Aunque nadie oficializó su existencia, existe un subgénero de nuestra literatura reciente que debería ser bautizado (perdón por el exabrupto): ¿Qué carajo significa ser argentinos hoy, y a qué nos compele? La apelación al término carajo es pertinente, en su doble significado de expresión que desnuda impotencia ante una condena y definición del sitio más elevado en los galeones; ese cubil que coronaba el mayor de los mástiles, donde se enviaba a los vigías y a los castigados. (A menudo, los mandados al carajo eran ambas cosas a la vez. Lo cual no deja de ser una caracterización posible para los escritores argentinos del siglo XXI: seríamos en simultáneo vigías y galeotes). Esa pregunta revela un pasmo existencial, el desconcierto ante una circunstancia que se adivina diferente –y no desde el privilegio, precisamente– a la que supondría ser hoy francés, australiano o taiwanés. Vivir en la Argentina y ser consciente de ello supone un sacudón metafísico, la experiencia del extrañamiento puesto a nuestra disposición desde la más tierna edad.
La novela Al sur de Gabriel Lerman forma parte de esa tradición aún invisible. Procede desde la certeza, compartida por tantos narradores coetáneos, de que nuestra experiencia vital está compuesta por fragmentos de un Aleph que es preciso rescatar y preservar, con rigor científico; porque esos cristales microscópicos formarían parte del rompecabezas que revelaría la clave de nuestra condición, el abracadabra que nos daría acceso al corazón de esta Matrix austral.
Como todo el que se lanza a navegar por zonas peligrosas (¿alguien duda de que vivir hoy aquí entraña un riesgo para la sanidad mental?), Lerman va tomando nota escrupulosa del terreno. La elección del nombre de su protagonista supone una demarcación inicial: se llama Martín Ferro, un eco insoslayable del antecesor literario al que la Historia empujó a convertirse de laburante en matrero, en outlaw, en el marginal arquetípico.
La peripecia de Ferro también lo empuja a la frontera: en este caso el barrio de la infancia, con el que puso distancia tan pronto pudo decidir sobre su vida. Una crisis (laboral, que como todas enmascara otra más profunda) fuerza a Ferro a volver a Parque Chacabuco, aquel territorio que en los ‘70 fue arrasado por la Historia, encarnada por las topadoras de Cacciatore. Ferro ha visto su casa natal reducida a escombros; ha oído el grito de su vecino ante la promesa del derrumbe, una frase estremecedora que debería encabezar los estudios de nuestras letras post-dictadura: ‘‘¡No tienen piedad!’’ Y ha sido testigo de la forma en que la violencia redibujó su territorio. Hasta entonces, vivir al sur de la avenida Rivadavia significaba ocupar un suburbio privilegiado, donde se experimentaba un grado de libertad mayor, casi pampeana. Pero desde que la autopista propinó a la ciudad una cicatriz mayúscula (para más datos en su bajo vientre: una intervención concebida para esterilizar), lo que Ferro contempla desde el balcón de la casa de sus abuelos es otro paisaje: uno marcado por el desamor, la locura y la muerte.
Ferro no es del todo un Ulises, no vuelve a casa a gusto. Pero su peripecia le concede una ventaja. Regresa al barrio desde el convencimiento de que su profesión de periodista ya no le sirve para contar lo que comienza a entender. Esta intuición de su protagonista convierte a la novela de Lerman en una instancia superadora de tanta literatura argentina de los ‘80 / ‘90, que disfrazaba su miedo ante la Historia de defensa de la independencia artística. En Lerman, nacido en 1972, así como en la generación de narradores más jóvenes (Schweblin, Enriquez, Bruzzone, por mencionar apenas tres), opera la convicción de que algo vital se ha modificado ya; de que las armas del periodismo y de la crónica, por ricas que parezcan, no son suficientes para descular qué carajo significa ser argentino hoy; y de que, al cabo de décadas durante las cuales la no ficción sedujo a los compatriotas que buscaban respuestas, el fiel de la balanza ha vuelto a marcar la verdad: sólo podemos aproximarnos a la naturaleza demencial de nuestra nación, al corazón de sus tinieblas, mediante las armas de la narrativa.
El viaje a Ítaca de Ferro se funda sobre dos intuiciones devenidas premisas: “La primera era que el lenguaje funda el mundo, los actos de palabra crean el mundo. Y la segunda, que el pasado no tenía valor como escondite, como compensación o atenuante del presente. De modo que ahora debía tanto cuidarse de lo que decía o hacía, como de no quedar atrapado en el pasado o en el consuelo de un momento pretérito”. El valor de estas convicciones no puede ser minimizado, son las condiciones sine qua non para que nuestro presente –y ese “algo monstruoso que no podía llamarse futuro”, Ferro dixit– no se conviertan en una condena a perpetuidad. Hay que enfrentar el pasado, o sea dejar de escapar de él, de ignorar esa metástasis que constituyen el olvido y la desmemoria. De quedarnos alguna esperanza, esta pasaría sin dudas por la liberación del poder creativo del lenguaje. Sólo evolucionaremos en la medida en que (re)aprendamos a contarnos.
Al sur es una novela que se cuida de llamar la atención sobre su propio coraje, pero tampoco lo disimula. Al cabo de su travesía, Ferro asume que el amor familiar que recibió ha sido pervertido –como tantas cosas, como casi todo– por el régimen dictatorial. Y que lo que lo mantenía enjaulado era el deseo materno de cuidarlo de la peor manera: “No queríamos cargarte”, dice Ana Ferro, como si lo que nos hiciese libres no fuese la verdad sino el ocultamiento del pasado. Recién entonces comprende Ferro que, así como todos los presos lo son a causa de la naturaleza del sistema político, la locura de su abuela Ema “fue algo más que una locura personal”. Una vez disuelta, luz mediante, aquella verdad que mamá Ana planteaba como “sombra que pesaba sobre la familia”, Ferro se permite preguntarse lo que tantos nos preguntamos, del ‘83 para acá: si además de las víctimas del genocidio no habremos muerto “también los sobrevivientes... Algunos se habían ido físicamente, otros habían quedado tristes y abandonados, sin palabras, y otros habían quedado en la locura, como Ema”.
La novela de Gabriel Lerman recrea la experiencia que significó la post-dictadura para tantos de nosotros (dejar por todas partes y a diario “jirones de mi vida, como dijo nuestra Juana de Arco”) y formula una de las preguntas esenciales de la circunstancia actual. ¿O acaso este presente no nos conmina a determinar si en efecto estamos muertos o cuanto menos acorralados –si la Argentina es, nos guste o no, The Walking Dead convertida en reality show–, o si contamos todavía con alguna posibilidad de refundarnos y resucitarnos, mediante el expediente simple pero nunca menor de decir lo que hay que decir?
“No todo tiene explicación en la vida”, oye decir Ferro en un momento clave de la novela. Pero eso no nos releva del deber de verbalizar las preguntas que nos acosan. Al sur, de Gabriel Lerman, las despliega sobre el tapete e invita al juego. Y aunque no las responda en su totalidad –no es esa su tarea, por cierto–, está a la altura del desafío que se le presenta al escritor argentino del siglo XXI: volver a entender, como entendió Walsh al enfrentarse a Operación masacre, que un narrador sólo se vuelve trascendente cuando comprende que hay cosas más importantes que él mismo; y que el estilo sólo se finge neutro cuando es mentiroso.