Una vez más, la ciencia ha hablado y ahora dice: ir a conciertos alarga la vida. Al menos, esa conclusión arroja un reciente estudio de la Universidad de Goldsmith, en Inglaterra, tras realizar diversas pruebas psicométricas y de frecuencia cardíaca en voluntarios varios mientras asistían a recitales (no precisados, dicho sea de paso). Análisis que, al parecer, demostraron que ver una banda en vivo durante 20 minutos “ya conduce a un aumento del 21% de la sensación de bienestar en las personas”, y luego que “los altos niveles de bienestar aumentan la extensión de vida hasta en 9 años”. Ajá: así de exactos son los números esbozados por el especialista a cargo de la investigación, don Patrick Fagan, autor y psicólogo británico dedicado al comportamiento, el consumo, el marketing. “Hemos corroborado el impacto profundo que tienen los conciertos en la salud, la felicidad y el bienestar”, se despacha el varón, sin pelos en la lengua al advertir que, entonces, “ir a un recital cada dos semanas abre el camino a prácticamente una década más de existencia”. Las razones, a la orden del día, porque a las mentadas cifras, suma el experto otras: que la susodicha actividad eleva en un 25% la autoestima, y en un 25% la sensación de cercanía con otros humanos. Además de generar, colmo de la precisión, un crecimiento del 75% en la estimulación mental de los presentes. Prescribe, por tanto, el señor Fagan presenciar shows musicales (¿de rock?, ¿clásico?, ¿r&b?, ¿country?, nada es precisado) con tanta frecuencia como sea humanamente, y económicamente, posible.
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