Antes de ponerla a prueba, Willy Crook no tenía dudas sobre la infalibilidad de su memoria. “Estaba convencido de que era una maravilla, una computadora de última generación”, dice. “Y la verdad es que me acordaba del ‘más o menos’, pero del ‘qué pasó’ ni ahí: el continente, pero no el contenido. Sólo recordaba sucesos completos con gente notable y magnética como Miguel, Luca, Skay o el Indio”, agrega, con una mueca de autoironía que puntúa no sólo su discurso hablado, sino también la narración del flamante Memorias improbables (Planeta). “El desafío era ver cuán intensa, cuán puntiaguda era mi memoria. Y descubrí que es una herramienta completamente roma y mocha: es un cuchillo sin mango, al que le falta filo”, completa. ¿Cómo hizo entonces? “Justamente, el libro está hecho con la ayuda de un periodista con mucho oficio, Fernando García, aunque está escrito en primera persona. Si no, no lo hubiera podido lograr. En lo único que tengo constancia es en llenar las cubeteras”.
La autobiografía del músico recorre, con dosis de gracia y sabiduría callejera, desde las correrías de su adolescencia por los médanos de Villa Gesell montado a su yegua La Gringa, hasta su aterrizaje forzoso en el hospital Borda en el amanecer del nuevo milenio, pasando por sus prolongadas temporadas europeas y sus aventuras compartidas junto a personalidades de la talla de Miguel Abuelo, Indio Solari, Skay Beilinson, Luca Prodan, Daniel Melingo y Pappo. Una vida de novela. “Me siento privilegiado de que un libro tenga mi nombre en la tapa. Amo la literatura, de chiquito era mi alimento intelectual, mucho más que la música. Leía a Ray Bradbury, Crónicas marcianas y Fahrenheit 451. Colmillo blanco, de Jack London, que era el mejor de la colección amarilla de Robin Hood. Además no existía Internet, la televisión casi que tampoco. Si tenías alguna necesidad intelectual y estabas en un pueblo chico, entonces leías mucho”.
A lo largo de la entrevista, puede evocar el poema “El puñal” de Borges o citar una frase de Nietzsche con la misma soltura. “Solamente el dolor constante es lo que se recuerda para siempre”, dice que dijo el filósofo alemán. “Todo está en la práctica, hay sistemas que usa la memoria: podés leer algo maravilloso, pero si no lo refrescás al otro día, y al otro, eso se pierde. Yo tengo libros maravillosos, los llevo conmigo desde hace años. No son muchos, trato de usar unos pocos. Ahora, por ejemplo, estoy leyendo Fragmentos de un discurso amoroso de Barthes”, dice. Y entonces saca una caja que hay debajo de su escritorio, llena de ejemplares trajinados: los sueños de Quevedo, los poemas de Baudelaire, los versos zen de Takahashi. “El arte de los escritores consiste en explicarte algo que vos sentías y no sabías”, define. ¿Cuál fue su experiencia de identificación más fuerte? “En el camino de Kerouac lo leí después de haber estado en el camino y, aunque eran diferentes los contextos, había una relación”.
El texto que lleva su firma se puede leer como una especie de aproximación argenta y rockera a la obra fundacional de la literatura beatnik. Entre los oficios terrestres que ejerció nuestro Sal Paradise en sus tiempos de trotamundos, se encuentran la colocación de pisos, la plomería, la limpieza en una morgue judicial y, la más exótica, la de “engordador” de tomates. “Trabajé en una fábrica de tomates en París. Había una cinta transportadora que los traía y yo les inyectaba algo con una aguja. Y al día siguiente esa producción estaba hinchada a reventar”, revela. “Quedaron anécdotas sin contar, además estaba mi propia presión de terminar el libro”, explica, con cierto sentido de la responsabilidad. De todas formas se jacta de que, apenas recibió el adelanto de la editorial, su decisión inmediata fue “gastármelo todo sin haber redactado una línea. Lo hice con convicción. ‘Esto me transporta al mundo de los grandes escritores’, pensé. Me sentí Henry Miller. Fue una cuestión estética, artística”.
FUGA HACIA ADELANTE
Hay una figura que emerge a lo largo del relato, desde las primeras hasta las últimas páginas: la del fugitivo. Una constante que marca su pulso vital desde la infancia, con sus escapadas nocturnas a lomo de caballo por las arenas gesellinas. “Pasé muy lindas noches así. Siempre en la tarea de huir de mi casa, una actividad bastante prolífica”, anota en el capítulo inicial, titulado “Un nerd subversivo”. “Como tantas otras decisiones que he tomado, la escapada a Ibiza fue en caliente, de la peor manera, por impulso”, confiesa en el siguiente. Por entonces, ya adolescente, vivía con su familia en España. “Ya habían pasado seis meses desde mi fuga de Torremolinos y mis padres me buscaban desesperadamente. Acompañado por un amigo, mi viejo salió a recorrer Europa para ver si daban conmigo. Pobres, creo que le cagué bastante la vida”, completa, unos párrafos más adelante. El mismo patrón se podría aplicar a su salida de Los Redondos y a tantos otros adioses que vendrían más tarde.
“Como en la serie El fugitivo, cuando conseguía un trabajo y una novia, el tipo salía corriendo. Sí, algo de eso hay. Yo también pensé lo mismo: cuando tenía más o menos algo, lo dejaba y me iba”, concede el protagonista de este relato basada en hechos reales. “No le daba importancia a mi persona: mi ego existía en el punto de supervivencia. Estaba muy curioso de todo lo que pasaba alrededor. Y lo mismo con las drogas: las probaba después de ver lo que hacían otros. No lo recomiendo. No hagan esto en sus hogares. Las drogas te hacen esclavo. Vale hasta para ir al kiosko a comprar cigarrillos”, afirma. El espectro de sus experiencias con las sustancias va de la heroína al crack, pasando por casi todas las estaciones intermedias. Hablar abiertamente de la cuestión le planteó un dilema: “Tenía que decirlo todo. En mis reportajes jamás hablo de las drogas, me parece pésimo. Pero este libro hizo que me enfrentara con esos temas. No podía decir ‘nunca rompí un plato’”.
“Considero que me pasaron muchas cosas en diferentes espacios, en diferentes lugares. Cada grupo de amigos, cada amor que tuve, cada banda con la que toqué, es como una vida aparte. ‘Tal cosa pasó mientras estaba con esa mujer’. Y he pasado por muchos amores, felizmente”, dice. Volcado sobre el texto, ese trayecto se despliega como la discografía de un artista: cada capítulo contiene la médula sensorial y el sistema de referencias que podría darle sentido a un álbum. “Cuando viajás solo, viajás más rápido. Cuando viajás con amigos, viajás más lejos”, suelta al pasar ahora, a modo de máxima. Y aunque habla de otra cosa, suena a metáfora rockera. Junto a la puerta de su departamento, la parrilla de un Torino cuelga de la pared como una suerte de escudo familiar. Una estantería baja rebalsa de piezas y repuestos de la marca de autos que supo identificar su carrera musical y también personal. Tuvo varios rodados, pero hoy mantiene en condiciones un jeep basado en un Torino modelo 67.
HOMBRES NOTABLES
Cuando en el verano de 1983 volvió de su segunda excursión por tierras españolas, lo hizo con una mano atrás y otra adelante. En un boliche de Villa Gesell vio el recital de “una banda muy, muy extraña”. Y después conoció al cantante, que lo había visto tocar el saxo con un grupo de reggae. “Pettinato se va a ir de Sumo, ¿por qué no te venís a Buenos Aires a tocar con nosotros”, le propuso Luca Prodan. Y Crook agarró viaje, sin dudarlo. “Llegué y no tenía casa. No tenía nada. Lo primero que hice, con mis aritos y mis dreadlocks, no de peluquería sino de mazacote, fue dormir en plaza Once. La gente me miraba con una mala onda... Yo creo que me fue tan bien porque nunca busqué nada. Nunca hubo un interés”, tira. Más tarde se enteró, a través de Tito Fargo, que un grupo andaba en busca de un saxofonista. “¿Redonditos? Lo primero que pensé es que era un grupo para chicos”, anota en su biografía. “En Patricio Rey estuve una cuarta parte de mi vida: entré a los 18 y me fui a los 22”, resume.
“Al principio los ensayos eran rigurosos, yo iba caminando con el saxo. No había una moneda. ‘¿Cómo hiciste para entrar a Los Redondos?’. No te morías de ganas de entrar”, explica. “Después, cuando empieza a haber dinero, pero buen dinero en Patricio Rey, ya había dado y recibido todo artísticamente. Fue una de las pocas sabias decisiones de mi vida. No hubo ningún conflicto. Visto en perspectiva, lo que a mí me importaba era que cuando entré no sabía tocar. Y me di cuenta de que eso era importante”, completa. Entre muchas otras anécdotas incluidas en el libro, hay una que durante años circuló como leyenda del rock vernáculo. “¿Quién no le ha mordido el culo a su jefe?”, plantea ahora. “El Indio es un cretino hipocondríaco, estaba todo el día quejándose. Y cuando le mordí el culo le quedó un moretón inusitado, medio turquesa. Y lo mostraba a los gritos, llorando como una Magdalena: ‘¡Mirá lo que me hizo!’”, cuenta, para enseguida soltar una de esas risitas gastadas que son su sello de distinción.
Apretó el botón eyector justo cuando la nave ricotera empezaba a levantar vuelo, otra vez al mejor estilo “fugitivo”. “Destruí la carpa sin tener un toldo”, ilustra. “Estaba en la nada. Y me quedé ahí varado hasta que un día me lo cruzo a Miguel Abuelo. Me pregunta si estaba tocando, le digo que no. ‘¿Querés tocar con Los Abuelos?’. ¡Oh, yeah! Voy, pero los músicos no querían saber nada con un saxo. Me dijeron que iba a cobrar la mitad. ‘Sí, pero yo no puedo tocar con la mitad de onda’. La cosa es que primer show, segundo show y Miguel me paga lo que corresponde. Hasta que en el tercero, veo que me está pagando y esconde la plata. La estaba sacando de su bolsillo. Miguel era un fuera de serie, un tipo formidable”, lo define. “Con él empezabas a hablar de pagar un impuesto y, a los dos minutos, ya estabas a dos metros del suelo. Elevaba todas las conversaciones, siempre las llevaba para un lado artístico, gracioso. Así comprobé que el humor es lo más cerca que podés estacionar de la inteligencia”.
Un poco en broma, desliza que podría hacer un libro “a lo Gurdjieff” titulado Encuentros con hombres notables. Otro de los que podría integrar esa categoría es “Daniel Melingo, que me abrió la jaula. Con Los Redondos aprendí la filosofía, con Melingo la libertad absoluta en el arte. En la época de los Lions in Love, él estaba dos cuadras adelantado al resto del planeta: agarró el acid jazz, el heavy metal, la club music, el tango, el flamenco y lo mezcló todo. Fue siempre un visionario, pero en esa época no había otra banda como los Lions in Love”, dice, para pintar al líder del proyecto con sede en Madrid al que se sumó en los tempranos 90. “Fue el que me metió en todo este quilombo. Porque iba a haber un tema mío en un disco de los Lions, pero al final no entró. Y él vio que tenía material, entonces consiguió un estudio y le dije a todo que sí. Empezamos a grabar los temas juntos y, cuando terminé, todavía no tenía nombre. ‘¿Cómo le pongo?’. Me contestó: ‘Willy Crook, pelotudo’.”
Habla de su debut solista, Big Bombo Mamma, que marcó el comienzo de una nueva etapa que incluiría a sus discos con los Funky Torinos. ¿Cómo fue que cayó rendido frente al encanto de las luces funkysouleras? “En España fui disc-jockey y empecé a familiarizarme con Soul II Soul, The Brand New Heavies, Incognito, todo pre Jamiroquai. Cosas cool, con groove y muy buena calidad musical. Y ahí me fui cebando y comprobé el poder imbatible que tiene la música de los 70 para que la gente baile”, explica. La historia sigue más o menos por la misma ruta, hasta llegar al presente. “Depende de la clase de persona que seas, pero me hubiera gustado contar una vida diferente. Estuve a punto, Miguel Abuelo hubiese estado de acuerdo”, dice. “Para mí la biografía no está completa hasta no tener el certificado de defunción, así que me preocuparé en tenerlo para la próxima. Entre lo optimista de mierda que soy y lo inmaduro que las mujeres me han dicho que soy, creo que tiro hasta los doscientos años.”