I.

¿Los simulacros de existencia son válidos como la vida?

La naturaleza de los hechos es demasiado artificiosa.

He aquí lo que ocurre: objetos de todas clases en cantidades inverosímiles, que salen de un saco sin fondo. Alfileres, conejos blancos, pensamientos excesivos, vasos con agua no líquida, poesía desmedida, cordeles imposibles de ser desatados que sin embargo se desatan.

 

II.

Yo no soy mi objeto analizable: soy mi objeto desconocido. Cuando no hablo, elijo el silencio. Así de simplificadora puede ser la vida.

Con una pizca de lucidez observo que no podré resolver mi pequeño enigma. Pero aún así pienso y pregunto, con la voz pausada, con la voz de camelia, con la voz de abrir y cerrar abismos.

A veces me excedo.

Llevo la interrogación a extremos terribles.

Desrealizo los contornos del instante y, para mejor confundirme, creo frases largas que no me dejan salir del pequeño aislamiento en el que me confino.

 

III.

A veces paso tanto tiempo en silencio, que al hablar suelo sorprenderme de mi propia voz. Me convierto entonces en un objeto nuevo. Mi voz y mi silencio no son criaturas tan opuestas como podría suponerse. Cuando hablan y piensan, andan conmigo. A veces los pierdo pero tienen una vida que me es propia. Real, irreal, y propia. Y sus interminables recorridos van desde la garganta hasta el cerebro. Suelo tener un miedo feroz a que se pierdan para siempre en esos enrevesados caminos.

Me parece que sin el silencio y sin la voz, mi existencia se convertiría en otra existencia.

 

IV.

Algo más también ocurre: dentro del alma tendré, para toda la vida, una tercera presencia pronta a salvarme.

Hay días en que no cabe más confusión dentro de mí. Duplico mi peso y mi estatura. Por los cinco sentidos me penetra la perplejidad. Pero en otras ocasiones, creo que se aflojan del todo y me convierto en un vaho sin contorno, entonces, poner los labios en las palabras deja de ser una idea silente y se convierte en un acto vivificante. Escribir es una manera de recuperar la propia estructura humana.

 

V.

Pero sobre todo: ya no escribo cuentos al atardecer porque siempre suceden otras cosas que se agitan como locas hasta caer rendidas al suelo. Y se vuelven dulces los recuerdos.

Amigables los fantasmas.

Los cuentos que no escribo pergeñan imágenes descaradas. Como un enorme temblor que sacudiera la tierra.

Los pájaros huyen de sus nidos.

Las gallinas del mundo se retuercen y cloquean.

Tambores lejanos se golpean contra sí mismos.

Hay una certeza de cúspide.

Una noción de cornisa.

Una promesa de asteroides,

de vaticinios,

de cabellos celestiales,

de socorros

y de sueños.

El letargo se cubre de porcelana viva.

 

VI.

Y aún más:

¿Hay algún otro modo de amar que no sea con levitación y con silencio?

Esta crónica se va tejiendo con un hilo brillante y transparente, ardiente y delicado.

Mientras voy forjando instantes, los relojes del mundo permanecen lejos. La experiencia del tiempo no anticipa. Lo que vendrá no existe. Negro, pero invisible, el pasado se queda en cuclillas porque no puede creer de qué modo nacen ahora las cosas.

Hay una violencia saludable en los actos del amor. 

Y yo agradezco.

 

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