No siempre lo mejor sucede en Navidad. Tampoco lo peor. Pero es cierto que hay navidades intrascendentes, insulsas, idiotas también. Como las hay de tragedia, de dolor y algunas de una tristeza tan profunda que parecería llegar hasta el centro de la Tierra. Mucha gente se siente contenta y hasta feliz en las navidades, desde luego, pero también hay mucha otra que piensa que mejor pasen rápido comilonas y cohetes, deseos y promesas.
Pensaba estas obviedades mientras urdía una historia, un cuento que debo entregar a mi editor alemán para una antología navideña. Una de esas ideas tontas que suelen aterrizar en cabeza de editores, incluso los inteligentes. Que los hay, un día les cuento de uno que conocí en Montreal, un gordo maniático que comía maníes como un mono y hundía miradas lascivas en los escotes de las secretarias, y que fue quien descubrió y tradujo al inglés las obras de Jacques Resio y de Catherine Basso.
Así recuperé esta historia, que es personal e íntima y hasta ahora nunca he contado, y que sucedió hace muchos años y del lado gringo de la difusa frontera chicana, en Santa Fe, capital del Estado de New Mexico.
Hacía entonces un frío de la chingada, yo no tenía un dólar ni dónde reposar mis huesos si me mancaba, y para colmo estaba enamorado de una idea de cuento fantástico al modo, digamos, de las 1001 Noches.
Una semana antes de recalar en Santa Fe para visitar a mi viejo que estaba en la cárcel, había leído el relato de un narrador tunecino de la misma edad que yo, autor de un cuento delicioso en el que cada personaje se sumergía en otras vidas, otros mundos, otros personajes incluso, y era como un perfecto cuento de nunca acabar en el que, por ejemplo, si un tipo cortaba un zapallo con un cuchillo de cocina acababa hundido en la carnosidad del zapallo y en el acto aparecía, como parido por ese mismo zapallo, en otro lugar, otro siglo, otras peripecias. Que eran infinitas y cada una como un salto al vacío.
Yo había decidido visitar a mi viejo porque lo era, porque lo imaginé demasiado solo esa Nochebuena, y quizás también porque era un potencial personaje literario por el simple hecho de que su mediocridad y falta de talento eran fabulosos. Iniciado en robos menores en un barrio marginal de Ciudad Juárez, antes de las cartelizaciones y cuando pasar drogas era coser y bordar, el día que se propuso dar un gran golpe no tuvo mejor idea que asaltar al viejo Swarowsky, el joyero polaco. En algún bar escuchó que unos millonetas de apellido similar tenían una residencia de verano en Silver City y como él justo andaba por ahí, huyendo hacia las montañas luego de robar un par de tiendas y una gasolinera, ese golpe le pareció natural y lógico. Pero su intento fue tan pueril y estúpido que todo lo que logró fue saltar un primer cerco de la residencia justo cuando toda la familia, Swarowsky o como se llamasen, estaba en Europa. Lo pilló un mayordomo que llamó al sheriff y en minutos se lo llevaron esposado. Eso le costó, sumado a antecedentes menores, una primera condena de seis años en la penitenciaría de Santa Fe, que todo el mundo conoció como “la cárcel del diablo” después de las pavorosas revueltas del 81 y 82.
Yo estuve ahí afuera la fría mañana navideña que siguió al inicio de la tragedia, junto a un montón de madres, novias e hijas, que en todo el planeta componen el clásico reparto estelar extracarcelario, pero mi condición especial en el conjunto era que yo no sólo era joven y solitario sino además seco, hambriento y con frío. La tarde de dos días atrás, en una cantina cerca de San Miguel Mission, me habían robado la chamarra y la mochila con los últimos, rasposos 245 dólares que me quedaban. Desde entonces no comía ni bebía más que agua, producto que en New Mexico no sobra.
Pasado el mediodía, cuando aún no terminaba la rebelión y un sol famélico se escondía tras las montañas allá lejos, me llegó la noticia de que a mi padre, que seguro fue lo que ustedes llamarían un ladrón de cuarta, un chorro inhábil y un infeliz, en aquella horrorosa jornada le habían cortado las manos. Sólo pude llorar hasta secarme, sentado contra una vieja camioneta abandonada y aterido de frío.
Al rato vi cómo una anciana se despegó del conjunto y se acercó mirándome a los ojos. Sin decir palabra y en un raro movimiento como de prestidigitador sacó una torta, que es como llaman los mexicanos a los sánguches, y me la extendió.
–Coma –dijo en castellano–. O se va a morir usted también.
Tomé el tesoro que me ofrecía sin quitar mis ojos de la vieja y sabiendo que debían ser carnitas con salsa roja o verde, bien chilosas. La mujer entonces, delicada y velozmente, sacó del morral un botellín de plástico, lo depositó a mi lado y se marchó.
El estómago me dolía tanto que fui torpe y desdichado incluso para agradecer. No sé si alguna vez ustedes han masticado llorando y con hambre, pero es una sensación rara. Como que se enreda todo: la pastosidad de la boca, la lengua que no empuja, la mirada que se enturbia por la angustia, y encima tragar con vergüenza pero agradecido.
La anciana debe haber sabido todo eso, y por eso giró y se fue con los suyos. El que siente vergüenza de su condición siempre quiere estar solo.
Lo demás, o sea el traslado hospitalario de mi viejo, manco desde entonces, y mi regreso a Juárez y mis pininos literarios para llegar hasta acá, no vienen al caso. Sobra que les diga que fue la Navidad más amarga de mi vida.