En la primera escena de El reencuentro, durante una noche acariciada por una tenaz llovizna, un hombre misterioso entra en un bar casi desierto, a excepción de un único cliente y el dueño del local. El visitante pide una cerveza tirada, hace un comentario al pasar sobre su buena calidad y de pronto –ante la acogedora, pero sólo profesional atención que recibe en el lugar– dispara un “No te acordás de mí, ¿no?”. Desde luego, el recién llegado, un tal Larry Shepherd (pero a quien mucho tiempo atrás sus conocidos solían llamar, sencillamente, “Doc”), y Sal Nealon se conocen, sólo que desde hace unos treinta años se han perdido el rastro. O, tal vez, decidieron olvidarse mutuamente. Lo mismo puede decirse de Richard Mueller, otrora un joven salvaje reconvertido con el correr de las décadas en sacerdote –de la rama evangélica bautista–, a quien Doc y Sal salen a reencontrar a la mañana siguiente, bajo pedido expreso del primero. Una visita oficial a la casa de Mueller y esposa termina dejando algunas cosas en claro: a comienzos de los años 70 un trío de jóvenes marines entablaron un fuerte vínculo de amistad, enlazado no sólo por el ritual del uniforme y las armas sino por la afición al alcohol, las drogas y las prostitutas, tal vez los únicos medios al alcance de la mano para escapar mentalmente del infierno. Hay también –aunque de eso no se habla, al menos en esa instancia temprana– algún hecho que los marcó a fuego, un trauma quizás, una cicatriz psicológica o espiritual todavía visible. Y un castigo bien físico que recayó exclusivamente en Doc –ya sea por elección, azar o predestinación, signifique esto último lo que se quiera que signifique–, quien tuvo que dejar pasar un par de años en la prisión militar. No tanto una mancha deshonrosa e imborrable como una experiencia sumamente desagradable. “Los busqué en Internet, ahí está todo”, afirma Doc (un Steve Carell serio, taciturno, frágil, con bigotes), ante la mirada incrédula de sus ex compañeros. Corre el año 2003, en plena Guerra de Irak, y la World Wide Web todavía no ha permeado en todos los ámbitos o generaciones. Pero además de una computadora con conexión Doc tiene un plan. Y un pedido. Su hijo acaba de morir allá en Medio Oriente; viudo y súbitamente solo, su único deseo es que Sal (Bryan Cranston) y Mueller (Laurence Fishburne) lo acompañen a recibir el cuerpo y a enterrarlo en el viejo cementerio de Arlington como corresponde, envuelto en su traje de marine y con todos los honores. Al fin y al cabo, se trata de un héroe y como tal murió. No como ellos, que volvieron del frente asiático con la cabeza gacha. Más allá de la reticencia inicial de alguno de ellos, hacia esos horizontes partirá el trío, aunque muy poco será o saldrá tal y como se lo espera. No irán en avión, pero sí en automóvil, en tren y en camión.
Antes de El reencuentro –el genérico título con el cual fue bautizado el último largometraje de Richard Linklater para su estreno local, anunciado para el 12 de este mes– existió El último deber, la película de Hal Ashby producida en 1973. Y antes de eso una novela, The Last Detail, en la cual su autor, el escritor y guionista Darryl Ponicsan, relataba los pormenores de un viaje de dos marineros por los Estados Unidos, ambos encargados de trasladar a un compañero de armas, acusado de algún pequeño robo, a la prisión militar de Portmouth. El film de Ashby, uno de los referentes ineludibles del New Hollywood, trasladaba la acción del libro desde los años sesenta al presente de los últimos años de la Guerra de Vietnam, aunque bien lejos del frente de batalla. El último deber, que contó con la participación en el guion de Robert Towne y del mismo Ponicsan, incluye uno de los papeles más recordados del joven Jack Nicholson –como el travieso y afecto a la verborragia Buddusky– y el primer rol protagónico de Randy Quaid, encargado de dar vida al joven e ingenuo condenado, acompañados ambos por Otis Young, el último miembro del trío de viajeros. Lejos del profesionalismo esperado por sus superiores, los tres marineros se embarcaban en una travesía de apenas unos días cuyo combustible principal eran las hamburguesas y la cerveza, transformando a la película en una muy particular road movie que puede ser vista como la contracara de la libertaria Busco mi destino. Aunque aquí también terminaba primando el fatalismo: el ingreso del detenido a la prisión marcaba el final de la breve fiesta y el regreso a una vida marcada por la mano firme de la autoridad. En el año 2005 Darryl Ponicsan publicó una secuela de su libro de 1970, Last Flag Flying (ese es también el título en inglés de la película de Linklater), en la cual los personajes de la novela seminal se reencontraban 35 años más tarde. Como en la historia original, en esas nuevas páginas también sobrevuela una sensación agridulce, signada por una (otra) guerra que no termina de tener sentido y la historia personal de esos hombres que se debaten entre el sentido del deber inculcado por las instituciones y la evidencia de las más flagrantes injusticias.
LA GUERRA Y LOS HOMBRES
“Nunca pensamos en esta película como una secuela, aunque el libro en el que se basa ciertamente lo es, y lo adaptamos de forma tal que nos diera la oportunidad de hacer un montón de cosas que, francamente, no están en el texto”, declaró recientemente Richard Linklater, el realizador nacido en Houston hace casi 58 años, al periódico británico The Independent. Para el guion de El reencuentro, el director de Antes del amanecer y Rebeldes y confundidos trabajó codo a codo junto a Darryl Ponicsan para adaptar la novela y transformarla en algo diferente a una secuela de El último detalle, cambiando los nombres de los personajes –antes marineros, ahora infantes de marina–, algunos detalles de sus respectivas biografías y los lugares geográficos del viaje, aunque manteniendo una porción importante de su esencia. “En la película es muy fuerte todo ese bagaje ligado a Vietnam, que no creo que haya sido un gran período en sus vidas, y hay un pasado más sustancial para estos tipos. De todos ellos, creo que Sal es el que tiene las ideas más mezcladas; en él se evidencia esa relación de amor-odio que suele desarrollarse en toda aquella persona que se ha encontrado atrapada en una jerarquía incorregible, como es la de los militares”. El intervencionismo bélico en tierras lejanas y extrañas atraviesa a varias generaciones y no casualmente una reflexión en ese sentido le hace decir al personaje de Sal (Cranston en modo constantemente juguetón, muy similar al del Buddusky de Nicholson) que “los hombres hacen la guerra y la guerra hace a los hombres”. Una frase que, en determinadas pompas y circunstancias, puede sonar a círculo virtuoso, pero que muy fácilmente encarna en una circularidad viciosa o directamente infernal. “Me gustan esos personajes, esa ira y todo lo que les está ocurriendo, esa energía. Y me parecía que tenía mucho para decir acerca del post 9/11 y lo desastrosa que fue la Guerra de Irak. En cuanto a Hal Ashby, él tuvo sin dudas una gran década sobre la cual reflexionar y si esa es una posible escuela de directores en la cual quieren incluirme… lo cierto es que no me disgusta en lo más mínimo formar parte de ese linaje”.
En un momento jugoso de Double Play: James Benning & Richard Linklater, el documental de Gabe Klinger que reunió recientemente a dos grandes nombres del cine independiente estadounidense contemporáneo (más allá de las enormes diferencias entre el arte de uno y del otro), Linklater le muestra a su par algunas escenas de Boyhood, momentos de una vida, un film famoso por haber sido rodado a lo largo de doce años. Tanto en ese largometraje, estrenado hace cuatro años, como en la trilogía Antes de… –y otros títulos de una extensa y ecléctica filmografía que comenzó a hacerse visible allá por 1991 con Slackers– se evidencia una de las preocupaciones que recorren la obra de Linklater, al menos, una parte sustancial de ella: el paso del tiempo y cómo éste afecta a las personas, a sus relaciones y a sus ideas. ¿Qué otra cosa es la historia de Jesse y Céline, más allá de su coqueteo con la comedia romántica? ¿Qué otra cosa es El reencuentro si se hacen a un costado la temática militar y sus filiaciones con el cine de los años 70? El tiempo ha pasado y ninguno es el mismo que fue ayer: ni Doc, que pudo conformar una familia luego de la debacle de Vietnam y ahora parece haberlo perdido casi todo, ni el religioso Mueller, que a pesar de su nueva identidad de a poco va recuperando ese sentido del humor que parecía una de las marcas de estilo más sobresaliente en el pasado. Tampoco Sal, que detrás de una coraza de ironía a prueba de balas de cualquier calibre no logra ocultar una carga de profundidad rellena de amargura. A pesar de todo eso y de varios detalles que la trama va revelando a medida que el viaje los traslada a lo largo de casi mil kilómetros –desde Norfolk, en el estado de Virginia, hasta Nueva Inglaterra–, El reencuentro intenta y logra ser una película luminosa y profundamente humanista, gracias a un gran sentido del humor y a su reticencia a dejarse llevar por las reglas de la dramaturgia más convencional. Es precisamente en su estructura relativamente libre de ataduras, incluso en momentos que podrían ser considerados como relevantes a título dramático, donde Linklater, su coguionista y los intérpretes encuentran los espacios para que la historia toque y tense las fibras más sensibles. Notable es, por caso, la forma en la cual está resuelto el momento en la cual los protagonistas llegan al recinto donde yace el féretro del hijo de Doc, pero también la breve charla en el furgón del tren donde se pasa revista a las travesuras sexuales vietnamitas, escena que parece haber sido improvisada y que logra transmitir un vislumbre de la camaradería imperante en ese pasado remoto. Como ocurre muchas veces en el cine de Linklater, en ocasiones son más importantes los resquicios que la pintura general.
CAMBIO DE ÉPOCA
“Ensayamos bastante antes del rodaje, pero por partes, porque todos estaban muy ocupados e iban y venían”, declaró Linklater a la prensa. “Al final pudimos hacerlo y eso rindió sus frutos. Cuando llegó el momento de filmar estábamos muy confiados y listos para arrancar y hacerlo. De hecho, terminamos rápido. En total fueron 33 días de rodaje. Lo cierto es que la película estuvo en carpeta durante mucho tiempo, desde el año 2005 o 2006. En ese entonces hubiera sido un film casi contemporáneo, pero me gusta la vibración diferente que tiene ahora, de alguna manera examinando la guerra con una mirada retrospectiva. Es como esas películas sobre la Primera Guerra Mundial que se hicieron en los años 30 o las de la Segunda Guerra realizadas en los 50”. Resulta difícil catalogar a El reencuentro como un film bélico (no lo es, de hecho), pero a pesar de eso la guerra es quizás su tema central. Algunas de sus posibles consecuencias, al menos. Para el realizador, “los períodos de entreguerras son muy explícitos a la hora de mostrar los cambios de actitud que tiene la gente. Por lo menos hasta la siguiente guerra. Recuerdo Vietnam y cómo afectó a mi generación. Esa resaca nos mantuvo bien lejos de la guerra. Pero luego ya estábamos en los años 80 con Reagan y otra vez todo estuvo arruinando. Eso no volvió a ocurrir en los 90, pero luego llegó el 9/11 y otra vez lo mismo, la misma clase de desinformación. Y la corrida hacia la guerra sabiendo que va a ser un desastre y que va a estar todo mal. Y, sin embargo, ahí viene”. Lejos de la diatriba, la película pone la lupa en personajes absolutamente comunes, ciudadanos “de a pie” que, sin embargo, fueron diminutos engranajes de la maquinaria bélica. Enterrar a un hijo con el traje de graduación o el uniforme militar no parece tanto una disyuntiva como la elección de un gesto posible, actitud que la mirada de cada uno de los protagonistas ve iluminada de maneras diversas. El duelo genuino, en cambio, nunca puede ser un gesto. Antes del destino final y una posible clausura, la pequeña aventura, que para esos hombres de mediana edad implica un regreso momentáneo a aquello que alguna vez se supo ser. Al menos de manera simbólica. Aunque las piernas ya no sean las mismas. Aunque la resaca de la noche anterior pegue de una manera mucho más dura. Aunque –en palabras de Doc, durante uno de los pocos momentos en los que logra no sólo sonreír sino reír a carcajadas– el pito ya no sirva para sostener firmemente una toalla y ahora mire casi siempre hacia abajo, hacia donde están las medias.