Muy pocas semanas después de haber llegado a México, extrañados y enmudecidos por la multiplicidad de sensaciones menores pero intensas, olores, sonidos, gustos, diligentes amigos emprendieron la tarea de hacernos ver lo que había que ver para entrar en materia, para empezar a pisar firme. Y lo que había que ver era, para comenzar, lo que estaba abajo, en las calles y en los mercados, en la multiforme configuración de una ciudad que se escapaba por todos lados en un país que se escapaba por todos lados; luego el paisaje, imponente, variado, accidentado, opuesto a nuestras llanuras casi infinitas, para de inmediato entrar en el pasado hispánico, colonial si se quiere, iglesias y conventos y, más sacralmente, en el vencido mundo prehispánico, las ruinas de un mundo que los españoles que llegaron no habían comprendido, una verdadera cultura, y se empeñaron en destruir.
Quiero detenerme en ese punto, de una melancolía histórica invencible y, más precisamente, en un lugar, Tula, donde restos toltecas obligaban a un desciframiento imposible. Las ruinas, imponentes, exigían silencio y reconcentramiento, todo parecía derrota pero era algo más, era abandono. Estaban los imponentes atlantes, solemnes e impávidos, los juegos de pelota, pero eso no era lo que más me quedó sino la idea de que no se sabía por qué esa ciudad y ese dominio habían sido abandonados. Había sido un imperio, como lo establecieron los arqueólogos, pero, tal como había ocurrido en otros lugares y con otros imperios, desapareció, sólo quedaron esas majestuosas ruinas. ¿Qué habría pasado? No necesariamente fue derrotado ni hubo al parecer ninguna catástrofe, tampoco era probable que se hubieran deprimido por haber perdido todos los juegos de pelota –que no es lo que podríamos creer modernamente–, ninguna explicación más o menos previsible, salvo una, los toltecas se cansaron y se fueron, no puedo decir adónde, dejaron todo de la misma manera que cualquier ser humano cuando se cansa y se va, todos, creo, conocemos casos, todos podemos haber sentido en algún momento esa tentación.
En el mundo llamado “prehispánico” hubo otras situaciones similares: los cinco Monte Alban, uno sobre otro lo prueban, quizás parecido cansancio cultural o lo que sea lo cual, es otra conjetura, les creó a los españoles las condiciones para entrar a saco y apoderarse de un territorio que, tal como lo percibieron muy pronto, estaba ya vencido. ¿Cansancio del poder? ¿Cansancio de luchar?
Puede haber muchas respuestas a esas dramáticas preguntas, las podemos encontrar en otra parte, en la historia seguramente: tal vez por eso San Martín se fue del país, por eso, quizás, el comunismo, que para muchos no era tanto, desapareció de pronto de la Unión Soviética, tal vez las masas se cansaron de estar bien bajo la presidencia de Cristina y optaron, vaya decisión, por Macri; pero es en la literatura en particular donde el cansancio ocupa un lugar muy importante: el romanticismo era pródigo en cansancios, lo mismo que el decadentismo, en algún momento o en algunas obras el cansancio era fastidioso, en otros elegante pero nunca dejó ni deja de inquietar, se lo acepta solamente cuando declina la salud o los embates de la vida son insoportables o la lucha por la vida se torna imposible.
Empecé evocando imperios abandonados: la evocación sugiere también el abandono o la renuncia de algunos poderes o de todos los poderes pero también, y tal vez la hipótesis puede funcionar eficazmente en el plano político general, porque el cansancio social, urbano o político, reproduce en grande una instancia íntima, una amenaza que se siente individualmente por las más diversas razones. Porque, y no es una novedad, todos los seres vivos en algún momento se cansan, hasta los animales, que lo digan si no los caballos y los bueyes que aran y aran hasta que no dan más y se echan, a veces incluso hasta morir. Las sociedades y las personas también.
¿Qué es el cansancio? ¿Dónde reside? Se diría, cuando es inequívocamente físico, que es una flojera que se instala en los miembros como resultado de un esfuerzo, excesivo pero circunscripto a determinada situación –caminar mucho, atender a demasiada gente, soportar el tránsito, preparar un examen, atender a muchos clientes o pacientes, viajar largamente–, o bien continuado –hacer siempre lo mismo, ir a los mismos lugares, comer siempre la misma comida– pero, pero aunque también existe el cansancio inmotivado, inexplicable (niños bien que no tienen ganas de trabajar y están permanentemente cansados), también puede ser intelectual, por exceso de lecturas o, y es lo más peligroso, por hartazgo de interpretaciones, y sentimental, por repetición, falta de perspectivas o tedio. Más interesante, y motiva esta reflexión, es cuando es moral, ya sea en lo personal –un estancamiento en una relación, una rutina sin alternativas, un cese de la imaginación, una invasora repugnancia–, ya en lo social-político –una pérdida de esperanzas, una espera sin término, una sobrecarga de gestiones, un fastidio porque nada cambia–.
Se diría que se reconoce por un desánimo generalizado y diversas sensaciones que conducen a un sentimiento de inacción, indecisión, hasta disgusto respecto de lo que incita a conectarse con algo exterior. Debe haber muchas causas, apenas insinúo dos o tres, así como debe haber muchos campos en los que se produce: el trabajador que hace lo mismo durante años se cansa, el burócrata aprisionado en la ventanilla se cansa, el chofer urbano y/o de larga distancia se cansa y así siguiendo; en cambio, quien encuentra en su relación con el mundo un sentido no se cansa, puede esperar la cosecha, puede seguir escribiendo el poema, puede seguir planeando mejoras para la sociedad, puede querer seguir descubriendo paisajes, puede admitir gente nueva en su entorno, puede luchar contra una enfermedad o contra la edad.
Se suele aceptar el cansancio como si fuera un recién llegado al que hay que darle un lugar; resignados, nos echamos a dormir cuando estamos cansados, resignados aceptamos rechazos en serie que a veces se producen, aburridos miramos no obstante una televisión que nos agota; irritados, hartos, hablamos de otra cosa después de enterarnos de alguna nueva tropelía del gobierno, el cansancio nos acecha y lo mejor que nos puede pasar es que no nos demos cuenta de que está ahí, entorpeciendo los movimientos, encogiendo el horizonte.
Complejo asunto el del cansancio: enumeré alguna de las situaciones que podrían ser consideradas naturales o negativas. Las hay positivas: es cuando el cansancio genera una acción, la historia es pródiga en tales momentos, me refiero a dos o tres espectaculares: cuando los esclavos en Haití se cansaron de las sevicias, explotación, sufrimiento a que los sometieron durante siglos los propietarios franceses, inescrupulosos e inhumanos y por añadidura frívolos, se levantaron, los derrotaron, los expulsaron y crearon un país que si bien no ha dejado de sufrir está al menos libre de ese letal cansancio que los envenenó durante tanto tiempo; los obreros explotados durante el siglo XIX también y en su momento se cansaron de esa forma diferente de la esclavitud, sostenida y al parecer destinada a la eternidad, y llevaron a cabo acciones que tenían de todo pero menos cansancio. ¿No tiene el mismo sentido que las masas hayan salido de su letargo cuando se inició la revolución rusa?
Pero si esos son ejemplos extremos –es probable que, en homenaje a modelos más rigurosos de interpretación, económicos o políticos, me refuten– algo semejante puede decirse cuando el yrigoyenismo entra en escena, o el peronismo o, para no meter la cabeza en la almohada, el kirchnerismo y tantos otros movimientos de parecida laya en América Latina, que al declinar sus alcances devuelven a las masas el cansancio del que parecían haber salido más o menos animadamente.
Debo confesar –no debo estar sólo en esto– que lo que eso que se llama livianamente macrismo nos depara me tiene un poco harto; a veces mi aburrimiento es letal y otras reacciono con indignación pero, como no puedo hacer otra cosa que aburrirme o indignarme, empiezo a cansarme. Me pasa a mí pero tiendo a pensar que algo semejante ocurre en los partidos políticos o en los movimientos sociales o sindicales en los cuales el cansancio debería estar prohibido pero es fácil verificar que está invadiendo el cuerpo físico y moral de muchas cabezas de esas entidades. No pueden no estar hartos lo que supone que por ahí tienen, como es previsible, la tendencia de ir a descansar, yo la tengo. ¿Quiere eso decir que todo el mundo debe irse a dormir y dejar que los gerentes aposentados en la Rosada hagan lo que quieran?
Así como yo mismo lucho contra el cansancio, porque no quiero que me pase lo que a los toltecas, aunque no me faltan ganas de decir, como César Vallejo, “que se lo coman todo, vámonos cuervo a fecundar tu cuerva”,me atrevería a decir que las cabezas a las que me refiero deberían enfrentarse al cansancio y derrotarlo en sí mismos y en las instituciones que dirigen que, al fin y al cabo, son los objetivos que persigue un gobierno que se quiere demoledor y de cuyos “emprendimientos”, políticas, costumbres, cultura y recursos mentales estamos decididamente hartos.