Laura Wittner es poeta, traductora y autora de libros para chicos. Este arco traza su producción, de una atención extrema a las palabras, todo aquello que connotan y hasta dónde alcanzan sus derivas, disparadas o ajustadas como un guante. Comenzó a publicara mediados de la década del 90 y hoy es una referencia en la poesía latinoamericana con libros como Las últimas mudanzas (VOX, 2001) o La tomadora de café (VOX,2005) que desplegaron una voz poderosa en su proximidad, su apertura a un mundo hogareño que podía ser tan afectuosamente magnético como extrañado y claustrofóbico.
Sin duda Laura Wittner es una de las voces más influyentes de su generación, aquella que revolvió el avispero de la poesía volviendo a la coloquialidad en el léxico, la impronta conversada en los versos, la lírica en el orden de lo terreno. Hay que decir que en los últimos años ha extendido su aura más allá de los lectores locales: fue publicada por editoriales de Uruguay, España y Holanda; y ha leído en festivales internacionales, entre ellos el prestigioso encuentro anual berlinés Latinale, dedicado a la poesía contemporánea en habla hispana.
Laura Wittner es también un claro exponente de los poetas que se lucen en la traducción. El desarrollado talento para la palabra exacta que este oficio suele traer aparejado se deja ver más aun en ella que siempre parece elegir autores raros, difíciles de catalogar, a los que le aporta un trabajo minucioso y delicado para que no pierdan su gracia al cambiar de ropas idiomáticas. Lo ha hecho entre otros con James Schuyler, David Markson y más recientemente con Claire-Louise Bennett.
Así llegamos a La altura, su séptimo libro de poesía -exactamente veinte años después del primero, El pasillo del tren— y pareciera de algún modo venir a señalar una nueva dirección: la vista se eleva literalmente y la poeta escribe esa distancia que la separa del mundo y a la vez le permite contemplarlo desde esa elevación que no tiene nada de metafísica, sino que por el contrario, es bien concreta. Un balcón desde donde observar los edificios que la circundan, una ventana donde se topa con la vecina de enfrente desnuda, un avión que se hunde en el cielo o aterriza, un pájaro que rompe a trinar y la lleva en ese vuelo, o una aerosilla, como en el primer poema del libro donde “los pies/ que cuelgan, y también la roldana/ que chirría, y el perfume caliente/ de la maleza abajo, y el humo/que la esconde y la acuna en su estrategia”.
¿Es la altura entonces una estrategia para mirar? ¿O para vivir? Levantar los ojos de un libro para ponerse a observar algo llamativo es una estampa que podría introducir a la clase de cosas que cuenta Wittner en estos treinta y dos poemas. A veces es el presente que irrumpe a través de la presencia de los hijos, una separación que ella describe como un bigbang, otras es un recuerdo que por cierta razón vuelve, algo le susurra a la de ahora. Con esa excusa encuentran su lugar infancia, adolescencia y primera juventud, épocas míticas en las que se sentaba a interrogar el cielo de Villa Crespo de un modo no tan distinto que como lo hace ahora, mirando una luna que “no por urbana es menos poderosa”.
Ya lo dijo Pier Paolo Pasolini: nada mejor que los objetos que nos rodean para dar cuenta de nuestra experiencia sensible y nuestra clase. De eso se ha ocupado una facción de la poesía argentina, de Joaquín Gianuzzi en adelante, el programa objetivista. Fue parte de lo propuesto por la mítica revista 18 whiskies -famosa por haber visibilizado esas ideas y por haber editado tan sólo dos números- y por Wittner entre sus hacedores, de hecho única mujer del grupo fundador. En La whiskies la poeta coincidió en espacios de lectura y discusión con José Villa, Darío Rojo, Mario Varela, Ezequiel y Manuel Alemian, Eduardo Ainbinder, Sergio Raimondi, Rodolfo Edwards, Osvaldo Bossi y otros tantos otros. Pero su objetivismo, a diferencia de sus compañeros varones, nunca fue el de la degradación de la materia, sino el de su fulguración. En su poesía ciertos objetos resplandecen en el circuito que establecen con su mirada: como la Coca-Cola que chisporroteaba en la oscuridad, o el perfume de jazmines en un frasco de yogur Parmalat que inundaba la cocina, de aquellos indelebles poemas de La tomadora de café.
Años más tarde, Wittner mantiene esa pertenencia poética que puede advertirse en un detallismo extremo para describir pormenores de su cotidianeidad. Tanto en La altura como en sus dos libros anteriores, Lluvias (Bajo la luna 2009) y Balbuceos en una misma dirección (Gog y Magog, 2011). En el último se mantienen cierta desfachatez o descrédito a los heroísmos de lenguaje poético propia de su generación, que en Laura Wittner se traduce en pinceladas de humor. Como sucede en el cuarto poema, donde se describe al bajar de un avión “Agente secreta en migraciones/ o capataza de obra/ parada con las piernas semiabiertas/ sobre las últimas ruinas / de lo que alguna vez fue un tercer piso/ con el casco bien puesto/ y la mirada en señal de rompan todo”. En otras oportunidades la extremadamente liviana y precisa sintaxis de sus versos, incluye además giros o hallazgos del lenguaje corriente que en su mano adquieren matices nuevos e impensados: “La tendencia actual a sacar el volumen/porque con el volumen se va el peso,/ ¿no lo ven? ¿Y que somos?/ Livianos como pollos, /con el pelo erizado, /sin ancla sin memoria,/como diciendo ¿doblo acá/ o seguimos derecho?”
Da la impresión de que en La altura se percibe siempre, por más mínima que sea, una acción. Aunque sea simplemente la que la llevó o la lleva hasta ahí arriba. A la contención que implica la mirada extrañada marca de fábrica de Wittner, estos poemas le agregan una descarga, un envión, la patada para ascender con una hamaca de plaza, o un grito un poco divertido hacia la ventana que dejó entrar el viento descontrolado que antecede la tormenta. “Remo. Hago que la canoa avance/por el sendero del agua/ baja, espesa/tan entre limo y agua, / Es milagroso”. Es una fuerza que parece nueva. “Fue un año duro” escribe Laura Wittner en el último poema del libro. No podemos más que estar de acuerdo.