En las últimas semanas, el Indec difundió muchos datos “sociales” de la economía que completaron la evolución de 2017, en concreto los de pobreza y empleo. El gobierno hace bien en disfrutarlos, pues serán los últimos relativamente positivos que podrá mostrar si persiste en su política económica post electoral.

En economía, dado el estado actual del arte desarrollado a partir de la cuarta década de siglo XX, no existen mayores sorpresas. Frente a la necesidad del oficialismo de no perder las elecciones de medio término luego de la recesión de 2016, pérdida que habría significado un verdadero desastre político para un gobierno de minorías que sorteó el balotaje de 2015 por apenas un par de puntos, la opción elegida para 2017 fue empujar levemente la demanda agregada en los meses previos a los comicios: se aumentó el gasto, especialmente en obra pública, se promovió la expansión del crédito al sector privado, se postergaron los aumentos tarifarios, se ancló el tipo de cambio y se relajaron las paritarias.

El resultado no se hizo esperar, los precios se estabilizaron, se produjo un leve repunte del crecimiento, con profundización del déficit de la cuenta corriente, y una igualmente leve recuperación en los indicadores sociales asociados, como los citados de pobreza y desempleo. Fueron acciones claras y precisas que demuestran que los hacedores de política gubernamentales, aunque pregonen una teoría económica ofertista inconsistente y errada, no son inútiles y saben muy bien qué hacer para mover en la dirección deseada las variables fundamentales.

El problema para el mundo del trabajo, es decir para las mayorías populares, es que las acciones de 2017 no constituyen el objetivo de largo plazo de la política económica. Sólo buscaron un reaseguro electoral para el modelo, un dato clave para no afectar la continuidad del financiamiento externo. Conseguido el objetivo, todas las acciones post octubre comenzaron a dirigirse en sentido contrario al de 2017 y más en línea con los verdaderos objetivos redistributivos del gobierno.

En principio la población debió hacer frente a la herencia preelectoral: comenzar a pagar los créditos otorgados por la Anses y el sistema financiero, más las postergadas facturaciones de gas invernal. Después siguieron las medidas nuevas. El dólar se relajó y se provocó un nuevo salto devaluatorio. Luego, como los combustibles y los servicios públicos se encuentran directa o indirectamente dolarizados, siguieron con algún retraso a la suba del dólar. Desde octubre pasado, por ejemplo, el valor de las tarifas de gas se duplicó y para los próximos meses se esperan aumentos generalizados en todas las tarifas y el transporte.

Como consecuencia de estos cambios en dos de los tres principales precios relativos de la economía, la inflación volvió a dispararse y en el primer trimestre de 2018 superó el 6 por ciento, es decir más de 40 puntos de la meta salarial del 15 por ciento recalculada en diciembre por el Banco Central y la jefatura de Gabinete para todo el año y defendida en las distintas paritarias por los ministerios de Trabajo e Interior. En paralelo entró en vigencia la nueva fórmula de ajuste de las jubilaciones, que en la práctica significa una poda en los ingresos de los trabajadores pasivos, a la vez que entró en pausa el “gradualismo” en el gasto. La consecuencia casi inmediata fue que mejoró el resultado fiscal primario. No sucedió lo mismo con el déficit fiscal total, pues la carga de la deuda seguirá en aumento, lo que representa en todas sus dimensiones el verdadero talón de Aquiles del modelo.

El resultado global de esta sumatoria de medidas post electorales será, entonces, un freno de la actividad producto de la caída de la demanda agregada, en particular del Consumo. El crecimiento, en consecuencia, irá disminuyendo progresivamente junto con su arrastre estadístico, que todavía incide en las comparaciones interanuales. 2018 será un año de estancamiento, con mayor inflación a la proyectada, y en el que volverán a deteriorarse los indicadores sociales que hoy se muestran como un logro.

El segundo dato crítico ocurre con la desarticulación productiva en el mundo del trabajo como consecuencia de las transformaciones estructurales iniciadas en 2015. Parte de esta realidad se deja ver en la evolución de la Canasta Básica Total (CBT), que en febrero último mostró un aumento interanual del 28,3 por ciento y mensual del 3,3. Esta evolución indica dos cosas. La primera es un impacto más real de la inflación en el bolsillo de la mayoría de la población, un shock que no refleja cabalmente el morigerado IPC, cuyos ponderadores se encuentran lejos de expresar el nuevo peso de los servicios, una subregistración que también alcanza, en menor medida, a la misma CBT. La segunda es que el techo paritario que intenta imponer el gobierno, con éxito hasta el presente, está muy lejos de recuperar tanto lo perdido como la inflación esperada.

Pero la proyección de caída de ingresos no es lo único que ocurre en el mundo del trabajo. En principio, como consecuencia de la expansión económica respecto del año anterior, se produjo una leve baja del desempleo que, según la EPH, pasó del 7,6 por ciento en el cuarto trimestre de 2016 al 7,2 por ciento en el mismo período de 2017. El dato es positivo pero fue acompañado también por un aumento de la precarización laboral, es decir por una pérdida proporcional del empleo de calidad. Durante la recuperación, entonces, se crea mucho más empleo informal que formal y, peor aun, crece todavía más el empleo “no asalariado”. Sobre los datos de la EPH, pero extendiendo las proporciones de la muestra de los 31 aglomerados urbanos al total de la población, el investigador Daniel Schteingart calculó que en 2017 se crearon 185.700 empleos formales, 222.600 informales y 284.600 “no asalariados”. Este último dato revela la aparición generalizada de estrategias de supervivencia: changas, trabajo doméstico y tareas como la venta callejera, un verdadero triunfo del emprendedorismo y, como en los años ‘90, con rumbo latinoamericano.