Es domingo y a Claudio Morel Rodríguez le sobra paño para quedarse en su casa, disfrutando de su familia, descansando, viendo el fútbol. Es un día perfecto, porqué no, para pispear jugadores que piensa representar con su nueva empresa. Pero el corazón tiene agarrado de las riendas al cerebro. Y le hace poner el auto en marcha. Se ve que le late un negocio mejor. “Vamos para la costa”, le dice a su esposa. Ella sonríe. Lo conoce bien. “Anda vos, Claudio; manejá despacio”. Con un tormentoso clima, el paraguayo mundialista en 2010 no quiere irse a descansar a la casa de veraneo que tiene en Cariló. Nada de eso. Quiere pasar la tarde a Madariaga. ¿Día de campo? Tampoco. Tiene por delante una finalísima. Racing, su equipo, contra Unión de Maipú, por los octavos de final del Torneo Federal C. El estadio Francisco Alcuaz es el destino final de su GPS. A los 40 años, sigue escribiendo historias en la quinta división del fútbol argentino. Qué cosa. Se exige como si las medallas del ayer tuvieran el valor de una moneda fuera de circulación.
La historia de Morel en Racing de Madariaga merece ser reconstruida. No todos los días un futbolista con 20 años de trayectoria elige seguir defendiendo su oficio hasta que la llama se extinga. Aún en plenas vacaciones, el paraguayo no pudo apagar la pasión que lo condena. En Cariló el zaguero agotaba las tardes de verano peloteando en la playa con su hijo, que juega en las Inferiores de Lanús. Cada empeinazo que le daba a la redonda, cada frentazo al cielo, le despejaba los interrogantes que habitaban su cabeza: “¿Por qué me tengo que retirar, si todavía puedo seguir jugando?” Fue entonces que se acercó a un popular comercio de frutas y verduras sobre la popular calle Víctor Hugo, en Ostende.
“Qué lujo tenerte por acá, ¿qué vas a llevar?”, le preguntó Edgardo Rincón, comerciante y, en sus ratos libres, entrenador del Racing madariaguense. “Hola, maestro. En realidad venía a hablar con usted -respondió Morel-. Me interesa ser parte de este proyecto de Racing. ¿Hay lugar para mí?”. Rincón se restregó los ojos y casi que se cayó de espaldas. “Yo estaba esperando el momento atinado para pedirle una foto, con respeto, y me encontré, después de haber buscado por cielo y tierra, con un refuerzo de lujo”, relata Rincón. Un refuerzo impensado para su equipo, que tiene un presupuesto de 14, con suerte 16 mil pesos por partido. Aun hoy nadie sabe bien quién le pasó el dato a Morel sobre la existencia de este club albiceleste. Es una historia que tal vez nunca se sepa. Pero eso ya no importa. El paraguayo es un guerrero más, que, se suma al grupo, sin chapearle nada a nadie.
Próximo a Pinamar y Villa Gesell, el pago gaucho es un mundo particular, porque mantiene las raíces del ayer. Sin ir más lejos, aquí se comen los panes más sabrosos del país. Sin ir más lejos, en la cancha donde Morel Rodríguez juega, hace poco los jinetes se batieron a duelo con caballos, indómitos potrillos que saltaban como locos en “las noches camperas”. Aquí se zurcen historias y leyendas de campo que, luego, son contadas en infatigables rondas materas, acompañadas por el rasgueo de las cuerdas y por los bocados de azucaradas tortas fritas. Lástima que Racing no tiene más de un puñadito de hinchas. En las tribunas, hay más visitantes que locales. Los choripanes de la parrilla tienen un destino inexorable: irán a parar a panzas maipuenses. Esos choris servirán para solventar los gastos del arbitraje.
Una plaqueta, que da la bienvenida, detalla que la cancha tiene 80 años . Edad que mucho tiene que ver con su aspecto. Un tanque de agua, que se erige monstruoso detrás de una de las tribunas, se convierte en un palco de lujo para los que quieren ver los partidos sin pagar la entrada. En el vestuario Miguelo Jorge se cambia Morel, no sin antes saludar a sus compañeros. Uno se dedica al reparto de panes, otro es herrero, el de más allá trabaja en un supermercado, Jorge Torales jugó en Chacarita y Ecuador. Y así siguen las historias. “Estos son todos pibes bárbaros, algunos con condiciones tremendas. Acá hay muy buenos talentos, sólo que muy pocos tuvieron las chances de dedicarse solo al fútbol”, analiza Morel, quien suele escaparle a las notas periodísticas. “No leo diarios ni revistas. Hace tiempo que me recomendaron no consumir periodismo; y lo bien que hice, eh”, dice con ganas de espantar las moscas que sobrevuelan la intimidad del grupo. La prensa, dos o tres cronistas -no esperen más- espera bajo techo porque afuera llueve.
El vestuario tiene cinco duchas de las que sólo brota agua fría, humildes bancos de madera y la ropa prolijamente ordenada. Morel se calza la “6”. Su coterráneo Torales se le acerca con un mate. Y otro compañero se arrima con un talonario celeste. Mientras se sube las medias, corta un cupón, dos, tres. Corta cuatro. Y quiere seguir. “Pará, Claudio, te vas a comprar todo”, le recrimina un miembro del plantel. “Ese chancho es mío”, bromea él. Racing de Madariaga vive de la venta de bonos y sorteos. “Acá tenemos que vender rifas para poder pagarle los viáticos a algunos jugadores”, se sincera Tino Elso, el presidente de este club de apenas 13 años de vida, y que ya había dado un golpe mediático por traer a un japonés (Kou Gotou) al fútbol del Interior argentino. Morel, en tanto, promete un asado en caso de ganar el premio mayor. Y, envalentonado, pregunta por un compañero que no está. Todos se miraron. Al otro día hay que ir a laburar. Y algunos, por lo visto, no quisieron arriesgar de más.
Rincón, técnico del equipo, tiene que dar la charla técnica a un grupo que tiene a un futbolista que sabe parva más que él. Entonces, Morel toma una vez más la palabra, y da la arenga, tal como la daba cuando jugaba en el Nuevo Gasómetro, en La Bombonera o en el Libertadores de América. “Dejemos todo, no seamos boludos, hay que ser solidarios, ayudar al compañero”, espeta. Su voz retumba en ese vestuario que tiene mentalidad ganadora. Algunos se sacan fotos para colgar en el Facebook. Otros prefieren no molestarlo. La presencia de Morel impacta en todo el equipo. “Lo que más me impresionó es la humildad que él tiene, juega como si nos conociera de toda la vida. Es uno más del grupo”, reconoce el lateral Darío Giménez. “Este tipo jugó un Mundial, y está acá tratando de darnos una mano”, arremete el defensor Harisgat. Son todas reverencias para el paraguayo.
A las 17 es la hora de la verdad. Racing necesita revertir el 0-1 del partido de ida ante Unión. Los árbitros salen a la cancha vestidos de cuervo. Gamuza, un colaborador de Radio General Conesa (AM 1420), pregunta si los de la terna son hermanos “No, ¿por qué pensás eso”; se asombra el relator. “Porque el apellido de los tres árbitros es Sadra”, se despacha el muchacho, ante las risas de los presentes. De repente, se escucha el pitazo inicial. Morel se muestra solvente a pesar del barrial que aparece con los pisoteos de la cancha. Juega con el reloj en la cabeza. Tiempista, anticipa, llega a los cortes y sale jugando, cabeza en alto y pecho erguido. Cuerpea en los cruces y hasta induce a cobrar algunas faltas. Su andar robótico delata su estructura profesional. Macizo, granítico, parece impasable. A pesar de Morel, Racing recibe dos duros golpes, se funde físicamente, y se queda eliminado. Fue el octavo partido que Morel jugó para Racing de Madariaga (ganó 3, empató 1 y perdió 4). Su paso, efímero, dejó una huella gigantesca.
Los equipos se retiran de la cancha, y un grupo de maipuenses escupe insultos de todos y una frase de cabecera: “Morel, sos un viejo choto”. Morel escucha pero no responde, no hay balas que le entren a esta altura de su carrera. Antes de irse, elige bajar un discurso, ante los cronistas de cancha. “Le quiero demostrar a estos chicos que sí se pueden cumplir los sueños, que no hace falta jugar en Primera para sentirse bien o exitoso”, reflexiona ese futbolista que reeditó una vuelta olímpica tras otra en San Lorenzo y Boca y ascendió con Independiente cuando el Rojo era el Infierno. “El fútbol argentino tiene cosas fabulosas, por ejemplo, acá se llovió todo, y siempre intentamos jugar por abajo. En Paraguay las canchas del ascenso por ahí te obligan a jugar mucho más por arriba”, analiza “la voz de la experiencia”.
Paciente, se queda una hora sacándose fotos y enviando mensajes a pedido de las damas y los caballero. Hasta se toma una selfie con los oficiales de policía. Le esperan otros 350 kilómetros de ruta para llegar a su casa. Su destino será volver a las filas de Atlético Maderense, de la Liga de Pehuajó, donde ya clavó un golazo de tiro libre de 40 metros. “Antes los que jugaban acá eran tildados de vagos o los criticaban porque no habían llegado a más”, agrega Rincón. Pero Morel se reinventó y destruyó ese prejuicio: “Siempre tenés que dejar todo porque no sabés quién te está mirando en las tribunas. Tal vez te ve un representante y te lleva a otra categoría. Yo ya cumplí mis sueños. Pero el mensaje es que siempre hay que lucharla, no bajar los brazos, no bajonearse. Sigo jugando porque es mi pasión. Creo que me voy morir dentro de una cancha”.