“It’s the Sound!”, grita la tapa de un periódico, que no es la revista Variety en algún momento de 1931, cuando el sonido llegó por primera vez al cine, sino un diario generalista del año 2020, cuando los monstruos llegarán por primera vez a la Tierra. Ligeramente antropomórficos pero asquerosos y letales, estos bichos de estatura algo mayor que la de un humano asuelan el planeta y son prácticamente invencibles. Son ciegos, pero disponen de un oído mucho más fino que el de un perro, por lo cual basta hacer el más pequeño sonido para garantizarse la muerte. De allí que la familia protagónica viva en el mayor de los silencios y la película que narra su intento de sobrevivencia también, llegando incluso, por momentos, al silencio absoluto. En esos instantes, Un lugar en silencio se convierte lisa y llanamente en un film experimental, en tanto desafía la convención universalmente aceptada de que las películas emitan sonidos. Indudablemente, es a esa subversión formal a la que el realizador debutante John Krasinski ha apostado, desde el formato de una película tan mainstream como puede serlo una de terror. Osado, Krasinski inaugura así un género hasta el momento impensable, el film experimental de monstruos.
Tal vez algunos identifiquen a Krasinski, actor casi cuarentón,por su papel de Jim Halpert en la versión estadounidense de The Office. Con esa excepción, su carrera de secundario ha sido hasta ahora tan poco relevante que su mayor don parecería ser el de dar voz a personajes de films animados, tarea que cumplió desde Shrek 3 hasta Monsters University, sin olvidar la versión anglohablante de El viento se levanta, de Hayao Miyazaki. Otro mérito es, claro, haberse casado con Emily Blunt, su compañera de rubro aquí. Cosa curiosa, un actor cuya mejor herramienta ha sido hasta ahora la voz, debuta como realizador con una película en la que tiene casi prohibido hablar.
Un lugar en silencio opera por sustracción, y no sólo de la voz. La película empieza in media res, con la familia protagónica haciendo las compras en un supermercado, pisando con la suavidad de una geisha y hablándose por señas. Al revés que el 90 % de sus colegas, Krasinsky no le facilita las cosas al espectador, que deberá tener paciencia para saber qué está pasando. En esa secuencia inicial, los protagonistas se hacen señas y aparecen subtítulos que las traducen. Más aún, la hija de la familia sufre de una sordera radical, por lo cual cuando el relato practica subjetivas sonoras de la chica desaparece hasta el sonido ambiente, poniendo la banda respectiva en un vacío total. Lo cual es tan poco habitual que puede llegar a generar cierta desesperación.
Desesperados se los ve a los Abott (Krasinski, Blunt & hijos) en el supermercado, y el espectador se pregunta por qué. La respuesta va a llegar cuando alguien cometa el error de producir un sonido y una figura que se adivina monstruosa lo aniquile a toda velocidad. Qué sucedió en el mundo y cómo y de dónde salieron los susodichos bichos, no se sabe. Fundamentalista de la elipsis, Krasinski elimina absolutamente todo lo suntuario, concentrándose en la supervivencia de los Abbott en la pradera, la forma en que procesan su trágico duelo y la dinámica de relaciones familiares, donde la hija adolescente tiende a rebelarse (aunque no del todo) ante un padre que no por protector, presente y responsable deja de asignar a sus hijos roles sexistas. A aprender a pescar lleva con él al hijo varón, indicando a Regan (Millicent Simmonds) que se quede con su madre. En una interesante inversión de funciones, la casa terminará por ser la última frontera frente a las criaturas, con las guerreras Evelyn y Regan descubriendo el punto débil de los bichos, en lugar de haberse puesto a tejer o cocinar plácidamente.
La salida de pesca, en cambio, resultará desastrosa, lo que le cuesta caro a Marcus Abbott (Noha Jupe) y más caro aún a su padre, quien tomará una trágica decisión para salvar a los hijos. Antes de un final que cierra in media res lo que empezó del mismo modo, Krasinski muestra una mano tan firme como delicada, paneando con elegancia los verdes maizales y montando con la suficiente intención como para pasar de un plano en el que la madre calma a la hija diciéndole que su padre va a ocuparse de su seguridad, a otro en el que se ve al hijo solo, de noche, en medio del maizal y a merced del bicherío. Lo que no son tan delicados son los sustos, en los que el silencio de las víctimas (¿el silencio de los inocentes?) se confronta con apariciones sorpresivas de los feroces victimarios, cada una de cuyas pisadas suena como si hubiera caído un Transformer sobre la Tierra. ¿Habrá caído el control de volumen en manos de Michael Bay, director de esa saga y productor aquí?