En medio de un libro que está estructurado como un lenguaje que comenta su lenguaje, los reflejos de lo que él mismo escribió, Barthes describe en alguna parte qué le pasa cuando explica sus libros. Es en ese momento donde nos muestra el surco del origen imposible de encontrar de este libro que leemos ahora. Porque no hay acá una verdad sobre su propio sujeto. Dice que finge, que la verdad es abolida: no se persigue ni se restaura. Lo que le interesa es entonces nombrarse (citando sus libros sin parar, su propio nombre, momentos de su vida y sus manierismos) lo suficiente como para autodestruir el nombre. Igualar comentarista y comentado, terminar con el bendito Yo y pedalear en el aire. Todo esto es una “idea suicida”. Estamos ante un libro arrojado sobre sí mismo, una bomba o un chascarrillo.  

La fascinación es para Barthes el resultado de enfrentar la estupidez, afectarse por su espectáculo. Esto es un abrazo y un peligro. La fascinación deja clavado al que se fascina en lo imaginario. Lo imaginario media entre él y su ello. Es lo que no está dado en un texto. Es el lugar por donde se cuelan los signos que se van, el pensamiento que trata de seguir sus propios delirios. Ese trayecto del delirio es el imaginario. Tal vez “lo imaginario” sea el gran protagonista de este libro, sea el escritor fantasma de la novela sobre Barthes. Es Barthes haciéndose una imagen de sí mismo. Se traduce, cabecea, se lee y se toca. Por eso si no es autohomenaje es parodia y si no es todo eso es narcisismo crítico. Es la estirpe de un “inútil”, de un hedonista de sí, que se ama para no volverse signo. 

Odia la tautología, ese recurso embrollado y bobo de explicar algo por sí mismo. Por eso siembra el matiz, celebra la compartimentación infinita de lo que se sabe en fichas, carpetas, apartados o libros. Lo contrario a la tautología es para Barthes el ensayo, el estilo, el placer del texto. Escribe contra la doxa, contra el pensamiento socialmente muerto. Como tantos no piensa de un modo totalmente dialéctico, sino a través de paradojas, la manera dialéctica de no ser mecánico. Es levemente dionisíaco, tiene un poco de astucia y otro poco de vagancia. Erra en los dos términos de la palabra: piensa a la deriva entre seguridades y se equivoca, lee mal pero ese leer “mal” es una forma crítica de leer. Sabe que hay un “nosotros, siempre nosotros”. Hay uno mismo, hay boicoteo de lo grupal. Pero hay también amistad. Que es lo único que vale la pena que no es uno. Y vale la pena justamente por eso. Me pongo tautológico y me acuerdo de Montaigne: hay amistad porque mi amigo es Otro, todo lo que no soy. 

Barthes o vive en el imaginario o trabaja. Le encanta mostrarnos cómo se dispone, de dónde viene su prolijidad y hacia dónde va la preparación para una escritura que se muerda la cola del goce. “Le cuesta soportar toda imagen de sí mismo”. El libro está escrito en tercera persona del singular, maradonianamente, para destrabar la relación heroica y pudorosa con que las personas con talento se refieren a sí mismas. Esos retratos de Barthes al borde de la abyección, bien erigido como hombre pulcro, de jopo, que fuma, lee y tiene una ventana hacia un mundo que lo espera, no pueden sino resultarle cándidos, ominosos pero magníficos. 

Escribe siempre en contra pero con el amor al arte de la afirmación, hace de la dialéctica un objeto encantado. Escribe desde un heroísmo que se va borrando con la tinta del goce: incómodo en el mundo y cómodo en la lengua. El estilo carnavalesco de asaltar lo que hay que decir con la ligereza de una estructura dócil: su sistema de escritura, su sensualismo. El estructuralismo de Barthes es entonces poder elegir el ser de la escritura y de la lectura; lo que le permita optar y estar tranquilo en el sentimiento sistemático. 

Define ideología como el mundo de la vida gobernado por ideas. Entonces trabaja hacia allí, un allí sin afuera. No tiene que dominar las ideas recortarlas y prepararla: darle forma al recorte de lo “inapuntable” de la ideología. Podríamos llamar Formas Ideológicas a muchos de sus objetos de estudio. Pero no quiere decir la verdad, quiere manifestar el goce de buscarla. Hacer “temblar el lenguaje” con el lenguaje. Nos inquiere a pensar, por ejemplo, que en Mitologías, su libro más ingenuo y tal vez más genial, el objeto de la etnografía es la propia Francia toda. Un país superficialmente objetivado y vuelto diamante filosófico a través del bife con papas fritas o los juguetes de plástico. La crítica se hace al sesgo, desde el margen de sus signos. Eso es lo artístico, lo estético de su forma de hacer una sociología desintegrada. 

Los estructuralistas se vuelven pos para volverse casi barrocos, para volver al origen sin fondo. Es que en un momento propone algo parecido a lo que decía Héctor Libertella que decía Lezama Lima: el lenguaje lit erario es el tercer lenguaje que rompe la tensión de dos retóricas contrapuestas. Un señalar las ventanas del propio lenguaje hacia su propia liberación, hacia su ingobernabilidad. Barthes pretende ser un amateur de la literatura que haga las cosas porque sí para inventar en esa desfachatez pensadísima una sensibilidad. 

Su escritura, su forma de ser, es la de un metiche en temas burgueses que pretende el derretimiento de la conciencia y de la ideología burguesas pero sosteniendo de ellas “determinados encantos”. En el martilleo de sus propios vicios ideológicos logra hacer una crítica sádica para que el principal objeto de deseo y destrucción sean él mismo y su propia clase. Un arte de vivir contraburgués. Toda crítica tiene que poder ser perversa también, gozar mal.

Finalmente, otra de las cuestiones que proyectan desde una simple reflexión su obra extendida como un método aventurero, es la idea de utopía. Es prácticamente una forma del imaginario, su momento político. Es un lenguaje sin pánico. Un lenguaje puesto siempre adelante, para cortar los tabúes de un mundo que se define para conservarse. Pero también para contrariar el modo en que la Revolución se imagina y se estanca. Entonces la utopía es la forma que tiene el escritor de encontrar un rol en la Revolución: transgrediendo lo que tiene de cosa, de imagen. Sacándola de quicio. Barthes cree en Charles Fourier porque cree que la Revolución está para diferenciar a las personas y no para identificarlas, para unirlas en lo que tienen de sí mismas. Digamos una Revolución hacia el matiz: un mundo barthesiano.

Roland Barthes por Roland Barthes Traducción y prólogo de Alan Pauls Eterna Cadencia 247 páginas