Hace un año que Mauricio Macri ya no es jefe de Gobierno porteño y que lo reemplazó su viejo jefe de gabinete, Horacio Rodríguez Larreta. Más de uno se imaginaba que las cosas no podían ser peor para Buenos Aires con el recambio, ya que Macri es como Trump, un especulador inmobiliario, uno de los que piensan que torres son progreso y que la tierra pública es un asset sin utilizar, algo a privatizar. Pero resulta que no, que algunos macristas cínicos tenían razón cuando murmuraban en diciembre de 2015 que la cosa se iba a poner animada recién ahora.
Una característica del larretismo es la obsesión por reconstruir la ciudad tomando superficialmente modelos como los de Nueva York. Van de turistas, ven las supertorres, se excitan pensando que eso es modernidad, quieren imitarlo. Este proceso de dependencia cultural y psicológica es muy alimentado por el lucro, ya que alguien va a hacer fortunas, alguien agradecido con los gestores de lo público que los habiliten. El efecto es de derrame, porque los de arriba piensan que construyen sus carreras políticas hacia futuros brillantes -ya van dos jefes de Gobierno porteños que llegan a presidentes- y los de abajo van mojando su pancito.
A principios de gestión, Larreta pidió ideas a propios y ajenos, ideas sobre cómo usar la tierra pública para “mejorar la ciudad” concediéndola, alquilándola, vendiéndola. Así le vendieron, desde adentro de su gobierno y desde afuera, ideas como la de recortar toda una franja del autódromo porteño para crear una suerte de polo tuerca con concesionarias, restaurantes, talleres y varios etcéteras. También surgió la idea tan polémica del supuesto polo científico en el Tiro Federal, que ya dan por hecho pero puede seguir con una batalla judicial interminable. Y el pobre Parque de la Ciudad, donde se pierden 50 hectáreas para “abrir al público” otras cincuenta.
Este último caso es colosal y ejemplar de cómo piensan los que le acercan negocios al jefe de Gobierno, y también los que le hacen el marketing a estos proyectos. La Ciudad tiene 100 hectáreas en el sur y no sabe qué hacer con ellas. La zona es deprimida, llena de problemas sociales, con una villa, cerca del Riachuelo y con un megaproyecto de la dictadura fallido y cadavérico, un parque de diversiones con una torre que se usa como antenario. A falta de ideas de gestión, se renuncia a hacerlas: es como cuando se enrejan las plazas porque se confiesa la fiaca o la inhabilidad para custodiarlas y cuidarlas. ¿Qué se hace? Ir a los privados y tratar la tierra pública como un development, un country, un lote a desarrollar.
Con lo que el Parque va a desaparecer en una mitad que se va en calles, una villa olímpica, algún edificio público y muchas manzanas para vender a privados que, se asume, construirán viviendas y oficinas. La masividad del proyecto, 49 hectáreas entre todo, se supone suficiente para atraer nuevos vecinos y puestos de trabajo a esta zona hasta ahora anómica. Se ignora y no se menciona ni difunde cualquier número que permita estimar cuánto puede ganar o perder la Ciudad por el proyecto: ¿cuánto cuesta crear estas calles? ¿y la infraestructura? ¿a cuánto se venden los lotes? ¿cuánto costaría un metro construido en ese lugar? Misterio absoluto.
Lo que tampoco se menciona es qué se va a hacer para compensar las hectáreas perdidas. Según los renders, el parque existente va a quedar reducido a un cuadrado enorme en el medio del nuevo “barrio”, con calles internas y otras amenidades que no se terminan de definir. Las 49 hectáreas a sacrificar, según parece, no figuran en ningún plan de compensación de superficies verdes. Larreta no construye plazas, no abre espacios nuevos, ni siquiera se preocupa por la entendible y marketinera fórmula de metros por habitante, que es patéticamente baja en Buenos Aires y sigue bajando bajo su gestión.
Para entender cómo se hacen estas cosas en serio vale la pena volver a Nueva York. Este año, el Museo de Ciencias Naturales de Central Park -el de la película en que las piezas se animan de noche- logró que finalmente le aprobaran el primer trámite de un proyecto de expansión. Le tomó tres años a la institución y varios cambios de diseño lograrlo, porque la municipalidad neoyorquino le rebotaba el aspecto del edificio por feo, brutal, alto y disruptivo. El Museo lo cambió, lo consultó y lo adaptó hasta que finalmente fue aprobado. La segunda parte del trámite implica el uso del parque, porque la ampliación va a tomar algunos miles de metros de césped y se va a cargar algunos árboles. Esto, en el paraíso del capitalismo, el hogar de Trump, el bosque de las supertorres, debe ser compensado. El Museo está preparando su propuesta de dónde va a crear un nuevo espacio verde, de su bolsillo, para que Nueva York no pierda metros de verde. Las posibilidades son que encuentre metros libres en alguna parte del éjido urbano, las compre, las parquice y las abra al público, o que compre edificios, los demuela y cree un parque. Si lo hace fuera de Manhattan, donde la densidad es alta, el Museo deberá comprar más metros de los que usará en el Central Park para compensar.
Esta seriedad no se aplica por aquí ni al propio gobierno porteño, que alegremente anuncia proyectos donde se pierden manzanas enteras de árboles y pasto, y luego avisa que “abre al público” lo que sobre. Es la misma frase que se usa en el Tiro Federal, donde se promete que la mitad de la planta de los hoteles, locales, oficinas y, también, alguna oficina de tecnología, estarán abiertos al público. Y se venden los techos de los garages subterráneos como espacios verdes, la misma manganeta de pasar espacios abiertos por verdes que se usó en el Centro de Convenciones de la avenida Alcorta.
Si a esto se le suma la irregular suba del FOT en la Manzana 66 para que valga lo mismo que una manzana en Saavedra/Núñez, el hambre oficial por venderle a IRSA los terrenos del puerto, los de Catalinas Norte y los del patio ferroviario de Caballito, la destrucción de terrenos propios en Colegiales que llegaron al absurdo de cortar los árboles de la vereda atrás del Mercado de Antigüedades, y tantos negocios más, se ven para dónde van las cosas. A la vez, hay toda una BA Verde que consiste en cambiar las superficies de las calles del Centro de asfalto a baldosas, sin crear verde alguno, y en relanzar el viejo tema de los contratos de la basura. Pero no hay ningún esfuerzo por comprar lotes y hacer verde y los anuncios de nuevos espacios son siempre recortes de emprendimientos cedidos a los privados.
Hasta el parque de la Estación, un logro de los vecinos de Once, parece ser una excusa para permitir hacer torres, aun a costa del patrimonio ferroviario del lugar.