El romanticismo de una ciencia sin bandera, de ideas sin fronteras y de científicos sin nacionalidad tambalea apenas uno introduce sus narices en el mercado editorial de las revistas científicas. De hecho, si se acuerda con la premisa popular “el conocimiento es poder”, reflexionar acerca de cómo se producen, circulan y se distribuyen los saberes en la geografía internacional no constituye ningún detalle. En la actualidad, gigantes industriales como Thompson Reuters y RELX Group realizan prácticas abusivas y monopolizan la distribución de productos editoriales, confeccionados con propósitos simbólicos (porque generan significados y símbolos son bienes culturales) pero sobre todo económicos (porque persiguen el lucro).
En esta cartografía con acento mercantil, el acceso de los científicos a investigaciones ajenas así como sus posibilidades reales de publicar avances propios, están parcialmente vedadas. Son tantas las barreras –tecnológicas y económicas– a sortear que lograr el consabido “impacto” se convierte en una auténtica epopeya. El esquema es perverso: los científicos pagan entre 3 y 5 mil dólares para publicar sus descubrimientos en revistas como Science, Cell o Nature. Si sus trabajos responden a los requisitos del mercado –más allá de la calidad de sus intervenciones–, luego acuerdan un contrato que los compromete a ceder sus derechos y les impide compartir el contenido por intermedio de cualquier otro canal.
El Latinoamérica se editan 17 mil revistas científicas y técnicas, aunque tan solo 750 pertenecen a las bases de datos internacionales por las que circulan las publicaciones más importantes del mundo. “En la actualidad, las versiones en papel no tienen peso y las revistas constituyen objetos editoriales muy complejos. Suponen la interacción de sistemas de información interconectados de manera automatizada”, señala la editora Viviana Martinovich, que dirige Salud Colectiva, una de las revistas del país con mayor factor de impacto (índice que calcula el éxito de un artículo en base a la cantidad de veces que fue citado).
Sucede que la industria editorial ha pulido sus engranajes y emplea códigos y formatos de procesamiento de textos que configuran sistemas de gestión editorial sofisticados. De hecho, aquellas revistas que no responden a estándares mínimos de calidad jamás podrán ingresar al club selecto ni transitar la anhelada alfombra roja. El diagnóstico de Martinovich describe cómo la brecha tecnológica se ensancha cada vez más y las barreras de acceso de las producciones locales al show global se tornan infranqueables. “No podemos realizar un diagnóstico de lo que ocurre con las revistas científicas latinoamericanas sin hacer referencia al estándar tecnológico que la industria impuso. Todo el contenido de una investigación –incluso las filiaciones institucionales de los autores– debe estar estandarizado según un código compartido si se pretende que sea leído por otros sistemas de información. Son rasgos sustanciales que la gran mayoría de actores en el campo científico ignora”, apunta la especialista. Como el trabajo clasificatorio de las investigaciones es muy arduo –ante el volumen de información circulante– las actividades de los bibliotecarios y editores han cedido terreno frente a un sistema basado en “máquinas capaces de comunicarse con otras máquinas por intermedio de un lenguaje cifrado bajo un código compartido”, explica.
Como ocurre en otros sectores, los monstruos editoriales concentran sus esfuerzos en evitar el desarrollo de nichos locales para asegurarse el monopolio de la distribución del conocimiento materializado en revistas. Este obstáculo global se suma a uno doméstico: no existen iniciativas públicas que intervengan el escenario de las publicaciones científicas y generen opciones competitivas y ajustadas a las realidades de la región. De esta manera el mercado autóctono nunca despega y los progresos de aquí deben posar sus ojos en las vidrieras de allá. Al respecto, Martinovich indica: “Es cierto que muchos científicos querrán participar de ese espectáculo que rodea a las grandes revistas y jugar en primera, pero también hay que ser justos y decir que, por ejemplo, hay publicaciones en antropología de la Universidad de Berkeley que cuentan con indicadores de factor de impacto muy similares a los que manejamos nosotros”.
Y completa con una metáfora que sirve para ilustrar lo anterior. “Es como cuando vas a una fiesta de gente importante y ni siquiera te ofrecen algo para tomar. Como nuestros científicos no forman parte de la elite, el rédito que pueden extraer con una investigación publicada en una revista importante es bastante menor a lo que ocurre con los miembros honoríficos del star system que consiguen financiamientos impresionantes”. Dicho de otro modo, si bien los científicos latinoamericanos –gracias a su excelencia– accederán a subsidios considerables, de ninguna manera morderán la torta de beneficios a las que están acostumbrados sus colegas de Harvard o Drexel.
En este marco, los complejos industriales que mueven los hilos del negocio editorial tienen el poder de configurar la agenda en base a los intereses en juego. Como muchas veces las investigaciones realizadas por los equipos científicos perjudican los beneficios económicos de las corporaciones, se omite la publicación de textos que para el avance de la ciencia y la tecnología serían sustantivos. Algo similar ocurre con la prensa cuando omite la cobertura de temáticas que rozan los intereses de las empresas que pagan para vender sus productos.
Entonces, cabe el interrogante: ¿por qué las publicaciones en revistas científicas son tan importantes? Porque se han convertido en una referencia de evaluación del desempeño de los investigadores, que acceden a posiciones de prestigio a medida que sus escritos trascienden las fronteras nacionales y responden a parámetros internacionales. A menudo, el primer paso es el más difícil, sostiene Martinovich. “Convertir una investigación en un artículo es lo más complejo porque si bien muchos trabajos son brillantes, los productos editoriales obtenidos son pobres”. Desde aquí, mientras las investigaciones publicadas en revistas de ciencias sociales consiguen parámetros de calidad muy altos; en otras áreas –tal vez, sin tanta tradición de escritura– se requiere de un trabajo editorial más intenso.
Luego, con el artículo en mano, es posible presentarlo a una revista que tendrá en cuenta diversos factores como la pertinencia de la investigación respecto al perfil editorial, la originalidad y sus potencialidades en el mercado mundial, su relevancia, sus capacidades de diálogo con la bibliografía internacional y su posible peso en la agenda regional. En el paso posterior, si todo marcha según lo esperado, el material “pasa a revisión”. En este eslabón de la cadena, se convoca –como mínimo– a dos especialistas de la temática de incumbencia que aprobarán, rechazarán o sugerirán modificaciones a los autores. A partir de aquí, comienza la etapa editorial decisiva: “Mientras algunas editoriales publican los manuscritos sin ninguna modificación, otras prestan mucha atención al proceso tecnológico de estandarización y de codificación informática. Si la información está mal confeccionada, no es leída por las máquinas y la investigación no se distribuye de manera correcta. Me refiero a aspectos tan mínimos como puede ser copiar con errores la filiación académica del investigador”, plantea.
Un engranaje similar opera con las revistas internacionales. Sin embargo, para participar allí, los científicos locales deben superar barreras todavía más importantes. “En muchos casos, los investigadores deben pagar entre 3 y 5 mil dólares para publicar; y en simultáneo deben abonar para acceder a la base de datos que produce la industria editorial, ya que es vital relacionar los propios hallazgos con las referencias internacionales. Así es como estas corporaciones que monopolizan la circulación del conocimiento ganan dinero por producir y también por vender el producto. Un negocio redondo”, dice Martinovich.
Afortunadamente, toda hegemonía tiene como reflejo su contrahegemonía; el dominio de los poderosos nunca es absoluto ni está desprovisto de límites y tensiones. En Estados Unidos, un grupo de matemáticos de universidades como Cambridge, Chicago y California ha reaccionado frente a la compañía Elseiver acusándola por sus prácticas de mercado abusivas y por un manejo de la ciencia como propiedad privada. “En el mundo anglosajón el perjuicio económico es muy grande porque los investigadores participan directamente del juego y pueden vivir en carne propia el peso del monopolio de las grandes corporaciones sobre la industria editorial”, comenta Martinovich.
El problema adicional que siempre está en juego son los derechos intelectuales, ya que los investigadores deben ceder sus trabajos y no pueden compartir sus avances en una página web, un blog o bien pasárselo a un colega. El movimiento de acceso abierto que apuesta a generar “otra geografía de la ciencia” se ofrece como un espacio de resistencia destinado a quebrar el statu quo imperante. Al fin y al cabo, desde la región el objetivo será contar nuestras propias historias al mundo, una vez más, como canal indispensable para engordar la soberanía.