La cuestión militar en Brasil expone las debilidades de una democracia sitiada y condicionada, donde las fuerzas armadas son un actor protagónico desde la década del ‘60. Si se observa en retrospectiva, la Ley de Amnistía de 1979 fue un certificado de impunidad a medida. Aún vigente, impide juzgar las violaciones a los derechos humanos durante la extensa dictadura de 1964-1985. El desprestigiado presidente Michael Temer reforzó y actualizó su sentido cuando impulsó otra ley –la 13.491 de 2017– que delega en tribunales castrenses el juzgamiento de uniformados que cometan hoy crímenes contra civiles. Una especie de patente de corso para operar en todo el territorio nacional, pero con las favelas como blanco principal. Esas dos referencias jurídicas explican declaraciones como las del jefe del Ejército, el general Eduardo Villas Boas. Había declamado su “repudio a la impunidad” en twitter antes de que el Supremo Tribunal Federal (STF) –el equivalente a nuestra Corte– clausurara las chances de Lula de seguir en libertad. Ergo, que el candidato presidencial con mayor intención de voto fuera preso a lo que diera lugar. 

El comandante de la fuerza militar más importante de Brasil debe haberse tranquilizado con el fallo del STF. Su escueta declaración siguió a la proclama de su colega, el general retirado Luiz Gonzaga Schroeder Lessa, un sedicioso que representa la más desbocada tradición golpista latinoamericana. Había dicho: “no tengo duda de que solo queda el recurso a la reacción armada” si prosperara la chance de que Lula volviera a gobernar en Brasil. 

No fueron los únicos altos jefes, activos o retirados, que buscaron condicionar el voto del Tribunal que rechazó el hábeas corpus del líder del PT para mantenerse en libertad. El también general ® Paulo Chagas se había pronunciado en un sentido parecido al de sus pares cuando opinó: “Nuestro objetivo principal en este momento es impedir cambios en la ley y colocar detrás de las rejas a un jefe de organización criminal ya juzgado y condenado a más de 12 años de prisión que, con el respaldo del STF, ha circulado libre y desembozadamente por todo el territorio nacional, contando mentiras, predicando el odio y la lucha de clases”. A diferencia de Villas Boas y Gonzaga Schroeder Lessa, Chagas se presentará como candidato a gobernador por el Distrito Federal de Brasilia. Apoya su candidatura el ultraderechista Jair Bolsonaro, quien también fue militar en el cuerpo de paracaidistas. 

Con casi el 20 por ciento de intención de voto – aunque muy lejos de Lula – el diputado federal es un nostálgico de la dictadura. Lo demostró el día que a los gritos se sumó a la destitución de Dilma Rousseff en el Congreso. Le dedicó su voto a la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, un militar que torturó a la ex presidenta cuando era presa política del régimen. 

El pensamiento que expresan Villas Boas y los generales retirados fue criticado en un documento de Amnistía Internacional. La organización señaló que ve con “preocupación el avance del militarismo en Brasil a través de las operaciones de la Garantía de la Ley y el Orden (GLO) y de la intervención federal en Río de Janeiro, además de las declaraciones del comando del Ejército, hechas por el propio Villas Boas, de que los militares precisan garantías para actuar en la Seguridad pública sin ser juzgados en tribunales civiles por las ilegalidades o abusos que eventualmente cometieran”. 

Las GLO surgen del artículo 142 de la constitución federal brasileña, de una ley complementaria de 1999, más un decreto de 2001. Ese recurso jurídico les permite a los militares recibir de manera provisoria “la facultad de actuar con poder de policía”. El entramado de normas que extienden atribuciones discrecionales a las fuerzas armadas, sumado a su poderío histórico intacto, se robusteció con algunas designaciones de Temer. Puso al frente del Ministerio de Defensa al general Joaquim Silva e Luna, el primer militar que ocupa esa cartera en democracia y hace un par de meses colocó al general Walter Souza Braga Netto como interventor de la seguridad pública en Río de Janeiro. 

La militarización del Brasil también es producto de decisiones de todos los gobiernos y hasta del propio Superior Tribunal Federal que resultaron funcionales a las fuerzas armadas. En 2010, durante el último año de su mandato, Lula declaró en pleno debate sobre la Ley de Amnistía que su objetivo no era “sancionar a los militares, sino recuperar la historia de aquellos que fueron perseguidos”. El STF rechazó el 30 de abril de aquel año revisar la norma del 79 con que la fuerzas armadas garantizaron su inmunidad a eventuales juicios o a los resultados de la Comisión de la Verdad que se creó durante el gobierno de Rousseff en noviembre de 2011 (ley 12.528). 

Villas Boas se envalentonó cuando le exigió el fin de la impunidad a la Corte brasileña. Dijo que los militares precisaban garantías ante la creación de futuras comisiones similares a aquella. El poder de veto de las fuerzas armadas a iniciativas sobre el esclarecimiento de hechos cometidos por la dictadura, tiene notable influencia en la actualidad. La CIDH condenó al país por violaciones a los derechos humanos en democracia. En 2017 cuestionó en un documento la falta de justicia por el asesinato de 26 civiles en la favela Nova Brasilia de Río de Janeiro. Los crímenes eran demasiado viejos: de 1994–1995. Y prueban que con la ley 13.491 del año pasado, si los militares siguen asignados a custodiar la seguridad interna, tendrán garantizada la impunidad que paradójicamente le atribuían a Lula. Se juzgarán a ellos mismos.

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