el gasto público en términos reales también se contrajo en todos los rubros.

Mirando a 2017 también existen algunas predicciones sobre bases muy claras. La primera es que el mundo de la era Obama no existe más. La Reserva Federal ya aumentó tasas y las seguirá aumentando, lo que impactará negativamente en los precios de la commodities, con la excepción del petróleo, que no tiene precios guiados por el mercado, sino que dependen de un cartel, la OPEP, que ya decidió un cambio alcista. A ello se suma la virtual descomposición política de Brasil, lo que en su economía se traducirá en la persistencia del ajuste y la contracción, con efectos en toda la región. En consecuencia, debe esperarse poco en materia de exportaciones e inversiones productivas del sector privado, extranjeras y locales. Luego, aunque se informe el aumento del gasto social a partir de la sanción de la ley de Emergencia Social, ello no representa siquiera lo perdido por vía inflacionaria. Lo mismo puede decirse en materia previsional donde la presunta reparación histórica tampoco significa una recuperación real de ingresos. En paralelo ya se anticiparon aumentos de naftas y tarifas a partir de febrero, lo que permite descartar de plano la meta inflacionaria por debajo del 20 por ciento prevista por el BCRA, al tiempo que se siguen recortando partidas presupuestarias y comprendiendo al déficit fiscal como causa y no como efecto. Finalmente, de la ley de Presupuesto sancionada por el Poder Legislativo no surge precisamente un shock de inversión pública que contrarreste al resto de las variables.

En principio todo parecería conducir nuevamente a un escenario fuertemente contractivo. No será así necesariamente. La actual administración podrá ser dogmática, podrá tener una concepción equivocada del funcionamiento de las principales variables económicas, pero el shock redistributivo ya se produjo en 2016. En el escenario 2017 la existencia de una democracia formal funcionará como límite. Si la Alianza PRO quiere evitar el suicidio político será un imperativo revertir las tendencias. No está en absoluto claro si logrará cambiar las expectativas, pero es seguro que lo intentará y que pueden predecirse las herramientas a las que acudirá en el intento. La primera será la obra pública. Se espera que en el primer semestre la ejecución de obras duplique los deprimidos niveles de 2016. No obstante, considerando que no se alcanzarán niveles chinos, la inversión pública tendrá un efecto multiplicador limitado sobre la demanda agregada. La clave estará en la segunda herramienta, la más tradicional y kirchnerista de todas: el consumo, variable que representa alrededor de dos tercios de la demanda agregada. Aunque ortodoxos, los economistas oficialistas saben que contablemente existe una sola manera para reactivar rápidamente el consumo: que los salarios le ganen a la inflación. Ello se consigue o aumentando mucho los salarios o bajando mucho la inflación, o por una combinación de ambos procesos. El gobierno intentará mantener a raya las paritarias, pero hará hincapié en el segundo factor: la baja de la inflación. Su instrumento principal será una apreciación cambiaria relativa, es decir; la cotización del dólar crecerá por debajo de la inflación. Dado el magro desempeño que tendrán las exportaciones, dicha apreciación demandará, como está previsto, la continuidad del ingreso de divisas, tanto vía más endeudamiento como tasas altas, pero con un contexto externo más adverso que el de 2016.

Las conclusiones provisorias para 2017, entonces, son principalmente dos. La primera es que, si todo sale bien, la economía podría recuperar en 2017 algo de lo perdido en 2016, con lo que se llegaría a fines del próximo año con un crecimiento cero respecto a 2015. La tasa de crecimiento dependerá de la relación entre salarios e inflación. No es seguro que funcione, pero se intentará. En ese caso, también podría ponerse en marcha algo de la capacidad instalada ociosa. La segunda conclusión es la evidente insustentabilidad de un modelo basado en el endeudamiento y sin un proyecto de desarrollo y que, en consecuencia, cualquiera sea el resultado de 2017, lleva en sí un ajuste seguro e inevitable para 2018.