Desde Barcelona
UNO En el vagón del metro, una madre clava la mirada en su pantallita y aplasta caramelos de colores. Mientras, a sus pies, en el cochecito, el bebé aúlla exigiendo el teléfono con la misma pasión con que sus antepasados alguna vez reclamaron teta, chupete, osito de peluche. La madre –para alivio de Rodríguez y pasajeros– finalmente accede; y ese dedito que alguna vez se usó para ser chupado ahora se desliza ágil por la superficie del iPhone. El bebé juega y ama a su iPhone. Su mamá lo mima y lo mira mirar pantalla y, pronto, mamá deja de mirar al bebé para mirar y amar a la pantallita con lágrimas en sus ojos.
DOS Horas después, Rodríguez –quien de tanto en tanto, casi con un “Rosebud” en los labios, evoca su infancia con juegos de mesa unplugged y sonido óseo de los dados al girar y peso y volumen tangibles de piezas de ajedrez entre dedos– se asoma al cuarto de su hijo como quien desciende al fondo de algo. Su hijo: actual hikikomori y, todo parece indicarlo, próximo nini. Persianas bajas y el resplandor flúo de algún video-game iluminando rostro listo para rivalizante adolescencia. Edad en la que –advierten algunos– no sólo brota el acné sino, también, los brotes psicóticos y las ganas de llevar un arma de asalto al colegio para sorprender a tus amiguitos. La culpa, avisan, puede estar en el exceso de exposición del competitivo stage infinito. Rodríguez no está tan seguro de ello (le parece una manera demasiado fácil de conjurar al monstruo); aunque sí está agotado de que de unos años a esta parte se la pasen jugando con él a Procés! Video-game en el que una marmota cae en una especie de loop espacio-temporal en la que debe optar por ser investida o ir a la cárcel o fugarse al “exilio” o quedarse sin fichas para seguir jugando.
TRES Con semejante ánimo, Rodríguez & Hijo fueron el otro día al cine: Ready Player One, la nueva de Steven Spielberg quien sigue haciendo y siendo la diferencia en lo que a este tipo de cine se refiere. Y la película es mejor –mucho mejor– que el libro. Rodríguez ya había leído el simpático y maníaco referencial best-seller de Ernest Cline así también como su segunda y muy floja video-opus, Armada, otra vez con pantallas y la “novedad” de invasión extraterrestre (mucho más interesante es la postal del temprano mondo-game de los juguetones pioneros programadores PC que hace Austin Grossman en You). Porque, aunque ya no sea tan adicto al sci-fi como en su adolescencia, Rodríguez siempre se ha preocupado por mantenerse un poco al día con el futuro y leer los grandes hitos que se van publicando. Así, Rodríguez leyó las primeras de William Gibson (desenganchándose por exceso de cyberpunk hasta volver a él con la gloriosa Pattern Recognition y sus secuelas), Snowcrash de Neal Stephenson, la belicosa y militarista saga Old Man’s War y la desopilante y paródica space-opera Redshirts de John Scalzi, y la eco-distópica The Wind-Up Girl de Paolo Bacigalupi. Y, en los últimos tiempos, alguno de esos demasiados post-apocalipsis juveniles y hambrientos y laberínticos donde los adultos son siempre los malos de la casi inmediata película. Y todos esos orientales como Charles Yu y Ted Chiang y Cixin Liu y Ken Liu (aunque lo más trascendente y revolucionario dentro del género en los últimos tiempos sean para Rodríguez los psicotrónicos dibujos animados de Rick and Morty). Y Rodríguez siempre vuelve a Philip K. Dick porque Dick no se va nunca. Y, claro, llega un momento en la vida (cuando el futuro es cada vez más breve y el pasado resulta en un territorio que se expande y siempre a re-explorar) en que se lee la ciencia-ficción casi con una actitud nostálgica. Lo cierto, piensa Rodríguez, es que el acto más futurístico jamás realizado por el hombre se apresta a soplar cincuenta velitas apagadas, porque en la Luna alunizada no se pueden encender. Y hasta las fotos del horizonte de Manhattan incluyendo aún a las torres del World Trade Center parecen hoy más en el mañana que en el ayer. Y 2001: A Space Odyssey cumple hoy mismo medio siglo sin haber envejecido un fotograma, aunque llevando con resignación esa arruga tan profunda que es su título.
Y no: no hemos hecho contacto ni evolucionado. No ha parecido un monolito en nuestras vidas; y los autos sin chofer atropellan a los peatones; y Zuckerberg pide disculpas a toda esa gente que sigue pensando que son clientes a los que les regalan un producto cuando en verdad los convierten a ellos en materia productiva para otros clientes; y Hawking se murió dejando artículo con instrucciones para escaparnos hacia otra dimensiones. O, si se puede, hacia un pasado mejor en el que pensar que todo tiempo futuro será peor.
Y con eso y a eso juega Ready Player One.
CUATRO Y lo que cuenta Ready Player One desde el año 2044 es “el amanecer de una nueva era, una en la que la mayoría de la raza humana pasaba todo su tiempo libre dentro de un videogame”. El videogame –cortesía de un magnate misántropo– se llama Oasis y es un espejismo que te hace adicto a una posible existencia alternativa y avataresca en la Edad de Oro que fueron los spielbergianos años ‘80s. Década en la que inevitablemente transcurrirá la parte pretérita de una inevitable remake por venir de Back to the Future –con un Tesla en lugar de un DeLorean– considerada desde el aquí y el ahora como los nuevos 60. De ahí y aquí, especímenes retro-novedosos como la reciente versión de It, la tercera de Gru, Stranger Things y la próxima gira de U2 (aunque deseando una reunión de Oingo Bongo o de los Talking Heads), la reconsideración de John Hughes como auteur, y las reencarnaciones de Jumanji, Ghostbusters, Chucky y Star Wars hasta el infinito y más allá. Y –acaso lo más importante de todo– Ready Player One acaba proponiendo la fantasía definitiva hecha realidad: la muy poco común suerte de que la chica que conoces on-line resulte, en carne y hueso, ser el amor de tu vida y tu compañera de juegos hasta que la muerte los separe con un GAME OVER.
CINCO Pero más allá de tiempo y espacio, Ready Player One es la sublimación del Gran Nerdgasmo. La promesa del final feliz –y la rebeldía parcial de desenchufarse dos días por semana– para un comienzo triste. La idea de que los últimos tendrán la mejor puntuación por obra y gracia del dogma del Primer Jugador al que adoran los muchachos jugadoristas que salen a combatir al Capital con un “Atari!” a modo de “Banzai!” Y es una película que acaso se propone el desafío más desafiante de todos: ya que los films basados en video-games suelen ser fracasos, hagamos una película que sea un video-game. Y que se ahorre todo paso intermedio (la muy ochentista Pixels del ochentero Chris Columbus divirtió con la misma argucia en 2015) y no se pierda tiempo en abrir la puerta para entrar a jugar. Y ya no salir nunca de ahí dentro. Así, Ready Player One como vistoso vencedor último modelo de algo donde ya compitieron –con variable pericia– War Games, ambas Tron, eXistenZ, Spy Kids 3-D, Stay Alive, Ben X, Scott Pilgrim vs. the World, Wreck-It Ralph, etc. Tal vez, quien sabe, no dentro de mucho ya no quede nada por revisitar de los ‘80s. Y entonces se aborden aventuras más arriesgadas. Algo así como Paris/Texas: The Video Game, en el que un player llamado Travis recorre diversos paisajes hasta reunir a su hijito con su ex mujer mientras suena esa guitarra de Ry Cooder cada vez que se suma algún bonus.
Mientras tanto y hasta entonces, Rodríguez & Hijo pagan sus palomitas y gaseosas (donde hoy por hoy está la ganancia y victoria y puntos a sumar para las salas de cine) y se sientan y faltan cinco minutos para que el film-game comience. No son muchos, pero sí suficientes para que su hijo saque su teléfono móvil y masacre a un par de miles de extraterrestres. Seres que ni piensan en invadirnos porque ya nos invadimos a nosotros mismos. Y todo parece indicar que vamos perdiendo y venimos llorando como bebés.