¿Qué pasaría si la economía francesa redujera la carga impositiva sobre PIB del 47,0 al 12,5 por ciento? ¿Y si necesitara solo uno de cada diez empleados para producir la misma cantidad? Podría verse como un salto de competitividad, pero ¿cuál sería el impacto social? Puede parecer exagerado, pero es lo que está ocurriendo al interior de la economía global con cuatro empresas (Google, Apple, Facebook y Amazon) que sumadas equivalen al PIB de Francia. Mientras siguen creciendo, inspiran a otros emprendimientos 2.0. ¿Cuál es el impacto que tiene estos monstruos que se plantean como empresas ideales en la economía global? La lista es larga.
La publicidad
Alphabet (matriz de Google, entre otras empresas) y Facebook, con menos de veinte años de existencia, hoy miden sus economía en miles de millones de dólares. Lo lograron gracias a numerosas razones, entre ellas, haberse transformado en mediadores digitales de vínculos sociales como la amistad o la necesidad de reconocimiento y estatus social, profundamente entretejidos en las subjetividades humanas.
Si bien las empresas utilizan distintos modelos de negocios, en buena parte su extraordinaria rentabilidad se debe a que millones de usuarios de redes como Facebook o YouTube los proveen de los contenidos y no necesitan, como los medios anteriores, pagar a periodistas, camarógrafos, locutores o guionistas. De esa manera los usuarios producen la atención que las empresas explotan con publicidad. De esa fuente Google y Facebook obtienen más del 90 por ciento. Es decir que los principales representantes de las nueva economía se nutren de la misma fuente que la mayoría de los medios tradicionales con consecuencias desastrosas para estos últimos: el cierre de diarios, canales, revistas, reducciones de personal en medios masivos no es solo un fenómeno local. Todos pelean por la misma torta y es fácil saber quién está perdiendo, incluso con consecuencias políticas colaterales como el fenómeno de las noticias falsas entre otros.
Recursos que ya se distribuían mal entre los medios y multimedios del mundo ahora se concentran aún más en las manos de estas dos empresas que siguen creciendo en un mercado publicitario cuyo crecimiento global es mínimo o inexistente. Pero además estas dos empresas lo hacen con una eficiencia mucho mayor que las tradicionales. Según un extenso informe del periodista Scott Galloway en la revista Esquire, solo necesitan un 10 por ciento de los empleados que requieren sus competidores gracias a la creciente automatización de las tareas. El resultado es un margen de ganancia muy superior al de sus competidores, que, a su vez, les permite avanzar sobre ellos quedándose con una porción cada vez mayor de la torta.
Romper todo
Cuando en junio de 2017 Amazon compró “Whole Foods”, una cadena de comida orgánica, por 13.700 millones de dólares la cotización de otras empresas del rubro cayeron entre un 5 y un 9 por ciento en 24 horas. Algo similar ocurrió cuando anunció que entraría en el mercado odontológico y el farmacéutico. ¿Por qué ocurre esto? Porque Amazon tiene el 44 por ciento del creciente mercado de compras virtuales y el 64 por ciento de los hogares estadounidenses está suscripto a su servicio “Prime”: sobre esa base puede reacomodar el equilibrio del cualquier mercado en su favor.
¿Y Apple? La empresa de la manzanita ha logrado la magia de vender estatus con sus aparatos electrónicos. No es la única, pero lo hace de una manera más exitosa que le permite, por ejemplo vender celulares a cerca de tres veces su costo. Además mantiene a sus clientes, generalmente de clase alta o que aspira a serlo, dentro de un ecosistema de productos y servicios que funciona como confortable jardín cerrado. Para reforzar las vallas que dificulten la entrada de competidores apela a prácticas como retrasar las actualizaciones de los servicios que compiten con otros propios. Otro ejemplo: a fines de 2017 recibió más de sesenta denuncias por ralentar la velocidad de los modelos más viejos (5, 6 y 7) para “incentivar” a sus clientes a renovar el equipo.
Estos ejemplos son solo la punta del iceberg de prácticas habituales en estas empresas, las cuáles les ha permitido alcanzar una facturación que sumada alcanza el PIB de Francia. Podría decirse que es, al fin y al cabo, capitalismo con algunas pinceladas de excesos. Pero incluso en el capitalismo, las empresas exitosas deben pagar impuestos: el problema es que una cuidadosa ingeniería impositiva les permite pagar mucho menos que otras empresas. Mientras que las quinientas empresas más grandes de los Estados Unidos pagan en promedio un 27 por ciento de sus ingresos como impuestos, Apple paga un 17, Google un 16, Amazon un 13 y Facebook, registrada en Irlanda, un magro 4 por ciento. Es decir que redistribuyen socialmente poco de sus enormes márgenes de ganancias tanto laboral como impostivamente.
Monopolios
En Estados Unidos existe, aún entre los más liberales, la idea de que la competencia es necesaria. Por eso no resultó tan sorpresivo que en 2016 Trump advirtiera que no permitiría la fusión de AT &T con Warner. Sin embargo, las empresas GAFA quedan afuera del radar pese a tener porcentajes enormes de sus mercados y obstaculizar permanentemente el surgimiento de competidores. Por ejemplo, cuatro de las cinco aplicaciones más usadas en los celulares del mundo –Facebook, Instagram, Whatsapp y Messenger– pertenecen a la empresa del pulgar azul y recaban datos monetizables permanentemente.
Google realiza cerca del 92 por ciento de las búsquedas en Internet, un mercado valuado en más de 92.000 millones de dólares. Por posiciones dominantes mucho menores otras empresas fueron obligadas a dividirse o cesar con prácticas que dificultan la competencia. No deja de ser paradójico: habitualmente se cita el fallo de la justicia estadounidense de 1998 en contra de Microsoft por prácticas monopólicas (sobre todo por incluir el Internet Explorer en Windows para quedarse con el mercado de los navegadores) como la puerta por la que se coló Google. En ese momento se entendió que las prácticas de la compañía de Bill Gates atentaba contra la innovación y dificultaban el surgimiento de nuevos competidores que ofrecieran alternativas a los consumidores.
Hay indicios de que la situación es, como mínimo, similar en la actualidad. En 2013 la red social Snapchat rechazó una oferta de Facebook para comprarla por 3000 millones de dólares. Facebook había comprado Instagram, un año antes por solo 1000 millones de dólares El resto de la historia es conocido: Instagram creció imparable gracias a una fuerte inversión en desarrollo y gracias a la capacidad de Facebook de influir en el flujo de navegación de los usuarios con algunos pequeños retoques de los algoritmos. Las nuevas startups deben buscar nichos aún vacantes (que son cada vez menos), venderse a los grandes o perecer.
Es cierto que, con bombos y platillos que en Europa se obligó a Facebook a pagar una multa de 122 millones de dólares por haberle mentido a la Unión Europea al explicar que los datos de Facebook y Whatsapp (adquirida por la primera en 2014) no se cruzarían. Google por su parte fue condenada a pagar 2700 millones de dólares por prácticas anticompetitivas.
Pese a que pueden parecer cifras significativas, no lo son cuando se las compara con los ingresos que generaron violando esas leyes. Es que en realidad, las empresas que viven de la llamada “economía de la atención”, deben competir por un bien finito; el ser humano puede “ofrecerles” un máximo de 16 horas de vigilia por día tanto para consumir como para producir contenidos. Miles de aplicaciones compiten por ese recurso limitado que luego monetizan de distintas maneras (publicidad mayoritariamente, pero también abonos, servicios, comisiones a los proveedores). El CEO de Netflix lo resumió recientemente: “nuestros principales competidores son Facebook, YouTube y el sueño”.
Por eso, estas empresas deben recurrir a todo el arsenal del que disponen para atraer las miradas sobre la pantalla. Un creciente número de ex trabajadores de empresas de tecnología viene denunciando las distintas formas en que las aplicaciones interpelan a las personas con todo tipo de recursos mayormente inconscientes para secuestrar su atención. La Asociación Pediátrica Americana insiste en recomendar que se reduzca a un máximo de dos horas la cantidad de horas de los chicos frente a las pantallas o evitarlo en menores de dos años. La abstinencia de quienes pierden su celular es solo otro de los efectos colaterales de esta competencia de mercado.
La fiebre de los datos
Sobre este tipo de modelos de negocios y otras variantes se montan empresas como Netflix, AirBnB, Uber o Spotify. En general lo hacen canibalizando otros mercados (cine, turismo, transporte y música, en estos casos) con mayor eficiencia que sus viejos competidores. Pero en su propio éxito concentran los ingresos que les permite comprar o destruir competidores y reforzar su posición aún más. Estos modelos, de por sí problemáticos en sus países de origen, pueden resultar en nuevas formas de colonialismo 2.0 en el Tercer Mundo de donde toman divisas trabajosamente ganadas a cambio de bits y datos.
Solo en los últimos años estas empresas han comenzado a perder su aire de modernidad juvenil para ser percibidas como lo que son: empresas que deben maximizar su ganancia negando el daño que ocasionan. Es por eso que cada vez más voces se levantan pidiendo regulaciones. Otros temen que ya sea demasiado tarde.