La idea misma que tenemos en torno a eso que llamamos “civilización occidental” se sostiene sobre algo bien concreto, material, disponible aún en nuestro mundo cotidiano: el libro. Hasta tal punto es tan importante hablar de esta materialidad concreta que varias religiones se llaman a sí mismas como representantes y exégetas oficiales de “el libro” (la Biblia cristiana, el Talmud, el Corán); o la idea de que educar a alguien es poner a disposición el mundo del libro, con bibliotecas nutridas de textos canónicos básicos, llegando incluso al problema de que encontramos cierta tranquilidad espiritual cuando nos aseguramos que alguien, en algún momento, leyó un libro por recomendación nuestra. El libro es estrictamente eso: la metáfora más importante que tenemos a disposición para hablar de la cultura occidental, del saber, de lo que realmente pesa en nosotros en la medida en que nos reconocemos como “humanos”. Sin embargo, pocas veces nos detenemos en el hecho de que toda esta inmensa metáfora es fruto de una operación histórica, bien datada, que, como todo lo que sucede a lo largo del tiempo, tiene un nacimiento medianamente identificable y un probable fin, o mejor, transformación -para no caer en la típica retórica apocalíptica que a veces impera-. En última instancia, la pregunta que tenemos que hacernos es muy clara y, al mismo tiempo, difícil de responder: ¿qué es un libro? 

Con motivo del encuentro organizado por la Unsam, la Universidad Nacional de San Martín, como homenaje al gran investigador y profesor argentino José Emilio Burucúa, quien terminado el año abandonará la cátedra de Problemas de Historia Cultural en esa institución, los historiadores Roger Chartier y Carlo Ginzburg pasaron por Buenos Aires para participar como conferencistas en las Jornadas Internacionales Encrucijadas del saber histórico mediados de noviembre, además de tener actividades en la Biblioteca Nacional y de que Ginzburg reciba, por parte de la Universidad de San Martín, el Doctorado Honoris Causa. Tanto Chartier como Ginzburg han tenido en su horizonte de problemas la relación entre historia, libro y materialidad, partiendo de perspectivas que tienen que ver tanto con la filología como con el análisis histórico, la búsqueda de documentos o el estudio de eventos particulares en marcos históricos muy determinados.”Somos amigos desde hace varios años, y hemos trabajado en diferentes pero, potencialmente, convergentes direcciones”, comenta Ginzburg en el comienzo de esta entrevista. “Sin embargo, hay una divergencia entre su enfoque y el mío, una divergencia que califico como histórica, no ontológica, y que me retrotrae a un inolvidable congreso en Liubliana en 2011 que hemos tenido la oportunidad de compartir”. 

Usted habló de puntos convergentes y, en algún sentido, en esa convergencia aparece, de una manera un poco más evidente, una posible diferencia en sus enfoques. ¿Cuál considera que es esa divergencia? 

Ginzburg: Básicamente, hay una característica determinante en el uso del libro en un sentido amplio. O sea, tanto en sus elementos materiales como en el libro como un objeto que le da forma a un determinado mensaje, podemos encontrar un énfasis en la manera en la cual su apariencia visual afecta la percepción del texto. Muchos años atrás, exactamente en 1979, publiqué un ensayo llamado “Indicios”: allí digo que nuestra cultura, la cultura occidental, percibe la diferencia entre texto (en un sentido amplio) e imágenes de una manera diferente. Las imágenes, por ejemplo, un cuadro de Rafael, pueden ser replicadas, pero terminarán siendo algo diferente, aún la más perfecta copia va a ser diferente. Por el otro lado, nosotros asumimos que aún cuando le prestemos atención a los elementos materiales de un texto, en principio, es posible replicarlo de manera exacta. Podemos considerar que un texto aparece en un determinado formato material, en una determinada hoja con determinadas características, pero aún así hablamos del mismo texto, porque asumimos que hay un texto invisible que puede ser replicado. Recuerdo que, como argumento en esa polémica en Liubliana, propuse un caso extremo: si escribo el número 7 en una hoja roja y después escribo el mismo número en una hoja verde, estamos compelidos a decir que el número es el mismo, que no está afectado por el color de la hoja. Podemos distinguir, entonces, dos actitudes: una volcada hacia lo que yo llamo “el texto invisible” y otra concentrada en los elementos visuales del texto, la posibilidad de que el texto pueda ser copiado con variaciones. La idea de “texto invisible” opera como un principio, un principio que nos permite asumir que un texto es exactamente replicable, copiado, quizás con variaciones, pero en efecto resulta el mismo texto. 

Chartier: Estoy un poco preocupado con este concepto del texto invisible. ¿Dónde está este texto invisible? Se me dirá que es invisible, por supuesto, que no se puede ver, pero inmediatamente que un texto llega a sus lectores, al acto mismo de lectura depende de una dimensión material, y el concepto de texto material no solamente se preocupa por problemas de forma, sino que también implica una forma de inscripción del texto sobre la página. Puede ser la disposición, el así llamado “layout”, o la ortografía. Me parece que este “texto invisible” que usted presenta, a partir de los ejemplos particulares que se han vertido aquí, es difícil de identificar. ¿Dónde está el “texto invisible” de Hamlet? La primera edición, de 1603, en la primera línea del monólogo más famoso de todo el universo del teatro, el célebre “To be or not to be”, leemos después la expresión “I there’sthepoint”. Por otro lado, la edición de 1604 agrega después “that is the question”. También hay que destacar que, en la versión de 1603, encontramos toda una serie de referencias al Purgatorio y a una fuerte concepción cristiana, cosa que desaparece en la edición de 1604. Lo que tenemos son dos textos materialmente diferentes uno del otro, Yo respondería que lo que tenemos en realidad es una desmaterialización del texto, esto es, estos textos son Hamlet. Pero estos Hamlets invisibles, soñados por Shakespeare o fruto de la imaginación misma del público, existen solamente para ellos en función de la dimensión material del texto, por eso se “desmaterializan”. Hay un proceso de desmaterialización que nos permite construir un término genérico para la obra, pero eso no significa que haya un texto invisible. La distinción entre una lectura platónica y una pragmática depende precisamente en la postulación de un texto invisible, por un lado, y un texto desmaterializado, por el otro. Ese texto desmaterializado se da a partir de un suceder histórico, y cada uno de los lectores a lo largo de la historia, en un sentido pragmático, ha tenido una relación especial, particular con un texto material determinado, más allá de la instalación de esta “etiqueta” que nos permite decir que tal o cual lector está leyendo Hamlet o Don Quijote. El libro siempre fue definido como algo compuesto de dos realidades. Como un objeto y como un discurso. En el Siglo de Oro español, eso dos aspectos fueron definidos como el cuerpo y el alma, mientras que en el siglo XVIII, con la Ilustración, se hace la distinción entre el libro como “opus mechanicum”, algo material, y como algo dirigido a un público, el libro dirigido hacia alguien. Esos dos aspectos están implicados en la famosa pregunta de Kant, “¿Qué es un libro?”. Si se ataca esta conjunción, se pueden abrir  preguntas que atañen a esta idea platónica del texto, que también tiene sus consecuencias jurídicas. El texto invisible tiene un particular rol en el copyright, porque el copyright protege al texto en su sentido invisible. En la experiencia pragmática de cualquiera de nosotros, la relación con el texto no es nunca con uno invisible, sino material, e incumbe un tipo particular de performance, o específica forma de inscripción. No creo para nada que haya una posibilidad de reproducción absoluta de un texto. 

UN CHISTE DE BORGES 

Carlo Ginzburg es considerado el padre de la así llamada “microhistoria”, una corriente dentro de los estudios historiográficos que parte del análisis muy preciso de detalles, elementos aparentemente marginales con respecto a nuestra idea de historia que pintan en su totalidad un mundo. El queso y los gusanos, de 1976 (y recientemente reeditado por la editorial Ariel) no sólo es el trabajo más conocido de Ginzburg, sino también el mejor ejemplo de lo que este paradigma dentro de las Humanidades tiene como principales postulados. A partir del estudio de los documentos pertenecientes a los procesos inquisitoriales levantados en contra de un molinero del norte de Italia a finales del siglo XVI, Domenico Scandella, más conocido como Menocchio, Ginzburg puede estudiar la circulación de ideas religiosas heterodoxas que parecen, vistas desde la distancia, como parte de una tradición materialista en ciernes. Casi parece digno de alguno de sus objetos de estudio la respuesta de Ginzburg a los comentarios de Chartier: de un bolsillo de su saco saca un pequeño papel con algo escrito a lápiz, como si hubiese esperado desde temprano el momento para poner ese pedacito de algo en juego.

Ginzburg: Acuerdo completamente con Chartier cuando dice que estamos frente a diferentes versiones de Hamlet cuando nos encontramos con las diferentes ediciones que tuvo, y que no estamos en condiciones de reconstruir la versión original de Hamlet. Pero creo que estamos en un profundo malentendido cuando no entendemos esto que propongo como un principio. Creo que asumimos que un texto puede ser reproducido en la medida en que es escrito en una hoja de papel. Porque este principio, que es histórico, forma una parte medular de la cultura occidental, una realidad cultural e histórica que nos permite hablar siempre del mismo texto. Ahora, para probar mi argumento, me gustaría recuperar un texto que ya ha sido analizado por Chartier en uno de sus libros: “Pierre Menard, autor del Quijote” de Jorge Luis Borges. Menard es una perfecta demostración de lo que quiero decir. El chiste, que incumbe a Menard y Cervantes consiste en una cita de una parte de Don Quijote, para que después el narrador o comentador vaya al otro texto, al de Menard, que es exactamente igual al de la cita. El chiste es que ese “pero” que divide el comentario negativo hacia el trabajo de Cervantes y el elogioso de la labor de Menard es una paradoja, porque el texto es leído como diferente. Aquí desacuerdo con Chartier: Borges no escribe sobre la escritura, sino que todo el relato es una meditación en torno a la lectura. He transcripto el pasaje de Borges para traerlo a colación, y lo que dice es: “También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard -extranjero al fin- adolece de alguna afectación, no así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época”. El chiste de Borges sólo es posible si entendemos cómo funciona este principio de reproducción. Por más que haya varias ediciones de Don Quijote, la obra, en principio, puede ser reproducida, y eso no se puede negar. Es parte de nuestro aparato cultural, no podemos renunciar a esto. Vivimos en un mundo de experiencias reales, como dice Chartier, pero en nuestro mundo, las experiencias culturales son también parte de esas experiencias inmediatas, cotidianas, propias del nivel pragmático que señalaba Chartier. Si no, diríamos que sólo la experiencia obtenida a partir de los sentidos es lo único que existe. Y eso sería plantear una idea de mundo bastante pobre. 

Chartier: Creo que, a la hora de hablar de la pintura, usted utiliza una dimensión histórica de la realidad, en donde una obra no puede ser reproducida enteramente. Y concluye que la pintura no puede ser reproducida. En cambio, a la hora de hablar del texto, parte del principio de que puede ser reproducido y no presta atención al hecho de que corresponde pensar en la materialidad de esa reproducción. El problema que usted no detecta es que ni en pintura ni en los textos podemos establecer esos principios de imposibilidad o posibilidad de reproducción, sino que la clave reside en la dimensión estrictamente material en donde la imagen y el texto circulan, existen. 

Ginzburg: Lo que digo con respecto al principio es algo histórico, no soy un platonista. Lo que estoy estableciendo tiene que ver con principios culturales profundamente arraigados en nuestro modo de ver el mundo. Podemos imaginar un mundo -y estoy triste por ello- en el que el carácter único de una pintura de Rafael estaría perdido. Estuve pensando la idea de este tipo de mundo, de mundo posible, cuando estaba enseñando en Chicago el otoño pasado. Le comenté a los alumnos presentes, gente muy inteligente, por tal o cual cuadro, y ellos estaban pendientes de la imagen que habían visto por internet. Pensemos en esto un segundo: hay algo que no se pudo captar debido a la reproducción, más allá de lo obvio, que es el tamaño. No se captó la materialidad, lo grueso y marcado del trazo, algo que tiene que ver con su carácter único. Pero esto es histórico. Por mi parte, no puedo imaginar un mundo en el que la distinción entre el cuadro de Rafael original y la copia no exista, que se pierda la diferencia única del original. 

PAPELES Y PANTALLAS

En un ambiente intelectual como el nuestro, dominado por la recepción del pensamiento francés y sus muchas variantes (existencialismo, estructuralismo, posestructuralismo, etc.), la postura de Roger Chartier es tan atractiva como disruptiva. Concentrado en la dimensión estrictamente material de la cultura escrita en textos como Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII: los orígenes culturales de la Revolución Francesa (1991) o trabajos en conjunto como Historia de la lectura en el mundo occidental(1995), este historiador busca poner en duda la idea de que un texto es una suerte de ente ideal que se manifiesta en el papel y que cualquier tipo de operación de lectura aparece solamente como un juego solitario entre el texto y el lector. Y es que la mayor parte del tiempo olvidamos que el texto tiene una dimensión física que altera nuestra forma de relacionarnos con él, de entenderlo e, incluso, de usarlo. Leer no es un juego solitario, sino atravesado por instancias sociales e históricas que sólo pueden ser pensadas en la medida en que se ponga el foco en el nivel físico de un libro. 

Usted ha insistido acerca del problema de la dimensión material de los textos como una forma para pensar hitos dentro de la cultura escrita.¿Qué tipo de consideraciones le merece esta idea de cambio registrado a partir del pasaje del libro impreso en hojas al libro en pantalla?

Chartier: En principio, la pantalla de cualquier computadora no está ligada a ningún libro específico. Podemos recibir o producir cualquier texto, derivando a esta figura que está empezando a surgir en el ámbito norteamericano, el de “Wreader”, aquel que puede leer y escribir, a diferencia de otros momentos en la historia donde estas dos habilidades estaban separadas: un libro tradicional no espera que el lector lo escriba. Por otro lado, la pantalla es un vehículo en donde aparece cualquier texto que queramos leer. Esta nueva tecnología hace más difícil entender a los textos detrás del texto leído, porque una versión de tal o cual texto es convertida en “el texto”, en la idea de texto de referencia, sin importar la profusa vida de las ediciones detrás de esa “obra cerrada”. La aparición de la pantalla abre una serie de modificaciones referentes a un conjunto de conceptos que nosotros ligamos al mundo de la imprenta y el libro. Por ejemplo, el concepto de copyright, de autoría, incluso el problema que se abre con el hecho de compartir textos. Para la comunidad científica, ahora es mucho más fácil compartir tal o cual trabajo, poniéndolo a disposición de diferentes profesionales, luchando así contra la monopolización del saber a través de las herramientas y la política de Open Access. Pasa lo mismo con la ficción: muchos novelistas, por ejemplo, ponen a disposición los primeros borradores de un libro o incluso buscan comunicarse con sus lectores para conocer su opinión. Inclusive, muchas veces, los autores trabajan con nuevos modos de escritura que no pueden ser considerados o llamados “libro”. Abro aquí otro problema: la digitalización del mercado del libro, que muchos leen como catastrófica, pero es que equivocan su objetivo. No es el problema de la edición, sino de la venta de libros lo que está cambiando: ¿dónde están las librerías? La mayor parte de los libros, en varios lugares del mundo, se compran a través de páginas de internet, eso va ocasionando que las librerías vayan despareciendo. Sumado al hecho de que las redes sociales cambian también la manera en que la gente se vincula: conceptos como “amistad”, “intimidad”, “identidad”, “espacio público”, “privacidad”, son todos conceptos que están en un profundo proceso de transformación. Hay un conjunto de conceptos ligados a la cultura escrita que están transformándose. 

Ginzburg: La materialidad del texto se vuelve cada vez más delgada, no es tan fácilmente palpable, digo, en un sentido muy específico, tocable. Vamos al caso de Google: yo creo que es utilizado, aún, de una manera muy pobre. O sea, todavía no explotamos a Google en el sentido que podría resultarnos algo de mayor provecho. Generalmente, lo usamos para poder encontrar respuestas a nuestras preguntas. Pero creo que se abre la posibilidad de que, partiendo de esas respuestas, podamos ir hacia un conjunto de nuevas preguntas. Es una herramienta enormemente poderosa, no sólo para chequear información. El problema es -y trato de enseñárselo a mis estudiantes- cómo usar Google. Para hacerlo de una manera mucho más productiva, esta herramienta de búsqueda, en sí misma, no es suficiente: su máximo aprovechamiento viene del uso que le pueda dar una persona entrenada con libros y profesores. Finalmente, uno de los términos en crisis con el desarrollo de la tecnología digital es el de copyright. Esta noción es una construcción histórica, y en tanto término jurídico, depende de otra noción, la de texto invisible que yo traté de apuntar. Todas estas construcciones son históricas, pero algunas operan en una larga duración. Creo que el copyright va a desaparecer más temprano que tarde, quién sabe.

Pablo Carrera Oser