Cuentan quienes han tenido la fortuna de acercarse a la más reciente exposición de la Maison Rouge, galería de arte contemporánea ubicada en el distrito 12 de París, que para ver las primeras piezas allí exhibidas –alojadas en pequeñas cajas transparentes, casi al nivel del suelo– hay que agacharse. “¿Por qué tan baja disposición?”, se interroga el diario Libération, y propone sencilla respuesta: “Para recordarnos que la muestra también está dirigida a niñas y niños, en tanto los preciosos objetos desplegados estaban –al momento de su creación– destinados precisamente a chicuelos”. En efecto, la muy celebrada Black Dolls expone más de 200 muñecas estadounidenses negras, de 1840 a 1940, cuidadosamente fabricadas con telas, cueros, maderas, materiales encontrados. Tiernos fetiches del entramado social, dirán conmovidas voces contemporáneas. Algunas con evidentes marcas de uso y abuso, de desgaste, de tanto haber sido abrazadas, jugadas, pasadas de mano en mano. Muchas de ellas, se presupone, creadas por mujeres afroamericanas de gran inventiva para sus propios hijxs o para lxs niñxs que cuidaban. En tiempos de esclavitud, dicho sea de paso, cuando tenían terminantemente prohibido aprender a leer o escribir, pintar o esculpir, casarse; cuando ni bien daban a luz, sus hijxs pasaban a ser propiedad del “amo”. Y una vez abolida la esclavitud hacia 1865, muñecas caseras pergeñadas en tiempos de segregación racial; porque las infames leyes JimCrow, vale recordar, estuvieron vigentes hasta 1965…
“Estas muñecas transmiten un gesto de amor y un proceso artístico, visible en la inventiva y el cuidado llevado a la factura: la costura, el bordado, la disposición de los tejidos… En un contexto en el que la tez blanca era la norma de la belleza, hacer una muñeca en tela negra y dibujar características propias se convierte en una forma de resistencia. Porque las muñecas que estaban disponibles comercialmente por aquellos años eran predominantemente blancas. Había unas pocas negras, sí, pero eran representaciones racistas o caricaturescas, o se reducían a modelos europeos coloreados”, explica la curadora gala Nora Phillipe, comisaria de Black Dolls, subrayando que, a partir de estos juguetes, puede trazarse un siglo de historia racial en Estados Unidos. Un país donde incluso a la fecha, “son pocas las muñecas que representan a la comunidad afro”.
De allí que, como dice Phillipe, lejos de ser meros objetos lúdicos de la esfera íntima, las variopintas muñecas negras de Black Dolls son prueba viva de la tenacidad para resistir de la comunidad afro, para luchar contra la internalización de patrones racistas, tan firmemente arraigados. Cuando no “un caballo de Troya en el cuarto de un niño blanco, venidero ‘amo’, una pequeña revuelta contra la opresión”, amén de personajes siempre dignos, en general muy expresivos: la cara sonriente o, por el contrario, adornada con lágrimas, la pilcha aseada, los zapatitos impolutos, mostrando el modo –un modo– en que lograron tomar el control de su propia representación mientras, en el día a día, continuaban siendo explotados, humillados, azotados…
La colección (privada) pertenece a una abogada estadounidense de los suburbios de Connecticut: la coleccionista de juguetes Deborah Neff, que lleva décadas revisando mercados de pulgas y tiendas de antigüedades, reuniendo además fotografías de niños (blancos, afro) sosteniendo sus muñecas negras. En algunos casos, cosidas por abolicionistas que las vendían para recaudar fondos para las tropas de la Unión durante la Guerra de Secesión, según se ha podido recabar. En otras, lo ya dicho, por madres y abuelas esclavas. “Una de las muñecas de cabeza de coco tiene una anotación en tinta en su torso: la dedicatoria de una mamá de St. Louis a su niño, fechada en la Navidad de 1879”, cuenta Neff sobre apenas un ejemplar de su vastísima colección. Donde no faltan objetos tan enigmáticos como aquella muñequilla blanca cubierta por una máscara de tela negra. O la inquietante topsy-turvy: muñeca reversible extremadamente minimalista de dos cabezas –una negra, la otra blanca–. ¿Encarnación de las tensiones culturales de un Estados Unidos binario?, ¿Símbolo de reconciliación?, ¿De resistencia clandestina?
Se lamenta Phillipe de que “los archivos alrededor de los ejemplares sean tan escasos”, porque la falta de información acaba desdibujando una parte de la historia de mujeres y niños afroamericanos, y porque pone en relieve el perenne destrato al juguete, “vastamente considerado un objeto ordinario sin mayor importancia o significación”. Indiferencia por la que el mismísimo Walter Benjamin hubiera puesto el grito en el cielo, habiéndose ocupado el filósofo y ensayista de la importancia de los juguetes en diferentes ocasiones; por caso, en un texto breve de 1928, donde anotaba que “los juguetes no dan testimonio de una vida autónoma sino que son un mudo diálogo de señas entre los niños y el pueblo”… “Hay algunas fuentes, pero son vagas. En las miles de historias recabadas en la década del 30 por el proyecto Born in Slavery: Slave Narratives, del Federal Writers’ Project, por ejemplo, hay menciones de muñecas, pero los investigadores jamás se detienen o profundizan en ellas”, ofrece la curadora. Y explica que “solo entrecruzando información diversa hemos podido recomponer la identidad de quienes las fabricaban, sus intenciones detrás de la artesanía, los usos dados a las muñecas. Basándonos, por caso, en las inscripciones que en ellas hicieron madres y abuelas, que demuestran el papel fundamental de estos objetos en la transmisión intergeneracional de la comunidad, en tiempos en los que las familias negras eran sistemáticamente destruidas”.