Argentina es un país con serios problemas de desmemoria y, a la vez y contradictoriamente, con nudos amorosos en su memoria. Es un país que perdió el original de su declaración de Independencia y transformó en onomásticas de calles a gentes interesantes y dinámicas que se merecen ser más que próceres. Pero a la vez es una tierra poblada de Cabildos y postas conservadas y queridas, de estancias cargadas de años, de marcadores de cosas que nos pasaron. Ahí están en la Capital la pirámide de Mayo, que no es pirámide sino obelisco, y el cabildo del 25 de mayo, remodelado, demolido y reconstruido como símbolo patrio. Y ahí está la casita de Tucumán.
Oscar Andrés de Masi le dedica un libro entero a la “Reinvención de la casa de la Independencia” que publica el Grupo Habitat, los que editan la esencial revista de técnicas y saberes de la conservación y el restauro. De Masi es un especialista en normativa y un historiador del patrimonio monumental que fue docente y vocal de la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos, y su libro es una investigación de la historia concreta de una casa, de su uso en 1816 y de su posteridad azarosa. Al leerlo uno se alegra de que esa estructura haya sobrevivido, se agarra la cabeza por lo que le hicieron a lo largo de los años, y se alivia de que le hayan dado su aspecto actual. El falso histórico será pecado para los arquitectos, pero sólo para ellos.
Lo primero que queda en claro que eso de “casita” es de manual escolar. La casa es un flor de caserón, amplio y bien construido, con un portal barroco que se usaba como muestra de linaje. También es bastante más antigua que 1816 porque los Bazán-Laguna eran familia vieja en la provincia, descendientes de españoles “fundadores y magistrados”, y su vivienda como la conocieron los delegados de la Independencia databa de por lo menos 1780, aunque es posible que en esa manzana, que perteneció a la familia, hubiera otra anterior. La casa fue remodelada y reparada en 1815 y, según la tradición, fue cedida para el encuentro nacional, aunque es muy posible que hubiera algún tipo de arriendo. Esto explicaría que el Congreso tucumano se haya demorado hasta 1817 en mudarse a Buenos Aires y se sabe que parte de la casa siguió alquilada al Ejército. En algún momento de la década de 1820, la casa vuelve a ser hogar familiar.
Y ahí empezó la decadencia, porque la familia ya no tenía los medios de antaño. De Masi cita a una descendiente, Gertrudis Laguna de Zavalía, que en 1861 pide una exención impositiva por el valor histórico del “santuario que yace olvidado por la Nación”. Según la señora, todo se mantenía como había sido en el momento de nuestro nacimiento como país, aunque alguna vez se había pintado la casa de rojo punzó, a la federal. Sólo en 1871 la familia consiguió que no le cobraran más impuestos. En 1869 se había pasado una ley nacional para comprar la casa como sitio histórico, que nunca se aplicó, y recién en 1874 se hizo efectiva la venta, por 25000 pesos fuertes, pero para usar el lugar como juzgado federal y correo. Ahí empezaron los destrozos.
La casa fue semidemolida y completamente remodelada a partir de 1875, aunque el presidente era el tucumano Nicolás Avellaneda. Lo que quedó era muy bonito y a la vez un acto de barbarie: pilastras toscanas, frontón pedimentado triangular, leones, tímpanos sobre las ventanas. Esta italianización implicó también una amplia demolición interior, que se detuvo en el ambiente más sagrado, el salón de la jura, que fue vaciado y cerrado, pero no alterado. Por muchos años, el salón se abría para los turistas y visitantes, que ya consideraban esencial visitar la casa si pasaban por Tucumán, y los testimonios son unánimes, desilusionados. Todo el mundo ya tenía en la cabeza la iconografía de los diputados jurando y cuando veían el lugar polvoriento y lleno de humedades eran un golpe.
Con lo que no extraña que otro tucumano, Julio Argentino Roca, decretara una obra en 1903. Lo que se hizo fue terrible, una demolición completa de la casa excepto por el salón de la jura, que quedó como una casita autónoma -esta sí, chiquita- en medio de un terreno despejado. Inmediatamente se le construyó alrededor un pomposo templete a la francesa con techo de vidrios, cribado de ornamentos, almenas, frisos y demás ornamentos sin mayor sentido histórico. El templete se iba de escala con todo lo que lo rodeaba y, como cubría apenas un salón de la casa original que quedaba hacia los fondos, se retiraba y creaba un jardín delantero con rejas. Como señala De Masi, creaba una buena perspectiva para admirar el edificio trucho y funcionaba como un lujoso “alhajero” con un modesto ranchito de barro y tejas adentro.
Fue justamente la flamante Comisión Nacional la que logró revertir la situación encargando en 1940 un estudio técnico. Entre los participantes estaba el arquitectos y entonces diputado nacional -algo olvidado- Carlos Noel, todo un hispanista. Rápidamente se decidió demoler el pabellón y reconstruir la casa, con diseño y maqueta de Mario Buschiazzo, que acababa de completar con Noel la aventura de revivir el cabildo porteño. Los trabajos comenzaron en 1942 con un programa diferente al del cabildo porque en el caso porteño el edificio estaba más o menos mutilado, excepto por la torre desaparecida, pero en el tucumano sólo quedaba un ambiente.
Lo primero que hicieron fue buscar los cimientos originales, que coincidían con los bocetos de planos históricos y con la iconografía disponible. Mientras se demolía el templete, larga y costosa tarea, se compraban materiales de época, como 600 tejas coloniales, doce pilares de quebracho como las de las galerías originales, cuatro rejas y doce puertas, todos provenientes de casas tucumanas contemporáneas. Buschiazzo hizo ampliar la foto de la fachada, tomada en 1869 por Angel Paganelli, que mostraba la casa cachuza y rota pero no remodelada, y que era el único registro exacto que sobrevivió. Los años de trabajo mezclaron problemas de inserción de hormigón en adobe con la búsqueda de “sabor de época”, con cosas como conseguir un carpintero chaqueño que sabía pulir maderas con azuela y no con cepillo, para que las texturas de las piezas de reposición fueran las correctas.
En 1944 la “casita” estaba lista y el Correo hizo algo nunca visto, imprimir cincuenta millones de estampillas con su imagen. Esto fue, en esos tiempos anteriores a la TV, una masiva manera de imponer la iconografía de la casa. Fue un éxito que se trasladó a billetes, libros, manuales escolares y finalmente al imaginario colectivo de los argentinos. De Masi cuenta esta historia con un aspecto más, el de la discusión entre criterios de preservación y reconstrucción, las libertades que se tomaban en la época al intervenir en edificios, y en polémicas interminables sobre el mobiliario que se exhibe en el lugar.