En marzo de 2006 conocí a Bettina y a Sebastián. El primer día de la primera clase del primer año del taller de la escuela de teatro en la que los tres nos formamos.  De ese primer día recuerdo la espalda de Bettina, fumando, con su hermoso pelo negro, largo, en el larguísimo pasillo de Timbre 4.  También en la memoria de ese día está la primera línea de diálogo que Sebastián recuerda de mí, en el primer recreo, en la terraza: Qué estudiás, cine, ¿en la FUC? ¡qué bueno! Todavía hoy a Sebastián le da gracia esa especie de intelectualismo impostado de mi pregunta, y mi excesivamente efusiva exclamación posterior. Pero lo cierto es que  es así: toda amistad comienza a fabricar sus cimientos sobre las afinidades más inmediatas. En nuestro caso: el cigarrillo, el cine, el teatro. 

En el año 2006 Netflix no estaba. Lo que estaba era el dvd trucho con el que nos pasábamos las series que en ese momento circulaban. No estaba bien visto ser fan de Sex and the City. Quedaba mejor ser fan, por ejemplo, de Los Soprano. Pero con Bettina éramos fanáticas de Carrie y sus tres amigas.  Aunque de las cuatro, nuestro personaje preferido era el de Miranda Hobbes. (¡Es la más compleja!, celebrábamos) Y era cierto: dramáticamente, es, sin dudas, el mejor. Con el tiempo, con el maniático ejercicio de ver una y otra vez las seis temporadas en una maratón continua, en su living o en mi living, los ceniceros empachados de colillas, Aidan y Big se habían transformado para nosotras en unidades de medida del mundo; como kilo, como metro, como decilitro. Este era muy Big, el otro, re Aidan. “I’m Sorry, I Can’t, Dont’ Hate Me” (la frase manuscrita en un Post-It que el novio del momento le deja pegado a Carrie en su casa antes de huir de la relación y que ella descubre  cuando se despierta y él ya no está), se había convertido en un texto vertebral en nuestro sistema de referencias. Para el 2007 la amistad entre Bettina y yo era un océano de felicidad, de lengua propia para nombrar la ingravidez del mundo (¿no es eso, acaso, la felicidad, construir con alguien una lengua propia?) y en nuestro océano convivían al mismo tiempo las cuatro chicas de Nueva York con otra de las prácticas que también nos definía: la de leer al mismo tiempo los mismos libros, las mismas obras de teatro, y comentarlas mientras cenábamos juntas –yo en Villa Pueyrredón, ella en Once– vía Skype. Ay, los subrayados, Bettina y yo siempre coincidíamos en reparar en los mismos párrafos, en las mismas réplicas, en las mismas frases (¿No es eso, acaso, la amistad?).  Mi espejo no me necesita. Winnie. Los Días Felices. Samuel Beckett. Tengo el corazón lleno de una fuerza tan mala. Martirio. Bernarda Alba. Federico.

Cuando en 2008 se estrenó Sex and the city, la película, Sebastián nos dijo que quería llevarnos él mismo a verla. Fuimos al Abasto. Primero,  avistaje de emos en las escalinatas laterales. Luego, comprar pochoclo. Después, las fotos. Nos retrató a las dos con el poster gigante de Carrie Bradshaw. ¡Pónganse, pónganse que les saco! ¡Otra, otra! ¡Betta mirando a Carrie, Marian fugando para allá!, se divertía Sebastián. La gente nos miraba. No escatimábamos en emoción, ni en amistad. Juntos éramos una fábrica de acumular anécdotas. Adentro, ya en la proyección, ni Bettina ni yo nos privamos de llorar durante toda la película. Yo comencé de manera inmediata: con los títulos. Recuerdo que hasta hacíamos ruido con los mocos. Cuando salimos, los ojos hinchados, colapsadas de emoción, de fe en el amor –¡Carrie se había casado con Big!– Sebastián no paraba de reírse de nosotras. ¡La película eran ustedes, la película eran ustedes! nos decía. Se había pasado la mitad del tiempo –porque, digámoslo, es una película que permite una expectación al 50%– observándonos, viendo cómo las dos entrábamos como caballos en la propuesta emotiva, obvia hasta el cansancio, efectista hasta el cansancio, cliché tras cliché, del film. También recuerdo la merienda posterior: los tres, muy Mariano Grondona, intentando reponer, entre brownies y categorías del modelo actancial, por qué era un guión tan eficaz. Porque eso era también la amistad.

En 2016 Bettina se suicidó. Desde entonces pienso en el día en el que fuimos los tres a ver la película. Intento calibrar qué clase de experiencia, sin que por entonces pudiéramos saberlo, se nos estaba proporcionando. Si como educación sentimental toda la pedagogía del amor que propicia Sex and The City puede ser repudiable; en cambio la pedagogía de la amistad que nos ofrecía a nosotros fue uno de los puntos más altos de mi vida. Lo dije: con Bettina nos dimos una lengua privada a través de los episodios de la serie, y el día que vimos a moco tendido la película, sólo pudimos hacerlo así porque estábamos juntas, y al estar juntas esa película hablaba de otra cosa, del modo en que en esos años ella y yo nos habíamos convertido en una presencia fundamental, decisiva, en nuestras vidas, y porque sabíamos que la amistad sirve para no tener que cenar sola la noche posterior al día en que tu novio del momento se marchó, I’m Sorry, I Can ‘t Don’t Hate Me, pero también sirve para llevar a fondo las prácticas más inconfesables: escuchar Ricky Martin, ser fan de Sex and the City. Ella fue mi hermana, es cierto, pero lo más importante es que fue mi amiga más radical. Era tan descarnado su sufrimiento, tan honesta en su furia contra el mundo, en la expresión de los sentimientos más oscuros, que la única moneda de cambio que posibilitaba su amistad era la de responder con la misma rigurosa verdad sobre las cosas. Pero a mí, igual, lo que me más me ha quedado es su luz y su risa. Sobre todo su risa.

Hace unos días leí la noticia de que no habrá Sex and The City 3, la peli con la que iba a cerrarse definitivamente la historia de las 4 neoyorquinas. Kim Catrall desistió. El rumor es insoportable: en la vida real, Samanta y Carrie se odian y Samanta, que sabe que la venganza es el placer de los dioses, un plato frío, bla bla, esperó hasta el final para despuntar su rencor y dar el batacazo, arruinándole a Sarah Jessica Parker la posibilidad de cerrar, ante los ojos de miles de fanáticas del mundo, su historia. Mi explicación por supuesto que es otra.


Mariana Mazover

es dramaturga y directora. Estrenó las obras El Cerco de Agua (2009); Piedras dentro de la Piedra (2012); Esquinas en el cielo (2013), Etiopía (2015) y Mil Federicos actualmente en cartel en El Extranjero. Obtuvo premios como los Teatros del Mundo y el ARTEI. Mil Federicos fue seleccionada por el INT para la Fiesta de Teatro CABA 2017. Su obra Esquinas en el cielo ha sido publicada en la antología Voces de Papel: literatura dramática y escritura escénica de Editorial Escénicas.Sociales; Piedras dentro de la piedra ha sido publicada por Editorial Libretto, y Mil Federicos por el Instituto de Artes Escénicas FILO-UBA. Como dramaturga también participó de los proyectos internacionales: Long Distance Affair que reúne artistas teatrales de todo el mundo; La intimidad fabricada, estrenado en la Bienal de Arte Joven 2013; y del Torneo Transatlántico de Dramaturgos realizado en el Marco del Festival Temporada Alta Timbre 4. Es creadora, curadora y productora del Festival Pequeña Voz - teatro hecho con Poesía, espacio experimental de cruce entre poesía y teatro.