Arden libres en un mundo erizado de prisiones, no se sabe si vuelan o navegan y si ante su luz el aire es mar o llama, con algunas de estas palabras y otras que faltan José Emilio Pacheco mira hacia arriba y describe a las nubes. El cielo revelador lo suma al auditorio devoto como lo hizo antes con John Constable (1776 -1837), el pintor meteorólogo que anotaba en la parte de atrás de sus cuadros las condiciones del clima para colorear la verdad de los cielos de Suffolk, y después con Ruth Kligman: “amo el cielo del atardecer. Las nubes blancas me estremecen. En la playa al atardecer, los ojos parpadean un instante y todo cambia, el color se mueve, la luz varía, ilusión». Ese cielo de la playa que enamora a Ruth no se parece a los cielos de Pollock y sin embargo se unen galácticos en la ausencia –“su materia es la ausencia y dan la vida”, sigue diciendo Pacheco–.
Unir a Ruth y a Pollock en los cielos que no comparten los enlaza más allá de sus biografías y de los cinco meses de amor. “Fuimos amantes (él estaba casado con Lee Krasner desde 1945) y hubiéramos sido un matrimonio si él no hubiera muerto aquel verano”, vaticinaba Ruth. Hay una foto del día del accidente, ahí están los dos (Ruth sentada sobre sus piernas) antes de subir al auto. Una curva mal tomada o tomada demasiado rápido mató al conductor, Pollock, y a una amiga de Ruth, Edith Metzger. Solo Ruth sobrevivió. La “Death Car Girl” –el bautismo es del poeta Frank O’Hara–, como la nombraban los murmullos en las galerías neoyorquinas recibió apodos nuevos, el de “la Yoko Ono sin talento” llegó con los años, y todos compartieron desinencia con la ocasión arribista. Moralidades del chisme que la nombraban nombrando sus romances con Williem de Kooning un año después de la muerte de Pollock y con Jasper Johns a mediados de la década del ochenta. Cuarenta años después del día trágico Ruth Kligman le dijo al mundo y a Lee Krasner que tenía un Pollock auténtico porque él se lo había regalado; el cuadro es Rojo, negro y plata y el debate sobre su autenticidad –con el pelo de un oso polar devenido en alfombra incluido como evidencia– sobrevivió a todos sus protagonistas. Ninguna entrevista que Ruth diera en sus años españoles (se casó con el pintor español Juan Carlos Sansegundo), ningún cuadro propio, ninguna escena que el cine le dedicara (a pesar de la belleza invencible de Jennifer Connelly), ninguna carta, ningún rato de amistad con Warhol, lograron arrancarle ese trillado y machista mote de musa.
“Podía haberse convertido en pintora, pero nadie se toma a una persona muy en serio cuando apenas comienza a pintar, particularmente si se trata de una mujer” dijo de Kooning cuando le preguntaron sobre ella; Ruth recordaba los tulipanes que el pintor de Rotterdam le regalaba y confirmaba en la evocación que “no toman en serio a una mujer que es conocida por los hombres en su vida” (… ) Bill fue un gran mujeriego y eso no dañó su reputación como artista”. No quería ser recordada como la pintora abstracta que durante décadas pareció conocerlos a todos, “no estaré destinada a ser solo la novia de grandes hombres” decía, dándoles letra y música a quienes escribieron después cuadernillos de museos y obituarios, y mirando hacia arriba para buscar la luz que prometía la forma nueva de las nubes.