Cuando cerró La Modelo desapareció la última chopería tradicional santafesina y sin haber perdido del todo la fisonomía de las primeras décadas del siglo que habían ido conservando a través del tiempo sucesivos propietarios, un catalán de apellido Viñals, una familia de genoveses y, desde 1931, don Juan Estruch. Sus sillas de estilo vienés eran las mismas, salvo que la trama de esterilla de fibra original de algún lugar del lejano Oriente, en la remodelación del local, había sido reemplazada por su versión en plástico.

En aquel espacio costumbrista debutaban los nenes y las nenas con la cerveza. Durante las salidas de compras al centro con sus padres, La Modelo era una estación donde los pequeños se iniciaban con un "cívico", una medida más pequeña que el liso de chop con la cual eran educados como futuros bebedores de cerveza, sin que a nadie se le ocurriera denunciar, como sucedería en estos tiempos de promoción de leyes secas, que se trataba de inducir a la infancia al alcoholismo. No es fácil determinar si el "cívico" se inventó para uso infantil, ya que esa medida reducida pudo haber sido creada para los bebedores exigentes que la preferían al liso o al balón porque su brevedad no daba tiempo a que el chop perdiera su temperatura ideal.

En esa chopería se sentó Joe Pass y, conviene recordarlo antes de que se olvide, si es que alguien quiere colocar una placa en la fachada de ese recinto donde todavía hay vasos pero vacíos, como parte del stock de un negocio de todo por dos pesos.

La memoria puede ser injusta con la visita de Joe Pass, como no lo fue con Gardel, cuya presencia en Santa Fe para cantar en el cine Apolo fue un acontecimiento que no deja de ser evocado y con tal intensidad que ya son una multitud los adultos mayores que cuentan que El Morocho les pidió un cigarrillo cuando esa noche lo cruzaron en la calle rumbo a la sala. Ya son tantos que, de no mentir, Gardel habría sido un fumador que pudo haber muerto de cáncer de pulmón antes de que cayera el aeroplano en Medellín.

Joe Pass, en su estilo, era el mejor guitarrista de jazz que podía encontrarse esa noche en el planeta, cuando se sentó a una mesa de La Modelo, en un agasajo de los jóvenes músicos santafesinos que integraban la big band con la cual iba a compartir el escenario y que, a la vez, eran promotores de su visita.

Un idioma y caras extrañas, un sitio desconocido al que no se volverá jamás, según el cálculo de probabilidades, forman parte de una rutina de vida profesional que condiciona conductas y reacciones. La desconfianza es una de ellas ya que se trata de ubicarse provisoriamente ante lugares y personas desconocidos. El forastero clasifica la experiencia según un catálogo de situaciones en realidad restringido ya que la música, quienes la practican y la geografía, tanto como el propio género humano, no son de una diversidad tan extrema que no pueda ser abarcada luego de un rato de conversación en una chopería.

Cuando Joe Pass, luego de recibir un obsequio de cuero, que no era una pelota de fútbol, y comer una cazuela de un intrigante contenido llamado mondongo, percibió que se encontraba entre gentes inofensivas de la comunidad universal del jazz. Confirmó esa universalidad con la mención de un fenómeno cuya repetición había registrado en su larga carrera, el del voluntarismo de orquestas de jazz entre vocacionales y profesionales que tienden a incursionar en los terrenos más complejos como, en este caso y en ese momento, los arreglos de Thad Jones.

El concierto fue en el Patio Catedral, así llamado por las grandes columnas desamparadas a la luz desnuda de las estrellas, que son residuos de un proyecto colosal e inconcluso de la diócesis de décadas atrás. Al igual que La Modelo, aquel magnífico auditorio al aire libre habría de cerrar, en este caso por decisión de un obispo cuya debilidad por los seminaristas jóvenes truncaría tiempo después su carrera eclesiástica.

Joe Pass ofreció su set de guitarra sola como los dioses ‑y la expresión se acomoda con facilidad al ámbito de una catedral‑ a pesar de que en el viaje se había extraviado su equipaje y carecía de una muda de ropa y de que, a causa de su diabetes, sufrió antes del recital una hipoglucemia.

Luego tocó Santa Fe Jazz Ensamble y, al final, el guitarrista se unió a la big band para interpretar "Take the A train", en el arreglo original de Ellington. Para cerrar, el director Pedro Casís le gritó al maestro "¡Blues en Do!" y la orquesta arrancó. Se trataba de "This bass was made for walkin", una composición y arreglo de Thad Jones que, efectivamente, es una estructura convencional de blues pero enriquecida con acordes de grandes tensiones armónicas, las cuales, sumadas a una orquestación muy particular, logró sobresaltar a Joe Pass, quien intentó entrar un par de veces al arreglo hasta que se ubicó, no sin echar una mirada extrañada a la banda. No era "C jam blues", un caballo adecuado para galopar sin problemas.

Terminó el concierto y, en lugar de quedarse a aceptar los saludos de músicos y admiradores, se dirigió a Cacho Hussein, el guitarrista de la orquesta, le dijo "vení" y se encerró con él en el camarín. "Al toque, me dio una clase", contó luego Hussein, que utilizaba una Epiphone de caja chica, semejante al modelo 335 de la Gibson de BB King. Joe Pass le recomendó una guitarra de caja más grande, de sonido más acústico, que debía usar con menos volumen de amplificador pero con mano recia, a fin de alcanzar el acompañamiento rítmico liviano de Freddy Green, el gran experto en el rubro.

Dicho en honor a Hussein, esa noche tocó con la única guitarra que tenía y un mes antes había encargado otra que respondía a las características recomendadas por Joe Pass para sostener a una masa orquestal.

La lección confirmó la conocida generosidad de Joe Pass, compartida por muchos músicos de jazz que andan por el mundo y llegan a lugares remotos de su periferia donde acostumbran a responder a una responsabilidad docente, en este caso acentuada por su condición de guitarrista, o sea de ejecutante de un extendido instrumento social cuyos intérpretes tienden a sentirse parte de una iglesia universal y solidaria.

"Quiero volver el año que viene, pero la próxima vez vamos a ensayar", se despidió, cumpliendo con las formas, ya que nadie, ni él mismo, podía saber qué lugares recorrería el año siguiente, que habría de ser el de su muerte.

 

* Publicado originalmente en el libro "Pickup Band" de Roberto Maurer y Oscar Grillo, UNL, 2016