La educación sentimental empieza con la muerte del padre. Iván Pujol, un adolescente de 13 años, tiene los dientes apretados y un nudo en la garganta. Aguanta las lágrimas, con la cabeza baja, parpadeando y sin respirar, en la casa de su abuelo Galo, en la Cumbre, adonde lo envió su madre, luego de que fuera expulsado de un prestigioso colegio porteño. “Naciste en una clase privilegiada, fuiste a un colegio privilegiado para recibir una educación privilegiada, que consiste básicamente en aprender a aceptar lo que te toca sin desconfiar, sin pensar si lo merecés, o para qué sirve. Y vos te hacés echar del colegio. No por burro, sino por rebelde”, se queja el abuelo, el hombre fuerte de la familia que no oculta, a principios de los años 70, el malestar metafísico que le genera el posible regreso de Perón: “Se puede ser revolucionario e idealista al mismo tiempo. Lo que no se puede es ser revolucionario y peronista a la vez”. A Juan Forn, que comenzó a escribir Corazones, su primera novela, en 1979, le costó “convertir un flagrante dolor autobiográfico en un artefacto literario más o menos capaz de conmover”. El escritor, que inaugurará el 7° festival de literatura Filba, en La Cumbre, que se realizará del 5 al 8 de abril (ver aparte), confiesa en la entrevista con PáginaI12 que regresa al lugar adonde fue feliz para buscar “ecos y resonancias” y hacer las paces con su familia.
–¿Qué significa volver a La Cumbre?
–La Cumbre es la patria de mi infancia, hace muchísimos años que no voy. Lo más probable es que me encuentre con el horror del horror (risas). Volver a La Cumbre es una manera de hacer las paces con mi familia; que se den cuenta de que soy el último que queda con el apellido Forn. “No vuelvas adonde fuiste feliz”, dicen... Pero siempre me quedaron las ganas de volver a La Cumbre. Lo que voy a buscar es muy probable que no lo encuentre.
–¿Qué va a buscar?
–Ecos, resonancias, que me alimenten en alguna dirección, cosas que dejé abandonadas por ahí. En María Domecq aparece de vuelta mi abuela, mi padre, aparece La Cumbre. Hace tiempo que estoy haciendo las paces y esta es una oportunidad... El otro día cruzamos unos mailes con (Daniel) Guebel y me decía que escribiera mis memorias como editor porque había leído el prólogo de Trilmación, de (Francis Scott) Fitzgerald. Me dijo que tengo una manera de contar la historia interna de los libros, del escritor, de las pandillas... “No, Daniel, es puro chusmerío eso”. Me divierte hablar y sentarme a charlar, pero de ahí a hacer un libro... “Yo soy el editor, dale, hagámoslo juntos”, me dijo. No me termina de cerrar eso... Eran tiempos muy acelerados y laburando al ritmo revienta caballos al que laburamos todos en esta ciudad, para mucha gente quedó grabada una imagen mía que es de un período muy breve de mi vida, que fueron nada más los seis años de Planeta. Y creen que son los seis años constitutivos de mi vida, pero en verdad no. Me gusta mucho hablar del oficio de editor, especialmente porque en esta época híper capitalista se ha ido desvirtuando. Una de las cosas lindas que tenían las editoriales de antes es que eran los lugares adonde ibas a trabajar, si no tenías particulares aspiraciones de guita. Podías hacer laburo preciosista, sin que te tiraran por la ventana.
–¿Por qué Corazones cautivos más arriba fue acortando y cambiando el título en sucesivas ediciones?
–Faltaban quince o veinte días para publicar el libro y no tenía título. Yo quería ponerle El juguete rabioso o La educación sentimental, y no encontraba nada que se le pareciera siquiera. Me acuerdo de que Abelardo (Castillo) me dijo: “Cada vez que tenés duda del título, andá a la poesía. La poesía siempre te da buenos títulos”. Y encontré ese poema de (Roberto) Juarroz, en el séptimo Poema vertical. Al final lo cambié y le dejé Corazones; es tan soso el título... Si un tipo viene con un libro que se llama Corazones digo: “Mmm”... La verdad: abarca todo y no dice nada. Lo que pasa es que los versos de Juarroz eran muy lindos: “Hay vidas que son como la lluvia./ La lluvia es también el testimonio/ de corazones cautivos más arriba”. Y la novela pasaba en La Cumbre y era toda gente con problemas sentimentales y emocionales, así que el título me calzaba.
–Uno de los grandes temas es cómo aparece lo político en la novela, los vínculos entre política y literatura, qué tensiones generan los contextos.
–De la camada de primos de mi familia que desembocábamos en esa casa en La Cumbre, yo era de los más chicos. Mi rebeldía habrá empezado a los 11 o 12 años, cuando pasé de ser un niño perfecto a hinchar bastante las pelotas. Lo que sentía, mirando a mis primos más grandes, era que empezaban a tener los pelos cada vez más largos y hablaban de la revolución, las libertades sexuales, el instituto Di Tella, el rock... Me acuerdo de que los oía hablar y con una prima de mi edad decíamos: “Estos pibes están abriendo puertas y cuando nosotros tengamos 17 va a ser espectacular”. Me acuerdo del 73, del 74, como años gloriosos. Veía el malhumor metafísico que les daba el retorno de Perón a todo ese ambiente, a esa clase social, y pensábamos que el futuro era nuestro, que lo que nos esperaba era espectacular. Cumplimos 16 y vino la dictadura. Por otro lado, pertenezco a la generación que se llama “los hijos del proceso”, los que llegamos a la edad de la razón en época de dictadura y que después explotamos en la década del ‘90 con todo el individualismo y la no política. Cuando se publicó la novela, yo tenía un pie en el mundo del rock y el otro en el de la literatura, pero para los dos mundos fue un libro raro. Una de las cosas que me llamaba la atención es que nadie hablaba de lo político del libro. No soy un escritor político, pero lo político estaba ahí, flotando, y nadie hizo la menor referencia.
–Esa rebeldía de los 12 años, ¿le permitía mirar con cierta simpatía al peronismo por oposición a la familia, para provocarla?
–En aquel momento no se me cruzaba por la cabeza que alguna parte de mí tuviera contacto con lo peronista. La reacción era hacia la izquierda entendida como se entendía en aquel momento, que era la idea de revolución: “vamos a Nicaragua”, “que los cubanos nos manden a Angola”, esas locuras... A los 20 me fui a Europa de mochilero con un amigo rosarino, él tenía familia en Sitges y entramos en el circuito de los exiliados sudacas. La cadena de solidaridad del exilio era extraordinaria; fue el momento donde se me abrieron los ojos y tomé partido para siempre. En aquella época casi no se hablaba de peronismo; es cierto que yo había estado en un circuito de exmilitantes del ERP. Cuando empecé a trabajar en Planeta, me empezó a interesar John William Cooke, pero el peronismo quedó diluido durante el menemismo. Supongo que le habrá pasado a muchísimos sentir el impacto de la extraordinaria sorpresa que fue el flaco (Néstor) Kirchner cuando asumió. Pero la relación que teníamos con la política cuando éramos jóvenes era una catástrofe; pensábamos que la política no era más que un negocio, que no había el menor espacio para ningún tipo de utopía ni de construcción política. Obviamente que pensábamos mal, pero las señales que daba el mundo externo eran esas. Creo que todos estamos esperando que el capitalismo se siga acercando al abismo y termine de caer de una vez, y que mute en otra cosa porque es cada vez peor. Cada vez más lamentable.
–¿Cómo será el discurso inaugural del Filba?
–Es una historia de mis lecturas y de mis influencias. Todo empieza con un viaje en ascensor cuando dos amigas y yo teníamos 17 años y queríamos hacer una revista literaria. Un tipo que vivía en el edificio nos invitó a su piso y nos empezó a pasar discos, a mostrarnos películas y libros. El tipo era un fanático de lo yanqui. En la Argentina de la dictadura, yo quería ser un beatnik. Voy a contar las diferentes matrices que tuve, hablando de ciertos escritores y de ciertas cositas que me fascinan de esos escritores. Está la poesía, los japoneses, los rusos, los judíos...
–¿Cuál fue su primera fascinación?
–Es re cursi: Siddharta, de Herman Hesse... Hay fascinaciones inconfesables; si (Ricardo) Piglia contara en los diarios los libros que de verdad estaba leyendo... El rescata lo que dice (Juan José) Saer, lo que dice (Miguel) Briante, lo que envejeció bien. Mi primera fascinación fue con la poesía, entre los 15 hasta casi los 20 quería escribir poesía. De hecho, no leía narrativa.
–¿Escribió poesía?
–Sí, tengo una plaqueta publicada en Rosario en el 79, horrible, creo que se llamaba 15 poemas. Ojalá que no quede ningún ejemplar (risas). (César) Aira iba a Emecé a entregar su porción mensual de los bodoques de Stephen King que traducía, y le conté que hacía una revista y le di un ejemplar. La revista se llamaba Acento, porque acento en latín quiere decir cantar. César la vio y al mes siguiente, cuando vino a hacer su nueva entrega de King, me trajo una revista que hacía con Arturo Carrera y Emeterio Cerro en Pringles, que se llamaba El cielo. Aunque la revista de ellos era mucho mejor, había cierta familiaridad con una poesía metafísica, por llamarla de alguna manera: (César) Vallejo, (Fernando) Pessoa, (Alejandra) Pizarnik; la cosa entre maldita y metafísica, los post surrealistas franceses. Sentí nítidamente que la poesía no me había sido dada. Hay una cosa muy linda que le pasaba a Danilo Kis y también a (Vladimir) Nabokov: les gustaba la poesía, pero trataron de hacerla en prosa enmascaradamente. Yo aspiro a lo lírico de una manera evidente; en las Contratapas aspiro a llegar a cierta musicalidad, pero eso es todo lo que me puedo arrimar a hacer poesía. Así como leyendo prosa soy capaz de leer toneladas y toneladas, con la poesía, salvo cuando leo a poetas como Nicanor Parra o Idea Vilariño, que son fáciles de leer, descarrillo. Me doy cuenta de que soy nada más que un fan de la poesía, un adicto a lo poético.
–¿Qué pasó después de la fascinación con la poesía?
–En la casa en Sitges leí Cien años de soledad, Rayuela, Trópico de cáncer y Trópico de Capricornio; todo junto me pareció explosivo. En los 90, cuando (Guillermo) Saccomanno me presentó a (Rodrigo) Fresán y nos hicimos amigos, enloquecimos, nos potenciamos uno al otro con una combinación del Commonwealth, un estilo mucho más británico, y por otro lado la literatura norteamericana. Rodrigo es el escritor que mejor te explica la cultura pop; con Saccomanno leíamos para atrás todos los clásicos norteamericanos. Nos nutríamos de eso, de una literatura que está hecha de sucesivas capas: la manera que tiene Martin Amis de fagocitar a (Saul) Bellow y cómo yo fagocito otra cosa de cada uno. Aprendimos muchísimo a hacer filiaciones y por cada libro nuevo teníamos que leer un clásico. En esa época se acababan de publicar los Cuentos Completos de (John) Cheever, que entonces era un descubrimiento en castellano. No es que se lo conocía de antes como se conocía a Salinger, a (Raymond) Carver o a (Truman) Capote. Música para camaleones para mí es como Vidas imaginarias: esos libros que te hablan de mil maneras, que te interpelan, que te estimulan. Pero hacia el fin de los 90, cuando hacía Radar, me saturé: “¡Basta de norteamericanos! Hace diez años que no pasa nada interesante en Estados Unidos, estoy comiendo basura”. Me entumecí. Fue la época en que tuve menos relación hedónica con la literatura, con la lectura, porque tenía que leer profesionalmente un montón. Y yo era un workaholic y no hay nada más deprimente que leer un libro para explicarle al autor por qué no lo vas a publicar. Leer a un yanqui o un british en los 90 era como ver Netflix hoy; entonces me planteé que tenía que cambiar. Y me agarró una avidez por entender el mapa europeo y me empezaron a interesar los márgenes, tanto geográficos como de géneros.
–¿Qué sucedió con la incorporación de esos márgenes?
–Lo que siempre me gustó es cómo se cuenta una historia en biografías, en micro ensayos, en diarios, en lo que hoy se llama escrituras mestizas o anfibias. Encontré una elocuencia y una expresividad que de pronto dije “mis lecturas van para allá”, y lo querés leer termina siendo lo que escribís. La parte más linda de un escritor es cuando le da rienda suelta a sus lecturas. Los exiliados románticos es la historia de todos los revolucionarios de Europa, contada por un inglés socialista que consiguió que lo mandaran de agregado cultural a Riga, en Laponia, y el tipo entrevistó a viejos bolcheviques y consiguió tesoros. En la literatura no hay categorías. (Alberto) Girri decía que todos somos pequeños cursos de agua que van al mar. Hay unos ríos caudalosos que se llaman Tólstoi y Dostoievski; pero todos van al mar. Es hermoso, ¿no? Cada tanto aparecen libros como Vida y destino, de Vasili Grossman, que expanden el horizonte literario y además generan una cosa que es muy linda, que es la sensación de que en tu época se escriben grandes libros. Ser contemporáneo de algo potente es hermoso. Siempre celebro cualquier cosa que expanda el horizonte en la manera de leer y entender el arte. Se trata de entrar al mar o de que no se apague el fueguito para que siga la conversación nocturna.