Manuel Vicente deslumbra en su primer unipersonal. Lo dirige Andrés Binetti en un texto que también él escribió, El último espectador. La historia se ubica en los años cuarenta. Afuera hay una fuerte tormenta y en un bar de las orillas, un director de una compañía teatral paulatinamente disuelta evoca su recorrido y a los ausentes. Entre la nostalgia y el humor, el espectáculo abarca muchos temas. El teatro, el arte, el deseo, la soledad, el afán de éxito, el misterio y el rebusque exudan de anécdotas del detrás de escena sobre compañeros y trabajos del pasado. El teatro aquí habla de sí mismo, un actor encarna a otro actor; no obstante la mirada es –coinciden Binetti y Vicente– “popular”. Como en otros materiales del mismo autor, el que aparece en escena es un artista de las márgenes: un actor trashumante, del viejo circo criollo, de las giras de los orígenes del teatro nacional.
Actor, docente y director de extensa trayectoria, Vicente no había hecho antes un unipersonal. El deseo de probar este formato es el origen del proyecto. “En rigor, los unipersonales no me gustaban”, cuenta. “No me despertaban ganas de hacerlos, porque me parecía difícil producir un hecho teatral auténtico, verdadero, legítimo. Siempre me pareció más bien algo performático. Un actor virtuoso, mostrando su virtud y un buen texto... pero nunca me ocurría estar frente a una situación teatral puramente. El desafío fue intentar hacerlo, tratando de no ser un actor que habla solo, sino de producir un suceso vivo, encontrar un presente escénico verdadero”, relata. Otra imagen “flotaba” en sus pensamientos: El enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen. “Me atraía lo que toca como situación tan actual: un médico que descubre que su pueblo está contaminado, empieza siendo un héroe y después es un enemigo. Quería jugar con la idea de un actor que quiere hacer esa obra y termina solo”, completa.
Con Binetti ya se conocían: el director de El último espectador había hecho la adaptación de Chau papá, obra de Alberto Adellach que dirigió Vicente hace tres años en el Teatro Cervantes. Los artistas más cerca del fracaso que del éxito son protagonistas en las obras del dramaturgo; en parte por ello Vicente lo invitó a trabajar con él: “Me seduce mucho la idea de esa frontera entre el artista y el artesano. Soy técnico mecánico, tornero; algo del oficio me conmueve”. También a Binetti le interesa “la idea del interior, la caravana, la gira”. Será porque creció en un pequeño pueblo de La Pampa, donde durante su infancia tomó contacto con las kermeses, imaginario que se filtró en esta obra.
El último... se presenta los sábados a las 18 en el Teatro del Pueblo (Roque Sáenz Peña 943). “Estamos contentos”, repite la dupla en la entrevista. Vicente, que tiene proyectos en cine, estancados por la problemática de los subsidios, aparte de dos películas por estrenar (Hora–Día–Mes, dirigida por Diego Bliffeld, y Luna de miel en Shangai, de Tomás de Leone), resume el espíritu del proyecto: “Cuando uno arranca con trabajos como éste, puede ocurrir que se produzcan como que no. No nos apuraba nadie, era un trabajo independiente, con la virtud de tener la libertad de construir entre los dos”.
–Vicente, ¿cómo afrontó entonces el desafío de su primer unipersonal?
Manuel Vicente: –Esa noche, en ese almacén de campo, ese tipo tiene que hablar para no tener que ir afuera, porque llueve. Si no habla, si no se pone a entretener al parroquiano que está ahí, tiene que salir y no tiene adónde. Es una metáfora del actuar para vivir permanentemente. Estos actores terminaban contando anécdotas, y ese apetito de subsistencia es un motor profundo, donde lo evocativo se transforma en vivo. Trata de entretener con anécdotas para que le permitan estar sentado ahí, y si sobra un sánguche, comerlo. Tiene algo instintivo, animal, vivo. Primero está ese animal vivo y luego la poesía. Si fuera al revés, se pondría formal. Intentamos construir un suceso vivo. Siento que estoy nadando un sentimiento, más que contando un texto.
Andrés Binetti: –La hipótesis de la obra era un diario íntimo encarnado. Es un desafío, porque el diario siempre evoca, y en dramaturgia la evocación es problemática. El teatro es presente, sucede acá. Era un gran desafío para Manuel. Poner en acción esos fragmentos de evocación.
M.V.: –Tratamos de que el tipo tome esto corrido de una evocación. Evidentemente latía ese gen adentro del texto, pero trabajamos obsesivamente sobre el presente escénico. El actor es el títere. El titiritero escribe, piensa la ideología y yo acuerdo con ella pero luego bajo al títere, que ama, tiembla, sufre, tiene sed y hambre. Es primario. Es la única manera de producir un suceso vivo, si no es una evocación teórica bastante bien representada. La palabra es poética pero vos me tenés que ver vivo, para que la palabra poética te parezca orgánica, verdadera y no dicha.
–La obra transita por sentimientos contrapuestos.
M.V.: –Sí, tiene mucho que ver con el nacimiento del grotesco. En nuestra cultura, el humor es cercano a la fatalidad. En realidad, ese tipo está diciendo algo terrible. Y otra particularidad es que te hace Chéjov si lo necesitás, y si no tiene un chiste de la orilla para contarte. Tiene una conexión con la tierra, en términos de raíz. Pasa de lo exquisito a la berretada para sobrevivir y reírse de sí mismo. Puede patetizarse, pasar de príncipe a mendigo en un segundo.
–Se dijo que la obra era un homenaje al teatro, ¿lo toman así?
A.B.: –Creo que es una reflexión. También hay algo de crítica: hemos dejado a grandes valores de nuestro teatro solos. Grandísimos actores han muerto solos, olvidados. La voz de los derrotados es la que me interesa siempre.
M.V.: –Es probable que sea un homenaje pero no estuvo mirado así. Lo veo como el instinto vivo de alguien por sobrevivir y como una metáfora acerca de la actuación. Con mi guitarra te entretengo, como, te seduzco. Hay un instinto de comunicación vital. Estos tipos probablemente eran bastante difíciles de tratar en lo privado, porque funcionaban seguramente casi siempre así. Es un homenaje que no está mirado autorreferencialmente, endogámicamente. Así nunca nadie queda ajeno.
A.B.: –El teatro que nos interesa hacer tiene que ver con eso. Con una imagen que conmueve en el sentido de “mover con”, que te lleva a pasear, con un plano de identificación muy trabajoso. Te identificás con cosas con las que probablemente no te querés identificar. No queremos hacer teatro culto, sino un trabajo en función de lo popular. Creo que hay un giro hacia ahí en los últimos años, que abrió el teatro y convocó espectadores.