“Mi vida es como un basurero. La basura se sigue acumulando y nunca se puede limpiar”, dice Yang Cheng, uno de los protagonistas de An Elephant Sitting Still, poco antes del final de la película y del comienzo del resto de su vida. Puede sonar extremadamente pesimista, pero lo cierto es que esa reflexión sólo llega luego de que la asfixia existencial ha llegado a un punto de no retorno. Comienza a caer el sol y hace apenas algunas horas, esa misma mañana, su mejor amigo se quitó la vida tirándose por la ventana de un departamento, luego de descubrir que Yang Cheng mantenía una relación secreta con su esposa. Y lo hizo delante suyo, haciendo gala de un poderoso menosprecio, dejando atrás una estela de culpa imposible de borrar. El muchacho es un típico gánster de pueblo (de un pueblo de China, es decir, de un pueblo grande), encargado de pequeños negocios ilegales y dueño de una actitud que emula en parte a la del Marlon Brando de El salvaje –aunque sin la motocicleta– o, mejor aún, a la de un ángel caído salido de alguna película de Wong Kar-wai. Tanto Yang Cheng como el resto de los personajes del film atraviesan las horas de un día diferente a los demás; un día obcecado con querer torcer, de una vez y para siempre, la monotonía del tedio, el abuso o el desprecio. Una jornada especial que puede darle fin a esa sensación fatalista que los embarga. O quizás, por el contrario, apenas si marque el inicio de un nuevo ciclo, similar en esencia, pero en otra geografía. El escritor y realizador chino Hu Bo se suicidó en octubre del año pasado, a la edad de 29 años, dejando como herencia creativa un puñado de novelas, dos cortometrajes y este único largo, presentado al mundo hace dos meses en el Festival de Berlín y uno de los títulos insoslayables del 20° Bafici. Un viaje de cuatro horas al corazón de cuatro seres humanos en estado de desesperación, anclados en un sitio del cual ansían escapar a toda costa. Objetivo acompañado por una única arma: el más simple deseo. Y algunos detalles de cierta leyenda urbana oriunda de una ciudad vecina, una historia sobre un elefante que pasa todo el día sentado sin hacer nada, mirando a la gente que, a su vez, lo observa detrás de las rejas del zoológico.
Suele decirse que el arte debe separarse del artista, al menos en lo que concierne a su vida privada. En el caso de Hu Bo y su ópera prima –que es al mismo tiempo canto de cisne– resulta prácticamente imposible, aunque la tentación de buscar elementos autobiográficos debería dejarse de lado de manera inmediata. En todo caso, como ocurría con el cortometraje Yukoku (1966), de Yukio Mishima, existe un falso componente premonitorio, que en el fondo no es otra cosa que la pulsión suicida sublimada a través del acto creativo. La mirada del realizador al mundo que lo rodea no es precisamente luminosa, aunque nunca se abandona a la misantropía extrema como forma de catarsis conciliadora. De hecho, la cercanía de la cámara con los personajes imposibilitad la mirada clínica o desencantada y exige del espectador una participación siempre activa, empática, a pesar de la pegajosa desazón que recubre sus cuerpos y psicologías. An Elephant Sitting Still está conformada por extensos planos-secuencia creados a partir de un particular uso del sistema steady-cam, una serie de escenas que nunca hacen alarde de virtuosismo, un esquema visual y narrativo al que Hu Bo parece haber llegado luego de descartar otras posibilidades. De esa manera, la mirada de la lente nunca deja de estar centrada en una de las criaturas, al tiempo que su incansable movimiento describe los ámbitos que enmarcan ese derrotero de apenas algunas horas, del crepúsculo al amanecer. Con sus enormes edificios y estructuras de metal abandonadas, el pueblo conoció sin dudas épocas mejores, otro mártir de los cambios culturales y económicos sufridos por la sociedad china en tiempos recientes. Si hasta la escuela secundaria a la cual asisten los adolescentes está a punto de cerrar, seguramente reemplazada por algún proyecto de gran envergadura. Como en el cine de Jia Zhangke, es imposible comprender las actividades, modos, pensamientos, emociones, acciones y reacciones de los personajes sin tener en cuenta el paisaje general, el rumbo hacia ese futuro que siempre parece requerir de un gran salto hacia adelante, dejando atrás un tendal de víctimas. “¿Por qué hacés esas cosas tan de clase media?”, pregunta Yang Cheng, enervado por una actitud aspiracional de la cual sólo pudo escapar al correrse por completo del carril central.
Un adolescente se despierta y pelea con su padre, antes de salir hacia la escuela y enfrentar al infaltable matón. Una compañera entabla, casi al mismo tiempo, la primera discusión del día con su madre; poco después, los diálogos que mantendrá con el vicedirector de la institución educativa darán a entender que esa relación es mucho más cercana de lo que debería ser. En el mismo edificio donde vive el estudiante un anciano desayuna mientras escucha los pedidos de su hijo y su cuñada, ansiosos por enviarlo a un hotel geriátrico: la nieta ha crecido y el departamento está quedando algo chico. Que todas esas historias aparentemente inconexas terminen reflejando un vínculo causal no revela tanto un típico juego narrativo como la puesta en práctica de un concepto filosófico –aunque no necesariamente moral– en términos artísticos; un poco como ocurría en el famoso Decálogo de Krzysztof Kieslowski, aunque aquí las ligazones entre los relatos son mucho más íntimos. Yang Cheng le dirá a una joven que viene rechazando sus avances amorosos que la culpa del suicidio de su amigo es completamente de ella, que de otra forma no hubiera terminado enredado con esa otra mujer. Es la clase de relación entre hechos aislados que la película –afortunadamente inoculada con el virus del efecto mariposa– se resiste a exponer. Algunas horas antes una pelea terminaba en accidente, ciertos videos grabados con un celular eran viralizados por el mero placer del morbo, un pasaje de tren evidenciaba su falsedad y un taco de pool pasaba de mano en mano, sin abandonar nunca la escena. Por diversas razones, los cuatro personajes quieren/deben escapar del pueblo y viajar a Manzhouli, la ciudad del elefante. No tanto un far o o polo de atracción como una simple vía de escape. Posiblemente hacia ningún lugar. Tal vez del egoísmo propio y ajeno que, en cada movimiento por intentar zafarse, los amordaza aún más.