Jo, jo, jo, qué añito, mamita. Récord de calor, de frío, de aumentos, de subidas, de caídas, de pobres, de furcios, de mentiras, de macanas. Víctima también yo, no me quedó otra que agarrar un laburito de Papá Noel en un shopping. Me dije: al fin es una experiencia útil para un escritor. Había que estar doce horas parado en la puerta, vestido de frisa, y sacudiendo una campanita mientras gritaba jo jo jo. Es que con los dos trabajos anteriores me había ido mal. Primero anduve vendiendo zapatillas pakistaníes en Rafaela. Nunca entendí por qué se enojaba la gente si yo les llevaba zapatillas que valían la mitad de las que ellos fabricaban. Después trabajé de vendedor de muebles indonesios en Cañada de Gómez. Y dale con la incomprensión. Más les bajaba el precio más se enojaban.
El trabajo de Papá Noel estaba bueno, porque antes las puteadas las recibía en persona, y ahora, las quejas, los lloros, las bromas y los reclamos se los hacían a un disfraz. Y yo adentro del disfraz me reía, aunque no mucho porque la frisa hacía que la temperatura llegara a los cincuenta grados. Yo me sentía un poco en Disneylandia. Además de cantar jo jo jo y sacudir la campanita, le indicaba a la gente donde estaba la garrapiñada mejicana, las manzanas chilenas, los tomates de Katmandú, y los huevos argentinos, pero de gallinas canadienses. El resto era escuchar los pedidos y regalar un caramelo chino con gusto a aceite de ballena a cada chico. Y aguantar los molestos pedidos de trabajo de algunos, que incluían lloros y escenas poco razonables para la puerta de un shopping, que yo le pasaba a seguridad y chau revoltosos.
El caso más difícil fue el de un chico que como regalo de navidad me pidió "un futuro". Mi ingenio de novelista se paralizó. Por ahí no soy muy ingenioso, después de todo. Y no supe qué decirle, así que le di dos caramelos chinos en lugar de uno y lo despaché con una palmadita enérgica en la espalda, como diciendo "andá a la esquina a ver si llueve" que, como dicen los redondos, "el futuro ya llegó, todo un palo, ya lo ves".
Al rato me citaron en la oficina del gerente y me dijeron que el caramelo extra tenía que pagarlo de mi bolsillo. Ahí nomás el tipo se largó a llorar y me contó que seis meses atrás era el dueño del shopping pero lo había tenido que vender cuando le llegó una factura de la luz equivalente al valor del supermercado. Y que lo dejaron de gerente, aunque él sabía que lo estaban usando de testaferro porque los nuevos dueños estaban vaciando la empresa y que iría a la cárcel pero que no podía hacer nada porque tenía familia que mantener. Otra vez mi ingenio de novelista se quedó sin palabras. Le di la plata del caramelo extra, como para compensar un poco. Muy emocionado por mi gesto, me dijo que no me hiciera el loco porque había una cola de tipos pidiendo por mi trabajo. Incluso había quiénes se habían ofrecido a hacerlo gratis a cambio de poder rascar el fondo de la olla del pororó que vendían en las puertas de los cines.
Por las noches nos encontrábamos en un bar todos los papá noeles de la zona, intercambiábamos caramelos (juntábamos del suelo los que tiraba la gente apenas le daban una lengüetada) y nos contábamos los problemas. La mayoría eran taxistas que habían perdido sus trabajos en manos de ingenieros o de los investigadores del Conicet. Y cuando fueron a pedir trabajo a Huber les dijeron que ya estaban todos tomados por arquitectos (para mí que se vengaron de las protestas). Todos usábamos los mismos trajes de frisa. Cosas de la globalización. Así fue como nació la Confederación General de Papás Noeles Unidos (COGEPANU). De secretario general elegimos al Papá Noel de la ferretería de la esquina. Era gordo, el que más transpiraba adentro del disfraz. A primera hora de la mañana fue a negociar por los trajes y al rato se apareció en chancletas y mallas promocionando Pelopinchos taiwanesas. Nos dio la gran noticia: en el segundo semestre nos iban a dar trajes de verano, nos dijo, se encendió un puro cubano y le agregó hielo a la Chinchibira.
A pesar de todo, yo, que soy un entusiasta, pensaba que le estaba poniendo el bonete a país, quiero decir el hombro. Que mi aporte serviría para hacer un país mejor. Primero decidí que todas las novelas que escribiría de ahí en más tendrían finales felices. No era poca cosa. Después decidí usar mi imaginación para escalar. A meritócrata no me iban a ganar. Fui de nuevo con el gerente y le propuse el plan "caramelo por meritocracia". A cada pibe que quería caramelos se le pedía certificado de vacunas, fotocopia del boletín escolar, certificado policial de que no había robado mandarinas y una muestra de sangre para no regalar caramelos a pibes peruanos o bolivianos que después los trafican en las villas.
También propuse competencia de timbreo y el juego de la lluvia de inversiones pero decidieron no hacerlos porque tenían connotaciones sexuales equívocas. Cosas de la mercadotecnia. "Por ahí esas ideas las ponemos en práctica cuando lleguen las muñecas inflables de Singapur", me dijo. No entendí bien a qué se refería. Creo que la frisa del traje estaba causando interferencias en mis terminales nerviosas. Además del calor y de la picazón.
Fue por esas gestiones que el gerente me permitió que me arremangara el traje hasta las rodillas, arrugadas como cuando uno se pasa el día entero en la pileta. La buena noticia fue que ya nadie pedía mi trabajo. Los postulantes se habían ido del país, a trabajar de taxistas o de Huber. Eran ingenieros y arquitectos, claro, aunque había un par de dentistas, integrantes de la AFA y dirigentes radicales con vergüenza propia y ajena. De los taxistas‑taxistas no supe más nada por un tiempo. Supuse que estaban vendiendo zapatillas en Rafaela o que eran los nuevos papás noeles que se veían acá y allá.
El primer indicio de que algo raro estaba pasando fue que al gordo secretario general de la COGEPANU le pincharon la Pelopincho. Después empezó a juntarse gente frente al shopping con carteles. Primero pensé que eran los típicos argentinos que nunca quieren laburar. Después reconocí entre ellos a fabricantes de zapatos de Rafaela y de muebles de Cañada. Otros me saludaban ceremoniosamente porque parece que en este país todavía hay gente que cree en Papá Noel.
Los carteles permitían reconocer entre la gente a los desocupados del rubro garrapiñadas, de la manzana, del tomate, investigadores de CONICET. Hasta estaba el fabricante de muñecas inflables argentinas. Se lo reconocía porque sacudía un inflador como si fuera un látigo. Algunos tenían carteles de "Yo soy Nisman", o "Andate Yegua". Se ve que no habían tenido ni ganas ni energía para hacer carteles nuevos. Es probable que algunos ni supieran por qué protestaban, ni antes ni ahora. El cartel más raro era una que decía: "¿Salimos a cacerolear, baby?". Uno tenía un cartel que de un lado decía "No al ALCA" y del otro "Sí al ALCA". Me dieron ganas de darle seis caramelos para que se intoxicara pero después me dije que también era un argentino y que todos estuvimos confundidos alguna vez. Ya entonces me habían bajado el sueldo, duplicado las horas de trabajo y sacado los beneficios sociales. Bueno, me dije, todavía me dejan rascar el fondo de la olla del pororó. Ahí se apareció el gerente vestido de Papá Noel. Yo era un desocupado más.
Entonces agarré un cartel del suelo que decía "Yo soy..." y al que le habían dejado los puntos suspensivos para que cada uno piense lo que quiera o para rellenarlo en cada ocasión. A esa altura ya nos custodiaban sesenta camiones hidrantes y dos mil policías. Empezó a aparecer más gente: el chico que me pidió un futuro, los papás noeles del sindicato, los taxistas e ingenieros que no se habían podido rajar, madres, padres, hermanos de los que poco tiempo atrás mendigaban caramelos asquerosos. Era un mar de gente. Pedíamos cosas diferentes, pero no parecía tener importancia. Cuando los taxistas y los de Huber se abrazaron como hermanados en la desgracia, me dije: acá se pudre todo.
Pero lo que más me preocupaba a mí, era que a pesar de que hacía rato que no decía jo jo jo, seguía escuchándolo, como si alguien se riera de mí. Sí, como si se rieran en mi cara. En mi oreja. En mi vida. Con mi vida. Con mi familia. Ahí, de bronca nomás, tratando de silenciar el jo jo jo en mi cabeza, agarré una piedra y se la revoleé a uno de los camiones hidrantes. Y la gente me imitó.