¿Será la paternidad un invento contemporáneo? No la paternidad-Estado, la idea de padre como autoridad, modelo distante y obsesión edípica o kafkiana, sino la imagen del padre que oficia como payaso, remisero, changarín, enfermero y maestra jardinera. Esta saludable evolución de las costumbres aparece representada en la danza de un padre abrumado y sus hijas –lo que incluye muchos accesorios– en el nuevo libro de Iñaki Echeverría.

   La paternidad obliga a los hombres a una suerte de doble vida: no parece ser la misma persona el circunspecto oficinista, el curtido obrero metalúrgico o el dedicado dibujante que ese sujeto ojeroso que, cuando no está disfrazado de Blancanieves está cubierto de vómito y cuando no lleva semanas sin dormir debe esforzarse en atender las complejas aventuras del Sapo Pepe o de Pepa Pig. (Aunque, como consigna un memorable chiste de La vida de un Padre Abrumado, todos esos sujetos  pueden reconocerse entre sí, como animales de la misma especie, en los rastros de purpurina en la ropa o stikers en el pelo).

   Iñaki Echeverría es un dibujante que parece especialmente dotado para ocuparse de estas múltiples vidas que harían parecer a Bruce Wayne un dechado de cordura. No porque esté loco, ni estrictamente porque las andanzas de este padre abrumado tengan mucho de autobiografía, sino sobre todo porque su propia producción como ilustrador e historietista recorre registros que parecen el producto de varias cabezas o varias manos.

   Para empezar, trabaja en dos géneros que están en los extremos de un lenguaje: de la novela gráfica a la tira de humor. Como historietista “realista”, o “serio”, si es posible usar esas categorías un poco apolilladas, ha publicados libros con climas y temas muy diversos. Algunos a partir de fantasías violentas, tristes o melancólicas, como Negro el 10, con guión de Santiago Maisonnave, de un clima cercano al policial negro; como los recuerdos de infancia de Muffins o los juegos con el punto de vista que ensaya junto a Esteban Castroman en Fierro. Otros libros proponen relatos muy duros, como Beya, basado en una nouvelle de su amiga Gabriela Cabezón Cámara sobre una víctima de trata, donde buscó “contar con las imágenes la atmósfera de violencia y sometimiento permanente”. O El Vástago, publicado en Fierro y todavía no recopilado en libro, que surgió de la colaboración con Cabezón Cámara y Selva Almada, y recorre la historia del hijo esquizofrénico de un dictador muy reconocible escondido o abandonado en un manicomio sórdido y aterrador. En estos libros el dibujo de Echeverría retuerce las formas humanas, en un trazo y un claroscuro en que el que él reconoce como influencias a José Muñoz (el dibujante de Alack Sinner y Sudor Sudaca) o a las figuras de engañosa alegría del plástico Jorge de la Vega.

   Es difícil imaginar que el autor de estos libros (o de un proyecto anunciado sobre la mega causa ESMA) es además el muy eficaz humorista del suplemento Sátira 12 o Fierro. Con un trazo que recuerda al Fontanarrosa más retorcido (y permite, creando precursores, ver que Fontanarrosa, Muñoz y De La Vega son parte de una misma familia gráfica), publica chistes unitarios y, sobre todo, series de tiras con un tema común, como Piso Compartido o Ciudad Jardín, los insectos con guión de Jorh. Una mirada atenta, sin embargo, permite ver con facilidad que se trata de la misma persona. Las tiras y las páginas de historieta comparten una mirada atenta a la composición y el diseño: una búsqueda en que quizás sea posible encontrar huellas de una abandonada profesión de arquitecto, pero sobre todo un interés por los juegos con la forma y una búsqueda por evitar la rutina gráfica. Pero los temas, además, se cruzan en una misma mirada en que pueden convivir momentos de ternura con momentos de crueldad. Los chistes de Piso compartido no escatiman violencia, humor negro y tristeza (un anciano se aburre en la fiesta de “egresados de 1933”), los de Ciudad Jardín agotan los modos en que puede aplastarse un bicho y los lugares obscenos donde puede meterse.

   De manera que Padre Abrumado, la tira y el flamante libro, son otro síntoma de esquizofrenia (sana, en este caso) en el interior del lado humorístico de Iñaki Echeverría. Aunque no se entrega por suerte a excesos de dulzura ni a frases con destino de póster, se nota que la paternidad le permite  reconocer la ternura y la gracia con que los niños compensan su completo egoísmo, probablemente para evitar la extinción de la especie cuando los padres superan ciertas cotas de cansancio. Es interesante notar como es posible rastrear una cierta mirada masculina en un espacio -los nenes, la intimidad familiar, las infinitas complicaciones minúsculas de la crianza- tradicionalmente considerado “femenino”. En principio porque, de manera deliberada, se deja para el “fuera de cuadro” cualquier figura materna (y casi cualquier otra figura salvo ese padre y sus dos hijas), lo que subraya cierta asfixia, por lo demás maravillosa, que cualquier padre ha experimentado alguna vez. “Me llevo tiempo pero finalmente me di cuenta que no estaba escribiendo sobre mis hijas, sino sobre lo que me sucede ante ellas”. Es notable como Padre Abrumado puede funcionar como una excelente y peligrosa propaganda a favor de la paternidad. Basta ojear el libro para notar como, a medida que avanzan las páginas y las nenas crecen, las ojeras del protagonista disminuyen y abundan más las sonrisas que el cansancio o el desconcierto. Echeverría se propone continuar siguiendo el crecimiento de esas nenas. “Mientras mis hijas me lo permitan”, dice Echeverría”, y se nota que no le disgusta para nada el plan, aunque venga con restos de purpurina y stikers.