El paisaje vital y el de la ficción eran el mismo: casas bajas, barro, calles sin terminar y un poco de oscuridad. Hasta hace ocho meses, el poeta, narrador y editor Walter Lezcano vivía en San Francisco Solano. En ese barrio de la zona sur del Gran Buenos Aires fundó la primera editorial independiente del lugar, Mancha de Aceite, y ahí transcurre su última novela, Luces calientes (Tusquets), la historia de supervivencia de un grupo de jóvenes, atravesados por la muerte de 84 pibes durante un recital de Los Nietos del Carnicero, la noche del 30 de diciembre de 2004. Cualquier parecido con Cromañón no es pura coincidencia. Pero el escritor toma la ficción para despegarse de la realidad y poder explorar el infierno de los desechados por el sistema. “El mundo era ese lugar en el que siempre se aprendía algo de la peor manera”, se dice en una parte de la novela. “El Estado elige de qué grupo social ocuparse y qué tipo de jóvenes tiene futuro para ellos y qué tipo de jóvenes no”, plantea Lezcano en la entrevista con PáginaI12.
–¿Qué se aprendió “de la peor manera” con la tragedia de Cromañón?
–El rock fue ese lugar en que la tragedia estaba como latente y nunca terminaba de concretarse. Hubo un montón de gente que fue a buscar la alegría y no su final. La tragedia quedó pegada a un número y a una situación judicial que se resolvió de manera muy compleja. La figura del cantante de Callejeros quedó en una zona de difícil ubicación dentro del mundo del rock, con gente apoyándolo y gente denostándolo. Y mostró también que el rock tenía su mirada de clase y los periodistas de rock expusieron también todos sus prejuicios sobre la gente que fue al recital. Hay una condena sobre la banda, sobre (Omar) Chabán y sobre el público también.
–Se suele pensar que la tragedia de Cromañón marcó un antes y un después en el rock. ¿Qué fue lo que cambió?
–Me parece que marcó el fin de una época que ya se venía perfilando: el cambio de siglo. Las discográficas estaban como muriendo y se estaba avecinando la masificación de Internet. Lo que vino después tuvo que ver con el cambio de la relación de las bandas con su público; el público empezó a ser un poco más autoconsciente del lugar que ocupaba en un espacio. Y también fue el fin de una manera de concebir el rock, ese eslogan del Indio que el rock rompe los decorados de la vida cotidiana. La inconsciencia empezó a tener un límite: buscando la alegría, se podía encontrar otras cosas también. El rock argentino empezó a buscar un nuevo sonido y a armar un nuevo circuito: la independencia no como elección, sino como la única salida que tiene una banda cuando recién empieza. Después hubo que adaptarse a los cambios que trajo Internet para la vida de todos.
–Martín, el sobreviviente de la tragedia en la novela, va a escribir a un ciber… No es algo que sucedió hace treinta años atrás, es apenas unos diez a quince años. No es tanto tiempo el transcurrido, pero los cambios fueron muy radicales, ¿no?
–Sí, es cierto eso. Con esas escenas lo que quería mostrar es que el cambio que trajo Internet llegó tarde al conurbano. Yo tengo la idea de que acá llegó un poco más rápido y en el conurbano era medio berreta todo. Me interesaba ver cómo Martín se iba relacionando con Internet y empezaba a dejar de comprar revistas. Esa sensación de libertad que daba Internet al comienzo, ¿no? Ahora Internet es una cárcel perjudicial.
–¿En qué sentido es una cárcel?
–Creemos que podemos conseguirlo todo: desde obtención de información hasta un polvo. Se nos han acortado las posibilidades de imaginar cómo habitar los dos mundos. También digo que es una cárcel porque dificulta la relación con los más chicos. Yo los veo en reuniones y es muy difícil que los adolescentes puedan interactuar. Pareciera que no pueden vivir sin la virtualidad.
–¿Cómo fue la relación entre la tragedia y lo que iba surgiendo en la escritura de la novela?
–Hubo una etapa en que tuve muchas dudas… pensaba si no estaba utilizando una tragedia a mi favor, una cuestión moral que me incomodaba. En ese momento me preguntaba que tanto la ficción puede acercarse o qué tanto necesitaba yo de los datos para construir una ficción atractiva. Cuando me liberé de esa idea de que necesitaba acercarme y que la ficción tenía que construirse con elementos propios, pude llevar a buen puerto la novela. Me acuerdo que Fabián Casas me dijo que no me remitiera tanto a Cromañón y me pareció un buen consejo porque me dio la posibilidad de expandir el juego, de agregar piezas que disparaban sentidos. La imaginación puede llegar a zonas donde la realidad se presenta opaca. Yo no quería tener testimonios ni quería investigar demasiado. Quería dejarme llevar por cierta memoria emotiva que me planteaba climas o sensaciones.
–En la novela, el boliche “Luces calientes” estaba habilitado para unas 500 personas y había más de 700. ¿Por qué trabajó con un espacio más reducido?
–Yo entré a Cromañón, fui a ver a Skay (Beilinson). Tenía la dimensión de cómo era Cromañón y no quería un lugar tan grande. Yo sentía que narrativamente podía dominar un espacio más pequeño, un boliche del conurbano que había sido cerrado unas tres veces por problemas de violencia. En la novela, los chicos están buscando felicidad todo el tiempo y yo quería que se percibiera lo que había por debajo de esa felicidad, esa violencia que estaba relacionada con la vida que llevaban. Me parecía que un lugar pequeño no le restaba magnitud porque podía ser sintomático de un estado de época, de un estado social y de un estado político. Había muchas fuerzas traccionando las vidas de estos pibes. Yo me crie en el punk, en el rock, mi educación sentimental pasó por esos lados. Yo iba a un recital para expandir mi cabeza, para recibir información que me sirviera para vivir. En los recitales de Los Piojos o La Renga había mucha bronca contra el sistema y era el único momento para expresar algo distinto. Pero era una fiesta en la cual no podía encontrar mi zona de placer. Quizá no me sentía parte de esa generación. No podía conectar con ese tipo de festejo.
–¿A qué generación se refiere?
–Me refiero a los que vivíamos en el fondo de la olla, absolutamente olvidados por los padres, por el sistema económico y político, y que tratábamos de encontrar placer donde podíamos. Algunos con más suerte de poder escuchar más música y otros no tanto. En los noventa nos dimos cuenta de que la fiesta la íbamos a pagar entre todos y los de siempre; me parece que esa generación eran los hijos de los que ya venían pagando fiestas hace un montón. En ningún momento pudieron dar el salto. Lo que dejó el menemismo fue esa pobreza estructural en chicos que ya tenían padres que no podían encontrar un trabajo fijo. La literatura argentina se había ocupado de la clase media nada más, supongo que porque la mayoría de los escritores son de clase media. En cambio nosotros ya estábamos en la crisis como un modo de vida y no como un bajón en nuestras finanzas. En ese cúmulo de chicos que estábamos buscando placer algunos estábamos un poco hartos de ese sistema. No queríamos progreso social, queríamos un cambio de paradigma absoluto. No queríamos ser los dueños del poder, queríamos tener la heladera llena, saber cómo era viajar en avión y no ser considerados la fuerza de choque, no ser despreciados por el poder.
–Hay algo un poco perturbador que deja la lectura de “Luces calientes” y es la pregunta por quién es un sobreviviente. Sin espoilear la cuestión se podría decir que hay una impostura en Martín. ¿Quién es un sobreviviente? ¿Cómo definirlo?
–Es algo que yo también me pregunté. Martín es un sobreviviente a distintas cuestiones que están funcionando como micro tragedias. Es un sobreviviente a su clase social y a los castigos que implica estar en el fondo de la olla por mucho tiempo, por generaciones. Es un sobreviviente a no ser amado por la persona que él ama, que creo que es la mayor tragedia que atraviesa. Él no encuentra su lugar en esa generación: no banca a la banda que todos están bancando, él no le encuentra ningún tipo de valor artístico ni ético. El tema de la supervivencia es qué tan metido estás en determinadas tragedias; por eso me interesaba también la figura de la impostura en él y cómo la utiliza para acercarse a Rocío, para obtener dinero y tener una psicóloga gratis. Siempre me interesó de qué forma algunos movimientos que empiezan como luchas por derechos terminan volviéndose negocios. La perturbación que me producen estas cuestiones traté de llevarlas a la ficción. La diferenciación entre el comportamiento ciudadano y el comportamiento íntimo siempre me pareció material rico para explorar. ¿Importan las intenciones? ¿Importan los actos? ¿Importa cómo nos comportamos cuando nadie nos ve? Son diferentes niveles en los que la figura del sobreviviente está actuando. Me interesan los claroscuros, esas zonas donde no se puede hacer un juicio tan claro.
–¿El personaje de Martín está concebido como un sobreviviente ambiguo desde el inicio de la escritura de la novela?
–Yo quería que Martín aportara ese elemento de tensión. En términos narrativos no quería una novela plana, donde todos fueran buenos que terminaron encontrando algo que no querían. Martín aporta esa oscuridad necesaria. Tampoco quería una novela con mensaje moral ni con mensaje ético. Las mejores novelas que he leído dan tres vueltas carnero al sentido común social reinante de una época, desde Viaje al fin de la noche hasta El traductor de (Salvador) Benesdra. Lo más interesante en la literatura es tratar de acercarse al mal.
–Una parte de la novela trascurre en 2004, cuando el país comenzaba a recuperarse post crisis de 2001. Sin embargo, en la novela los personajes no son ni siquiera alcanzados por ese bienestar, ¿no?
–Yo quería combatir ese lugar común de supuesta bonanza porque siempre que se instalan este tipo de discursos hay algo que no está dentro de eso… La generación del 90, la fiesta menemista, la reactivación del primer gobierno kirchnerista… a veces me pregunto: ¿de quién están hablando? Yo estoy viviendo en este país y no estoy atravesando este tipo de situaciones. Quería mostrar gente que no era alcanzada por ese discurso. Que es un discurso del poder, ¿no? Desde el poder comunicacional, desde los relatos que se quieren generar alrededor de una época. Me interesa esa franja de chicos que están cerca de la ilegalidad, pero también están cerca de esos valores de la clase media del tipo “hay que estudiar”; un montón de cuestiones que son falsas. Y quería mostrar cómo ciertos jóvenes ni siquiera son contemplados en el discurso. Imaginate en el reparto de guita… Ni de lejos. (Michel) Foucault tiene un concepto que tiene que ver con los momentos en los cuales los Estados deciden qué jóvenes de esa población tienen futuro y qué jovenes no. Me asombra que en el conurbano, en esos años, no haya sido muchísimo peor todo por la cantidad de acumulación de bronca y odio que había.
–¿Cómo es el panorama hoy?
–La precariedad económica se profundiza. Yo creo que lo que peor hizo a ese sector fue la filtración de la ética menemista, de la corrupción como modo de vida a todo nivel. El “roban pero hacen”, el trabajar por cualquier prebenda mínima y que lo que seas como persona no tenga ningún valor porque lo que importa es a quién conocés. Importan los contactos e importa el dinero como puente para conseguir otras cosas. Es difícil que esto se pueda revertir, en la medida que no se trabaje con el largo plazo y que la gente viva mejor.
–En un momento donde la palabra alegría ha sido apropiada por la derecha, ¿qué tipo de alegría reivindica desde la novela?
–Yo me refiero a un tipo de sensación extrema que te puede dar la posibilidad de vivir en un presente, pero también de encontrar un camino hacia el futuro que te ponga en contacto con tu deseo y con tu comunidad. Un tipo de alegría que te meta en el corazón de la experiencia. Y que no sea constructora de más falsedad, sino de un tipo de vitalidad. La alegría es anticapitalista. En la medida en que éramos vistos como material descartable buscábamos la posibilidad de eternizar esos pequeños momentos de juntarnos con el otro y poder tomar una cerveza. Y la música ocupó ese lugar de la alegría que te conectaba con el otro y te despertaba al mundo para ampliar tu conciencia. No es la alegría de la propaganda de dentífrico. Esa alegría es despreciable.