En el diario La Nación, bajo el título “Un caso que quema y reabre las heridas de los años 70”, Laura Di Marco escribe sobre el caso Larrabure, a estudio en los tribunales federales porque la querella pretende que sea calificado como crimen de lesa humanidad. La autora sienta posición a favor de esa calificación y del juzgamiento de Luis Mattini, único sobreviviente de los jefes del ERP. Sus fuentes son Luis Moreno Ocampo (cuyo papel ante la Corte Penal Internacional es digno de olvido) y el CELTIV (que busca la impunidad de los genocidas).
Di Marco dice que el debate es jurídico, pero también ético, político y humano. Y en esto, estoy de acuerdo. Dice que el plan sistemático del ERP fue la toma del poder y que para ello secuestró empresarios y mató militares. Oculta que las organizaciones de los 70, que entendieron la lucha armada como una etapa inevitable de la confrontación (cada una a su modo), tuvieron una historia mucho más rica, insertada en las luchas de los trabajadores, tanto en lo sindical, como en lo social y político. La inmensa mayoría de sus miembros militó en los barrios, en las organizaciones de base, religiosas y gremiales. Pero hablar de esto es reconocer que fue un pueblo organizado el que puso en discusión no tanto el monopolio estatal de la violencia sino, fundamentalmente, el sistema económico y la distribución de la riqueza. Y para La Nación, como para el empresariado en general, es mejor sostener que se trató de una banda de locos que despreciaban la vida humana.
La calificación de lesa humanidad corresponde cuando un Estado realiza un ataque sistemático o generalizado contra una población. Las dictaduras latinoamericanas lo hicieron para perseguir y eliminar opositores políticos en un momento en el que la clase trabajadora puso en duda la misma matriz del sistema capitalista.
En cuanto a Mattini, para juzgar a una persona por un crimen en particular (como un homicidio) no basta con haber sido miembro de la organización que se adjudicó la acción, sino que deben existir pautas objetivas que la vinculen al hecho, más allá de su pertenencia (que, en todo caso, sería otro delito). Y si fue uno de los pocos sobrevivientes, es porque el Estado –el que instauró la capucha y la picana– decidió secuestrar, matar, desaparecer, en lugar de juzgar.
El secuestro y la muerte de Larrabure fueron investigados por el Estado desde el primer minuto, con sus jueces, fiscales y policías. Esa es una de las abismales diferencias con los crímenes de lesa humanidad, que no sólo no fueron investigados ni juzgados (la mayoría debió esperar más 40 años), sino que fueron reivindicados como actos en defensa de la patria, mientras grandes diarios, como La Nación, hablaban de enfrentamientos para enmascarar y legitimar la masacre. Este resucitado reclamo por juzgar un crimen común no es más que otro eufemismo para buscar la impunidad de los genocidas.
Como saben que somos mayoría quienes queremos la continuación de los juicios por crímenes de lesa humanidad, buscan debilitarlos y diluir las gravísimas consecuencias de la experiencia concentracionaria a través del relativismo, etapa inicial del negacionismo. Y con los negacionistas de los campos ilegales, las torturas, violaciones y desapariciones, hay un abismo en lo político, en lo ético y en lo humano.
* Abogado en causas de derechos humanos.