¿Qué es el amor maternal? Hay una novela bellísima y perturbadora –Hôzuki, la librería de Mitsuko, de Aki Shimazaki, autora nacida en Japón que vive en Canadá desde 1981 y escribe y publica sus novelas en francés desde los años 90–, que se atreve a explorar este tema complejo, al cuestionar que sea algo “natural”, “instintivo”, que venga adosado a la condición de ser mujer. Mitsuko, dueña de una librería de viejo especializada en textos de filosofía en Nagoya, camina junto a su hijo sordomudo Tarô, de siete años, y un perro cachorro abandonado que adoptarán como nueva mascota, tras la muerte del gato Socrátes. Esa mujer, que alterna el oficio de librera con el de camarera en un bar de prostitutas los viernes por la noche, se pregunta: “¿Por qué me empeñé en quedarme con este niño encontrado, mestizo y discapacitado? Le dije a la comadrona: ‘No quería que viviese con tantas cargas’. No era una mentira, pero tampoco la verdad”. En esa caminata final, en la que caen copos de nieve, se produce un diálogo epifánico entre madre e hijo que podría conducir a una respuesta posible a tamaño interrogante.
La novela –publicada en castellano por la editorial española Nórdica– empieza cuando a la librería de Mitsuko llega Kako Sato a comprar unos tomos de filosofía para su marido diplomático, acompañada por su hija Hanako, una niña que pronto entabla una amistad especial con Tarô. Como si se conocieran de toda la corta vida que han vivido. En cambio, la relación entre las madres es tensa, un vínculo que surge más de la conveniencia circunstancial que de una auténtica necesidad. Hay una desconfianza de clase de Mitsuko hacia la mujer del diplomático: en el afán amistoso de la madre de Hanako, ella percibe “una fragilidad típicamente femenina” que la irrita. Ese abismo de clase –Mitsuko tuvo que trabajar de prostituta– no es amortiguado ni siquiera por el hecho de que compartan un auténtico interés por los libros y el arte. La irrupción de esa mujer amenaza con romper el precario equilibrio en la doble vida de Mitsuko, quien ha construido un relato difícil de socavar. Desde el principio queda claro que Tarô no es su hijo biológico. Lo encontró en la estación de tren de Maibara cuando era un bebé recién nacido. “Todas las historias sobre su nacimiento no son más que mentiras. Un español llamado Felipe Santos, huérfano, nuestro encuentro en Madrid, su muerte en un accidente de coche, la fecha de nacimiento de Tarô, todo fue inventado. Tarô cree, como mi madre, todo lo que le conté sobre su nacimiento. Da igual. Lo importante es que tiene en nosotras dos a su madre y a su abuela”.
Nadie más lejos del ideal santificado de maternidad que Mitsuko. Al menos por su pasado cercano, anterior al encuentro con el bebé en la estación de tren. Uno de los amantes que más recuerda ella, Shôji, le dijo: “Todavía estoy impactado por tu aborto, pero es inútil volver sobre lo que está hecho. Aún te quiero. Casémonos”. La negativa de Mitsuko llegó con una explicación contundente: “El matrimonio y la convivencia no me interesan, y no quiero tener hijos”. Maestra en el arte de ahondar en las vacilaciones, las incertidumbres y temores de sus criaturas, Shimazaki condensa las ambivalencias de identidades en estado de construcción permanente. Nada es definitivo, excepto la muerte. Hasta una escena de la propia novela, el entierro del gato Sócrates, podría refutar ese carácter supuestamente inalterable. También un pensamiento que explicita la señora Sato en uno de los intentos de acercamiento con Mitsuko: “Siempre me pregunto quién fui en mis vidas anteriores y quien seré en mis vidas futuras. En cada vida, no soy la misma persona, pero el alma sigue siendo la misma mientras cambia de cuerpo, eternamente. Como un collar de perlas interminable”.
Shimazaki (Gifu, Japón, 1954) es una escritora y traductora discreta que rechaza las entrevistas porque entiende que son sus libros los que hablan por ella. En 1981 se mudó a Canadá y vivió en Vancouver y Toronto, hasta que se instaló en Montreal, donde enseña japonés. Escribe y publica sus novelas en francés desde 1991. Su segunda novela, Hamaguri, ganó el premio Ringuet en 2000. Wasurenagusa, su cuarto libro, obtuvo el Premio Literario Canadá-Japón en 2002. Afirmar que Hôzuki, la librería de Mitsuko es la historia de una mujer que no quiere ser madre, pero termina siéndolo accidentalmente, tal vez sea demasiado simplificador. El problema, además, es que supone a priori que la maternidad es inexorable, algo que la propia ficción -la vida misma– se encarga de refutar cuando la protagonista de esta novela descubre a un bebé recién nacido, abandonado en una estación de tren. En una trama articulada a partir de secretos que nunca serán confesados a quienes están afectados por esos diversos silencios y omisiones, los únicos depositarios de esas “revelaciones íntimas” serán los lectores. Pero la ficción, territorio de la duda como la filosofía, impugna esta idea: “No hay que revelar nada a nadie –asegura hacia el final de la novela Mitsuko–. Las palabras que salen de la boca dejan de ser secretas”.