1. Mi padre sale hoy de la cárcel. Hace casi seis años que no lo veo. Mis hermanos, Julián y Verónica, al igual que mi madre, siguieron yendo a visitarlo todas las semanas, luego de que yo dejara de hacerlo. No se los reprocho. Cada cual es como es. Cada cual vive su propia historia. Yo no soy quien para entrometerme en la de ellos.

2. Es difícil imaginar cómo será tener a mi padre de vuelta en la casa. Cuando fue preso yo tenía apenas diez años. Por lo tanto, algo recuerdo. Ciertas noches de verano a orillas del río; algunos domingos por la mañana, en el bar del club, rodeados de tangos y ancianos complacientes. Un puñado de madrugadas sentado en sus rodillas mientras él jugaba a las cartas y yo a ser su obstinado amuleto. Distinto debe ser para mis hermanos, supongo. Julián tenía entonces tres años. Verónica, tan sólo seis meses. Es por eso que entiendo su porfiado entusiasmo. Para ellos, más allá de todo, se trata de un ansiado regreso.

3. En el barrio en el que vivimos mi padre es una especie de prócer. Sin importar la edad de quien transmita en su momento la leyenda, no hay quien no haga referencia a su inteligencia. Él era el cerebro. Era el que planeaba cada detalle, el que reunía el material y los hombres indicados para cada tarea. Nunca portó un arma. Jamás nadie lo escuchó gritar, jurar o maldecir. Claro que por entonces nuestra casa era la única de la cuadra.

4. Al igual que mis hermanos, hace varios días que mi madre está eufórica. Ha dado vuelta la casa, limpiado a fondo cada rincón, borrado huellas y recreado otras tantas. Incluso ha comprado un sillón, lo cual, dado nuestra situación económica, resulta asombroso. En casa el único dinero que ingresa es el que gano en la fábrica, más algún que otro trabajo que mi madre hace cada tanto con su máquina de coser.

5. Una tarde, tres años después de que encarcelaran a mi padre, yo estaba en la plaza jugando a la pelota con mis amigos, como todos los días, al salir de la escuela. Hacía rato que había notado que una mujer joven, más joven que mi madre, por cierto, y que no conocía del barrio, con una nena de unos dos años, sentada en uno de los bancos de cemento, me observaba, o nos observaba. En su momento me llamó la atención, pero no como para que tomara cartas en el asunto. Fue ella quien lo hizo, cuando ya la mayoría de mis amigos se habían marchado. Se acercó a mí, pronunció mi nombre. La miré. Luego miré a la nena que estaba en sus brazos. Si tu padre no hubiera vuelto esa tarde a su casa, ahora no estaría preso, fue lo que dijo. Y agregó: estaría lejos, pero no preso. Luego se dio media vuelta y se fue. Creo que las dos, tanto la mujer como la nena, estaban llorando.

6. Mi madre quiere que esta noche cene con ellos. Le he dicho que sí. Salgo a las diez de la fábrica. Pueden cenar si quieren, fue lo que le dije. Sería una estupidez pedir que me esperen.

7. A los diez años yo tenía un montón de sueños, como cualquier otro chico. Cada vez que trato de reconstruir aquel día, el día en que se llevaron a mi padre, se me viene a la cabeza la idea de que es imposible planear un futuro. No recuerdo si por aquel entonces pensaba estudiar alguna carrera universitaria, ser bombero, piloto de avión o jugador de fútbol, o quizá todo a la vez. Tenía diez años, repito. Pero en lugar de todo eso, a los catorce entré a trabajar en una carpintería, y dos años más tarde en la fábrica en la que trabajo hasta ahora. Jamás me quejé de lo que me había tocado. Uno es y se define por las elecciones que hace, por las decisiones que toma ante cada circunstancia. No creo en el destino. Sólo cuento los hechos.

8. Salgo de la fábrica a las nueve y media de la noche. Mi jefe vive a dos cuadras de mi casa, se crió en el barrio, conoce a mi padre y está enterado de su regreso. Ni siquiera tuve que decirle nada. No era mi intención. Se me acercó y me preguntó qué esperaba para irme. Sólo eso. Le di las gracias y me marché. Ahora paro en el kiosco de la esquina. Tomo  un par de cervezas con mis amigos. Es lo que hago todos los días, y no veo por qué tenga que cambiar mi itinerario. Reconozco que no es un día cualquiera. Pero creo que es mejor así. Este soy yo. Aunque hay cosas que pueden cambiarse.

9. De aquella mujer no supe más nada. Esa tarde, al volver a mi casa, vi a mi madre sentada frente a la máquina de coser. Hacía mucho calor. Mi madre sudaba. Estaba confeccionando un vestido de novia para una vecina. Mentiría si dijera que no estuve tentado de contarle lo que me había ocurrido. No sé qué me retuvo entonces. Lo comprendí años más tarde. De alguna manera supe, o ya lo sabía desde antes, desde la tarde en que un patrullero se había llevado a mi padre, que todo acto, de manera irrevocable, tenía sus consecuencias. Incluso el de hablar.

10. La última vez que fui a visitar a mi padre, me contó que estaban por otorgarle una salida transitoria. Dijo que era un paso previo para la libertad definitiva. Yo nunca había hecho referencia a la mujer que se había presentado en la plaza. Cuando me comentó lo de la salida transitoria, se lo dije. Él me escuchó con atención. Me miraba fijo a los ojos. En ningún momento negó nada. Ni siquiera cuando hice referencia a la nena que la mujer llevaba en los brazos. Le pregunté entonces qué haría ese día. Adónde iría. Su respuesta fue la siguiente: vamos a estar bien, no te preocupes. Le contesté que no estaba preocupado y quise saber a qué se refería con lo de estar bien. Ya vas a ver, fue lo único que dijo.

11. Nada podía fallar, pero algo falló. Cuenta la leyenda que tres hombres encapuchados entraron al banco, redujeron a los dos guardias de seguridad, se alzaron con todo el dinero de las tres cajas, salieron en menos de dos minutos, se subieron a un auto que los estaba esperando a unos veinte metros, doblando la esquina, y huyeron. La policía no llegó a perseguirlos. A unas treinta cuadras otro auto los estaba esperando. Uno de los hombres montó en él con el botín. Salieron a la ruta e hicieron unos treinta kilómetros. Llegaron a una chacra. El reparto se llevó a cabo allí. No sé si los otros dos hombres estuvieron presentes. Tampoco sé si estaba presente mi padre. Lo cierto es que de ninguno de los tres hombres que perpetraron el hecho se supo más nada. Una semana después, un patrullero se detuvo en la puerta de casa. Lo demás ya se sabe.

12. Muchas veces, luego de aquel incidente en la plaza, me pregunté por qué aquella mujer me había escogido a mí. Qué había logrado con eso. Qué alivio, o satisfacción, pretendía obtener con revelarme aquel fallido desenlace. En principio no obtuve respuesta, pero años más tarde llegué a entenderlo. Entonces sentí una gran pena por la mujer. Recordé a la nena que llevaba en brazos, en su llanto, y también sentí pena por ella. También pensé en Verónica y en Julián. Y en mi madre. En realidad pensé en todos nosotros.

13. Cuando llego, ya todos han terminado de cenar. Le doy la mano a mi padre. Me siento. Mi madre calienta la comida, de la que apenas pruebo un par de bocados. Mi padre cuenta anécdotas de la cárcel. Vidas. Rituales. Verónica se muestra interesada, quiere saber más. Julián se queda callado. En algún momento, hasta llego a preguntarme si no está al tanto de todo. Sí, de algún modo, todo lo que yo sé también le ha llegado. No cruzamos una sola palabra hasta que los demás se van a dormir. Mi madre es la última en hacerlo. No dice nada. Se pierde en la cocina. Luego la veo pasar en dirección a la pieza. Nos quedamos solos, mi padre y yo. Me pregunta cómo van las cosas en la fábrica. Asiento. Luego hace una especie de introducción, de la que sólo escucho algunas palabras. Perdón, hijo, finalmente, dice. Siento ganas de golpearlo. De empezar, no sé cuál sería el límite.

14. Mis amigos siguen sentados en el kiosco de la esquina. Los saludo y sigo de largo. El barrio no ha cambiado demasiado. Lo han iluminado, pero la parada de colectivos más cercana sigue situada a unas diez cuadras. Camino despacio, no tengo apuro. La noche es un mar infinito de estrellas.