Tirarse a la pileta desde un trampolín. Eso es lo que hace, literalmente, un grupo de chicos en la primera escena de Kékszakállú y es también –metáfora mediante– lo que hace el realizador Gastón Solnicki en su primer largometraje de ficción. Lejos de apropiarse de una historia mediante la calibrada y probada técnica de la escritura de un guión, el director de Süden y Papirosen aplicó algunas de las metodologías de esos dos documentales previos para encontrar un relato entre los pliegues de la realidad, a pura prueba y error. O selección y descarte. El resultado –más allá del llamativo e impronunciable título– es una película misteriosa y algo elusiva (al menos, en una primera visión) que va hallando su norte narrativo a medida que avanza, como si eligiera su propia aventura en cada corte de montaje, en cada viñeta engañosamente desordenada. La excusa (nunca mejor aplicado el término) es una improbable adaptación de El castillo de Barbazul (“A Kékszakállú herceg vára” en idioma húngaro), la única ópera compuesta por el músico Béla Bartók a comienzos del siglo pasado, basada a su vez en el cuento de hadas popular cristalizado en la versión de Charles Perrault a fines del siglo XVII. El film, que podrá verse durante el mes de enero en la sala de cine del Malba (los sábados a las 21:30 horas), tuvo su estreno mundial en septiembre pasado, en el Festival de Venecia. Allí, cuenta su realizador, “apareció en la proyección un amigo chelista, oriundo de Florencia, cuya mujer resultó ser una musicóloga que había hecho su tesis en Budapest, precisamente sobre la ópera El castillo de Barbazul. Supongo que ella fue el espectador más desconcertado de todos respecto de la relación entre ópera y película”. Solnicki es un amante confeso de la música en general y, en particular, de aquella que algunos insisten en seguir llamando “culta”. No casualmente, su ópera prima, Süden, retrataba el regreso del compositor argentino Mauricio Kagel a su país de origen luego de cuarenta años de ausencia: “Me siento muy afortunado de haber podido empezar mi experiencia con Kagel. La música, en el sentido más amplio, es algo que siempre me interesó, incluso antes que el cine. En general, me parece poco natural la música escrita especialmente para el cine, me parece más lógico el camino inverso. Salvo, claro está, las muchas excepciones geniales que existen”.

Música culta versus música popular; intríngulis lingüístico sin razón de ser si se le eliminan los prejuicios y verdades a medias inherentes a todo elitismo o rechazo de uno y otro lado de la barricada musical. En el caso de Bartók en particular, la ironía mayor descansa en la investigación exhaustiva que el autor de Música para cuerda, percusión y celesta realizó in situ en territorio europeo, en busca de los sonidos, acordes y melodías que atravesaban los campos y pequeños pueblos rurales, en los instrumentos y cuerdas vocales del campesinado. Afirma Solnicki que “Bartók hablaba de la transformación de la música campesina en música moderna. Cuando se estrenó en 1914, la ópera Barbazul fue un gran fracaso: las orquestas rechazaban la ejecución, decían que no era posible tocar esa música. Cambió por completo la forma en la cual se componía y se tocaba. Bartók viajó por el este europeo recogiendo melodías y llegó incluso al mundo árabe, siempre registrando la tradición oral de la música campesina. Con el advenimiento del fonógrafo pudo por primera vez empezar a capturar matices que le interesaban y que se le escapan a la escritura, a la nomenclatura musical. Me gusta creer que hay ahí algún tipo de relación con la película: la idea de ir con una cámara a un lugar y ver qué puede ofrecer, de comenzar allí –aunque suene algo ambicioso– a generar una estructura ficcional, cinematográfica”. No hay en la película ningún hombre o monstruo asesino de mujeres. Tampoco un castillo. Los primeros minutos retratan momentos fugaces de un grupo de niños y adolescentes mientras veranean en Punta del Este, “una ciudad que queda muy expuesta a ciertas características del capitalismo y que visualmente es muy cinematográfica”. Instantes donde la diversión parece solaparse con el tedio, donde la siesta se convierte en el inevitable aliado para dejar pasar las horas. Luego, de improviso, con los acordes de Bartók haciendo las veces de hilo sisal entre los dos universos, el film se traslada a Buenos Aires. Y busca y eventualmente encuentra a una posible protagonista en una veinteañera que no estudia ni trabaja (aunque haga un poco de las dos cosas), que se encuentra con sus hermanas para cocinar concienzudamente un pulpo, que parece atrapada en un mundo del cual no puede escapar. “La ópera de Bartók fue apenas un punto de partida, aunque siempre estuve en contacto con la obra, sobre todo en momentos de mucha incertidumbre durante el rodaje. Pero nunca se trató de un libreto para la película, a pesar de que teníamos a mano el texto de la ópera, con marquitas y subrayados de colores; se trata de una obra con un contenido simbólico muy fuerte, pero nunca existió una relación lineal. Lo interesante es que eso es precisamente lo que hizo Bartók con los materiales folclóricos que fue archivando y apropiándose para su música, incluido el propio relato y leyenda de Barbazul: en la ópera, no se trata de un monstruo que se come a las mujeres sino de una víctima de una serie de circunstancias”.

El discreto encanto de la burguesía

La chica rubia come helado de un pote de kilo en la cama de papá. “Entonces vos vivís acá porque no tenés plata para irte a vivir sola. Entonces yo lo que tengo que decirte es que vos busques un trabajo, ganes plata y te vayas a vivir sola”. La frase, dura y descarnada, podría ser la de cualquier padre a un hijo o hija post adolescente, pero en el contexto de Kékszakállú adquiere características particulares. El mundo que describe Solnicki es, de alguna manera, el de su propio entorno; una extensión, tal vez, del que ya había retratado en Papirosen, microscópicamente enfocada en los miembros de su propia familia. Esa descripción de una clase social a partir de un puñado de personajes es, para el realizador, lo que la trasforma en “una película muy política. Creo que es un mundo que no suele ser retratado de esta manera y definitivamente no es un elogio de la burguesía. Pero entiendo que puede despertar prejuicios”. La arquitectura de los lugares juega un rol fundamental en la construcción visual del relato y las escenas alternan los encuadres de las casas de veraneo en Uruguay con las enormes aulas de la Facultad de Arquitectura, que la chica rubia recorre casi como una turista accidental. Es allí donde los planos de una factoría de recipientes y contenedores de telgopor y otra de embutidos (tal vez la fábrica de papá o la del tío o la de algún amigo) no tanto contrastan como complementan la organización del espacio de esos otros ámbitos de estudio o descanso. La chica (el personaje no tiene nombre, pero está interpretado por la actriz Laila Maltz) transita esos ambientes y, en una ocasión de especial relevancia, se asoma a una cornisa que da al vacío, como los chicos al comienzo de la película. En otro momento, encaramada sobre un escritorio, se dedica a otear el horizonte de un aula repleta de estudiantes, como quien asiste azorado a un mundo vibrante y desconocido. O choca torpemente su auto y descubre la posibilidad del fin del mundo, mientras otras criaturas practican movimientos absolutamente rigurosos y elegantes, ligados al proceso creativo o a la práctica de un oficio. Para esos encuadres precisos y prístinos Solnicki contó con el aporte de dos de los directores de fotografía más talentosos de esta generación, Diego Poleri y Fernando Lockett, cada uno de ellos a cargo de una porción del film: el primero, de las escenas registradas en la otra orilla del Río de la Plata; el segundo, de aquellas otras tomadas desde este margen. 

Gastón Solnicki confirma la inexistencia de una estructura narrativa e incluso de una idea madrina que lo guiara, tanto a él como al resto del equipo artístico y técnico, antes del primer grito de “acción”: “El rodaje comenzó con un grupo de amigos y colegas en Uruguay, con el concepto rector de la obra de Bartók, aunque todavía no sabíamos muy bien qué película terminaríamos haciendo. A partir de allí la idea se fue desarrollando y, seis meses después, ya en Buenos Aires, se filmó una segunda parte con los mismos personajes y otros que fuimos descubriendo tanto allá como acá. Y agradezco mucho que se hayan sumado porque en ese momento la película no tenía título ni estructura y, sin embargo, se involucraron mucho. La película se fue abriendo hacia su propio material y –como ocurrió en mis films anteriores– fue en el proceso editorial, en el montaje, donde finalmente se consolidó una historia posible dentro de todo lo que el material ofrecía, a partir de muchas horas de material en bruto. Supongo que ahí hay algo de mi trabajo previo con el documental y con otra idea, que es la dificultad que existe en el cine a la hora de señalar algo sin subrayarlo. Los materiales se utilizaron no con la idea de que significaran algo en concreto sino con la idea de que podían significar alguna cosa. Muchas de esas cosas terminaron funcionando de una manera distinta a la que habíamos planeado; eso fue algo que me dijeron algunas de las actrices, que vieron la película terminada por primera vez hace poco tiempo. Esa es una de las ventajas de no partir de algo muy organizado, como cuando uno emprende un viaje sin demasiada planificación y permite toparse con experiencias inesperadas. Por otro lado, para cierto tipo de viajes (o películas) es necesario contar con algún tipo de orden. Esta película fue un gran desorden, en ese sentido: no hubo guión ni plan de rodaje rígido, pero sí actores, equipo, locaciones e ideas para generar situaciones. En el montaje dimos vuelta el material hasta el último grado posible y así fue que la estructura se fue consolidando a medida que un parte del material pasaba a formar parte de la película y mucho otro quedaba afuera”.

La arquitectura del homicidio

Si el cine es un acto creativo colectivo organizado alrededor de la figura del realizador –un poco como en la ejecución de la música sinfónica, donde el conductor de orquesta gobierna, pero nunca opaca el resto de los aportes–, podría afirmarse que Kékszakállú no sería la misma película sin la presencia de Laila Maltz, la chica rubia de ojos tristes que carga los pesados morrales de su familia, su clase social y sus propias limitaciones para lidiar con el mundo. Habiendo apenas participado de un par de cortometrajes previos (entre ellos Noelia, de María Alché), Maltz es para Solnicki “un talento enorme, que llegó por recomendación de Alché, sabiendo que ella iba a estar en Uruguay de vacaciones en la época del rodaje. En un primer momento, mi idea era trabajar con mi sobrina, una de las chicas que aparecen en Papirosen y que en Kékszakállú tiene un pequeño papel en el comienzo. Con Laila empezamos a hacer pruebas y, en un principio, para mí fue algo difícil, porque se trata de un estilo de actuación muy distinto a todo lo que venía haciendo. Fue un desafío para ambos, pero la cosa comenzó a darse de manera muy natural”. Algunos otros Barbazules en la historia del cine: el de Chaplin (Monsieur Verdoux), el de Ernst Lubitsch (La octava mujer de Barba Azul), el de Fritz Lang (El secreto tras la puerta). Solnicki confiesa la no tan secreta influencia de este último film: “Hay una idea muy hermosa en esa película que es que las arquitecturas pueden inspirar el homicidio; no es que esa idea esté en mi propia película, donde no hay ninguna muerte, pero sí la fue nutriendo de alguna manera. Siempre quise hacer Barbazul, pero pensando más bien en una atmósfera. De alguna forma, en esta transición personal hacia la ficción, existió una necesidad de entender que para continuar filmando no era necesario ser una especie de reportero de guerra: podía trabajar con otra gente y abrirme a la posibilidad de contar con actores e, incluso, a la idea de trabajar con materiales escritos, aunque como mencioné antes esta película nunca tuvo un guión. Esa necesidad de dar un paso hacia otro lugar tampoco implicaba desgarrarme y pretender ser absolutamente original o novedoso. Debo decir que fue un proceso muy libre, muy improvisado, que dependió de muchas voluntades y necesidades de un grupo de gente. En ese sentido, la siento como una película de transición”.