Era una mañana de marzo templada, y en la televisión se anunciaban tres grados menos de lo que días atrás se creía impensable. Cada vez que caminaba hasta la parada del colectivo pensaba en lo que le había exigido, sugerido o incluso elogiado, el jefe de redacción la tarde anterior al cierre de la jornada. Esos momentos duraban poco, casi nada, y el solo hecho de subir al colectivo y mirar a través de la ventanilla cómo pasaban las casas, las veredas, los parques, los semáforos, el techo de los autos, la dejaban en un estado de gracia, con sus expectativas y los recuerdos que se mezclaban, y su atención que se suspendía y podía imaginar las oraciones que formaban un nuevo párrafo.

Cuando llegó al diario vió al fotógrafo ordenando los hechos destacados del año. Encendió la computadora, y recordó el barrio y la plaza chiquita que hacía meses recorría para recoger testimonios de vecinos y familiares. Miró la hora, y le pareció raro que un periodista hiciera una entrevista en medio de la calle. Se acercó a la pantalla y el color del cielo seguía insinuado. Solamente había dos micrófonos siguiendo los gestos del entrevistado: alto y delgado, con la barba apenas crecida y una piel que no podía escapar del color grisáceo, la voz ronca, espaciosa, tratando de entender las razones de un fallo.

La Sala II de la Cámara de Apelaciones en lo Penal había condenado a diez años de prisión a Daniela Rimaro por considerarla culpable del homicidio de su nuera, Agustina Sinilla, quien había sido hallada a los pies de una barranca el 14 marzo de 2005, cubierta con bolsas de consorcio y en un estado de descomposición tal que las pericias determinaron que el crimen se había perpetuado tres días antes, precisamente el mismo viernes 11 en el que su esposo Rolando Cejas, hijo de la asesina, lo identificase en la comisaría 25 el primer día de la ausencia o presunto abandono del hogar por parte de la víctima.

En verdad, había sido Daniela Rimaro quien había declarado que Agustina Similla se había ausentado de su hogar al menos una vez, y esa vez Agustina había elegido viajar a la misma ciudad en la que con su esposo se habían conocido, Understillo, en donde ejercería la prostitución y contrajera sífilis como quizá ella misma se lo dijera y nadie volviese a reparar en lo que su suegra había dicho, y le mostrara el tatuaje de un corazón atravesado por el nombre de uno de sus hijos, Trinidad, tal vez como un remanso de significados inconclusos, agotados, manifiestos o efímeros, porque no parecía una locura imaginar algo más, mejor, como formar una familia en su ciudad natal, achicando gastos y estirando sonrisas desparejas, por supuesto, construyendo para eso dos ambientes no tan pequeños justo al ladito de la casa de la mamá de Rolando y su padrastro, Esteban Ariel Rodríguez, o simplemente dar una entrega de apenas treinta mil pesos para mudarse a una nueva vivienda. Así, desde entonces y desde siempre, Rolando trabajó en la fábrica de aberturas D'Relli, y aunque sus ingresos serían como los de cualquier trabajador formal, ni mucho más ni nada menos que lo exigido para una canasta básica mensual, con la venta de milanesas que preparaban Agustina y su suegra, y a veces hasta repartía el esposo de la asesina, se las arreglarían para que sus hijos pudiesen educarse y vivir con dignidad.

El locutor recordó el impacto mediático del caso, pero no hizo ningún comentario. Ahora se daba cuenta: el tiempo desperdigaba ecos que se desvanecían al tocar el suelo de las calles. El jefe de redacción se acercó, y le dijo que hiciera un resumen del homicidio que mostraba la tapa del diario. Miró el escritorio, con la intención de un gesto tácito disuelto en el aire, y le mostró la copia del texto que había redactado hacía unos días. Su jefe rio, y le dijo que era una idea de lo que imaginaban para la versión digital. Cuando se fue se quedó pensando en ese juego de roles y palabras, en ese niño tentado por el crimen, por el perdón, por desconocer si defraudar o desafiar podían ser dos palabras que su padre aceptara. Se había tomado una semana de vacaciones en la casa de una amiga que vivía en un pueblo de la provincia, y cuando su amiga trabajaba ella escribía en un cuaderno las cosas que se le ocurrían. A la noche miraban películas, o recordaban lo que habían hecho en la infancia y la adolescencia: el viaje al museo de ciencias naturales, las paredes abovedadas y esa luz amarillenta concentrada en los frascos con fetos que su curiosidad confundía con las siestas de verano en esa casa de campo.

Abrió la carpeta con fotografías y una cronología del caso, y tuvo la impresión confusa que los hechos objetaban. En efecto, Daniela Rimaro había invitado a comer a su hijo Rolando y a su esposa Agustina junto a sus tres chicos. El calor insoportable del verano se había vuelto sorpresivamente menos pegajoso esa semana, y una brisa suave y sedosa cruzaba el descampado de la cuadra contigua. Era una noche como cualquier otra, pero para Agustina sería la última. Dicen (lo dice su suegra) que la chica invitó a "comer todos juntos hoy porque después no sé si nos vamos a ver". Si es cierto lo que dijo, nunca se sabrá. Las palabras de Agustina se fueron con su vida.

El jueves 10 de marzo de 2005, Daniela Rimaro despertó muy temprano, a las siete y media, como solía hacerlo de vez en cuando sin algún atisbo de asombro desmedido, y sin perder tiempo se dirigió a la casa de su hijo para despertarlo, a él y a su esposa que tantos malhumores le causaba desde un tiempo inverosímil. Pero fue Agustina quien se levantó y le abrió la puerta de calle y calentó la pava y le sirvió unos mates mientras conversaban de cosas sin sentido, o con algún significado que Daniela no llegó a comprender porque volvió sobre sus pasos con la certeza de que su nuera la había intoxicado como solo una tonta se lo habría permitido. Después vomitó y en algún otro momento la vio salir a su nuera y a pocas cuadras de la casa besarse con un desconocido. Dice que se le acercó y le recriminó lo que hasta su cuñada sabía. "Hija de puta, esto te pasa por querer jugar con mi hijo", dijo, y dijo que le dijo mientras todos dormían, claro, y con la rapidez de un rayo le hundió la hoja del cuchillo de carnicería y envolvió el cuerpo con un cubrecama hasta que el olor nauseabundo marcaría irrevocablemente sus límites.

Pensó en el cumpleaños de una amiga que le había rogado que no faltara, en las imágenes de un sueño que se desvanecían si las estiraba hasta la madrugada del último día de la semana. Recordó al locutor en la pantalla, las fotografías de un rostro sin maquillaje, el pelo largo ondulado, el jeans ajustado, la remera negra, las letras en un idioma que quizá nunca había hablado y no atestiguaban nada, solo la cotidiana existencia de quien decidía atravesarla. Las leyes seguían ahí. Eran el molde fáctico de lo que podíamos hacer o denegarlo. La suma de expedientes que había analizado lo confirmaba. Podía dudar, estar de mal humor, equivocarse, transcribir expedientes mientras las conjeturas corrían de su mano. En una mano podía caber un racimo de actitudes que se transformaban en actos. O que en esa instantánea mostraban lo que era posible y quedaría fuera de cuadro. Antes, mucho antes de que lo piense o lo resguarde, los acontecimientos, la suma de hechos, situaciones, perfiles que se modificaban con solo girar una coma o un gesto anticuado, todo, absolutamente todo podía ser descripto y premeditado. El azar la volvía a su fuente en el preciso instante en que se hallaba realizándolo. Siempre ahí. Siempre al intentar encontrarlos. Las imágenes se sucederían siempre y cuando existiese algo que las dejase atrás y ella no tuviese la posibilidad de recrearlas.

El viernes, o lo que quedaría de la tarde soñolienta de un verano desprolijo, Rolando Cejas pensó muchas cosas, tal vez porque las peleas recurrentes con su esposa le dejaban entrever que podía ser la primera vez, aunque no por eso la última. A las tres de la tarde, no bien se hizo un claro en su trabajo, lo llamó a Walter, uno de sus mejores amigos, para preguntarle si sabía algo o había visto en algún momento a su esposa porque hacía rato que había desaparecido. Walter le dijo que no, que nada sabía, pero casi un día después de la preocupación de su amigo, mientras hacía lo propio o lo más cercano para confirmar o rechazar la momentánea o permanente ausencia de Agustina, recordó que se acostaría tarde y amanecería con esa sensación de duermevela que nos regalan los domingos, en buena medida ilusionado y a la vez desconcertado por la situación ambigua.

Eran las once de la mañana y había dormido más de siete horas. Se enojó, se preguntó si había apagado el despertador o no lo había escuchado. Salió de la habitación y se paró en el antebaño. Sus pechos, los hombros, la cara que concedía lo que le gustaba cuando se acercaba y tomar la mañana cuando decidía entrar en la cocina. Pensó que a la tardecita podía salir a correr hasta llegar al mercado. Cualquier espacio podía ocupar su tiempo. Sobre la mesa estaban las hojas que la redacción había seleccionado, el celular y el suvenir que su amiga le había regalado con la misma fecha y los mismos años.

La noche del sábado 12 de marzo de 2005, Rolando y Walter comerían pizzas y tomarían cervezas hasta las cuatro de la madrugada del domingo. Nada del otro mundo, por supuesto, porque mientras tanto los chicos se acostarían temprano, tal vez un poco más de lo permitido, y como siempre entornarían la puerta de la habitación para que ingrese un hilo delgado del tubo fluorescente que iluminaba la mesa de la cocina. Y entonces, nunca tanto como entonces, tal vez Rolando se levantaría y caminaría por el patio compartido ("compartido por todas las construcciones", reconocería otro de sus amigos al presenciar los elementos que cubrían el cuerpo de la víctima), siguiendo la cadencia espaciosa de Walter mientras fumaba otro cigarrillo, confundiéndose con las voces y murmullos que tropezarían con la suya un tanto más tímida, porque también su madre le ofrecería a sus amigos una cena quizá no tan modesta en el comedor que Rolando jugaba cuando era un niño.