Una de las escenas más recordadas de Rebeca (Hitchcock, 1940) es aquella en la cual Mrs. Danvers, la ama de llaves de la mansión de Manderley, conduce a la flamante esposa de Maxim de Winter a la habitación de Rebeca, la desaparecida primera mujer. Una vez en el cuarto, Mrs. Danvers abre los cajones del armario y contempla con melancolía las ropas de su antigua empleadora, luego se detiene y acaricia con sensualidad las prendas interiores de Rebeca de las que parece poseer amplio conocimiento. Mrs. Danvers es referenciada frecuentemente como uno de las primeras representaciones lésbicas en el cine: una de las maneras en que se expresa el amor por la amada mujer muerta es conservando y besando como en una segunda piel los modelos que su musa vistió en vida.
Que “las cosas duran más que la gente” lo expresó Borges con elocuencia. Aún más: pareciera que, en algunas ocasiones, una prenda de vestir puede definir o poner en evidencia el comienzo o el destino de una relación.
Nadie parece hacer más explícita esa realidad que Reynolds Woodcock (Daniel Day Lewis), el glamoroso e insoportablemente obsesivo diseñador de modas de los años cincuenta, que viste princesas y señoras de la aristocracia y tiene la excéntrica costumbre de coser mensajes crípticos al interior de las prendas de su creación. Así, cual discípulo de Norman Bates lleva el nombre de su madre muerta –para la que diseñó el vestido de su segunda boda- oculta entre los pliegues de su camisa “cerca del corazón”. O escribe frases tales como “sin maleficios” en el doblez de un vestido de hilos color lavanda.
El muso
No casualmente uno de los inspiradores claves de Anderson y de Day- Lewis para crear a Reynolds Woodcok fue el célebre modisto español de alta costura Cristóbal Balenciaga (1895-1972) quien al decir de Boris Izaguierre “era como sus trajes: ascético por fuera, pero con un interior lleno de secretos”. La simplicidad exterior del exterior de sus creaciones era ingeniería encubierta, secretos perfectamente cosidos al interior para disimular las imperfecciones de las modelos, corsés o armazones que daban a luz cuerpos sensuales y dotaban a las telas de efectos inauditos tales como volar.
Hijo de una costurera y de un padre que murió joven, Balenciaga llegó a tener a los veinte años su propia maison que en breve se transformaría en una de las más prestigiosas firmas a nivel planetario a la altura de Dior o de Chanel y que llegó a vestir a damas de sociedad y de la realeza como Fabiola Mora de Aragón y a actrices tales como Greta Garbo y Marlene Dietrich. Balenciaga fue en su vida privada tan cuidadoso y obsesivo como en sus vestidos. El mito no suele contar que su ascenso en la escala social le debió mucho a su amante Wladzio d´Attainville, un guapo aristócrata polaco-francés, que hizo posible reunir el dinero y las relaciones para que pudiera abrir su casa de costura y con quién convivió compartiendo salidas y trabajo en San Sebastián y en el París de entreguerras. Según las crónicas, la muerte de Wladzio sumió a Balenciaga en una tristeza cuyo luto expreso en sus creaciones de 1948 – el año de la muerte de su amado- en el que todas sus modelos desfilaron con trajes negros. Al mismo tiempo convertía de una vez y para siempre al color negro en chic. Algo de ese luto obligatorio por su novio que Balenciaga impuso en la aristocracia de su época encuentra su eco en la película en el luto perenne de Reynolds por su madre. A su vez, la relación de Reynolds con su avinagrada hermana Cyril (Leslie Manville) guarda semejanzas con la relación de Balenciaga y sus hermanas –especialmente Agustina- que lo acompañaron en la construcción de su imperio.
Imbuido de la ética y la estética hitchcokiana y con citas, entre otros, a Edgar Allan Poe –sobre todo el ambiente gótico claustrofóbico y el matrimonio de hermanos-, El hilo fantasma, intenta, quizás, contar la historia a través de cada traje. Ambigua, con múltiples intertextos y reflexiones sobre la búsqueda de la belleza y la relación entre el arte y la vida, incluso fuera del campo y como en los mensajes que Woodcock oculta al interior de los vaporosos vestidos en la película es más importante lo inasible que lo que se dice.