Quizás una de las decisiones más importantes en The Florida project es que el edificio donde viven las protagonistas esté pintado de violeta, ese color ahora principesco que abunda en las vidrieras de las jugueterías destinadas a las nenas como variante o complemento del rosado. Podría ser una casa de muñecas gigante en un descampado que parece del Gran Buenos Aires, pero es un motel en el que las familias que no pueden pagar el alquiler de un departamento se amontonan en habitaciones que funcionan como monoambientes: la cama es el centro del mundo, y enfrente de la cama, el televisor. Ahí se puede comer y coger, pasar el día, trabajar incluso. The Florida project no es la segunda película de Sean Baker pero es como si lo fuera: el director que filmó Tangerine (2015) con iPhones descubrió una veta ahí, en la Los Ángeles marginal, que es suya porque la llenó de color y de un aire de cuento de hadas inesperado. Baker había filmado historias con personajes marginales antes de Tangerine, pero había algo en el realismo sucio con que las encaraba -por ejemplo en Prince of Broadway (2008), donde un hombre negro quedaba a cargo de su bebé- que no funcionaba o resultaba un cliché.
Después vinieron los colores y la fantasía. En The Florida project, el edificio lila se llama The Magic Castle y está ubicado justo donde termina el Disney World de Los Ángeles, en ese borde donde los gift shops se abaratan y se transforman en outlets. Ahí viven Moonee (Brooklynn Prince) y su mamá Halley (Bria Vinaite), white trash hasta la coronilla, desocupada y rea. Pero la película se centra en Moonee y su mundo de infancia, uno donde prácticamente no hay juguetes ni salidas pero sí mucha vereda y libertad, en ese tiempo sin medida de las vacaciones. Moonee callejea con lxs niñxs del edificio, se mete en problemas bastante seguido y tiene una visión particular del lugar en que vive que se condice muy poco con el color violeta y su pretensión de aparentar candidez y prolijidad. Cuando camina por los pasillos del motel con una amiga nueva, le va explicando al pasar frente a las puertas: el hombre que vive acá luchó en varias guerras y toma cerveza, al que vive acá lo meten preso bastante seguido, la mujer que vive acá cree que está casada con Jesús. El pequeño muestrario ilumina una clase social que se presta por igual a la comedia o la tragedia, pero Sean Baker se queda cerca de lxs niñxs y hace con sus personajes algo más novedoso que burlarse o tenerles piedad.
Mientras Moonee pasa los días con sus amigos entre un pasto brillante que hace las veces de naturaleza y unos atardeceres espléndidos, el peligro ronda de muchas maneras: en la figura de un pedófilo al que Bobby (Willem Dafoe, esta vez un encargado que reniega pero también cuida) espanta a las piñas, o de una casa abandonada donde lxs chicxs prenden fuego, o de la policía que busca a Halley. En The Florida project el tiempo de las vacaciones está erizado de posibilidades de desastre, pero lxs niñxs no lo ven. La película nos hace experimentar ese tiempo desde la doble perspectiva de ellxs y de lxs adultxs que somos, y así genera un contraste tenso, amargo y alegre a la vez, entre la pobreza no percibida de lxs niñxs, la precariedad, el placer genuino de las vacaciones y la inminencia de un desastre. Pero también hay colaboración y cuidado mutuo entre vecinos, ingenio, rebusque y rebeldía; cómo retratar ciertos sectores sociales esquivando al mismo tiempo la conmiseración, el paternalismo y la idealización populista parece ser una de las preguntas que guían, al dirigir y al escribir sus guiones, a Sean Baker. Y la otra quizás sea una pregunta por la fantasía: cuánto sale, a quiénes les está permitida, cómo funciona cuando lleva la marca Disney y para acceder a ella hay que estar en condiciones de pagar la entrada.